Rafael de Paula, ¿el mejor?

Ante las palabras insultantes pronunciadas por el ministro de Cultura (?) contra la Fiesta Nacional, se impone no comentarlas siquiera y abrir con un artículo de nuestro colaborador taurino. Y como complemento, un gran video en el que Dragó explica el sentido y el alcance de ese ritual sagrado, el único hoy existente.

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Una cosa es ser el mejor. Otra, parecerlo. Y de seres sublimes autoproclamarse como tal a los cuatro vientos. Justo lo que ha hecho no hace mucho el torero de Jerez, Rafael de Paula. Cual axioma, pregonó en una entrevista a El Mundo: “Yo soy el que mejor ha toreado de todos los tiempos”.

Cierto o no, admirado por unos, odiado por otros tantos, lo que está fuera de todo lugar es que, a sus ochenta años, de Paula es una auténtica leyenda viva. Por su embrujo gitano, por su eterno duende, por lo azarosa y enigmática de su vida dentro y fuera de los ruedos. Solo la historia futura podrá refutar su afirmación.

La misma historia nos permite juzgar con suficiente perspectiva a aquellos considerados como colosos de este arte. No hablamos de los considerados fundadores de esta noble práctica (Pedro Romero, Pepe-Hillo, Costillares o Jerónimo José Cándido), del máximo organizador de la fiesta como espectáculo (Paquiro) o de las sanas competencias que llegaron incluso a dividir a los ciudadanos españoles (Lagartijo y Frascuelo, Bombita y Machaquito). Todo lo anterior, y muchos otros que omitimos, tiene su importancia en la historia de la tauromaquia, qué duda cabe, pero ninguno se autoproclamó el número uno hasta la llegada de otro Rafael, en este caso el Guerra o Guerrita, II Califa del Toreo.

El Guerra ha sido crucial para el toreo; y él, consciente en todo momento de su importancia. Tal es así que, con Rafael, el toreo se dividía en dos épocas: antes y después del Guerra. Escribía Giraldillo en ABC que “comprende y penetra y, acaso, se anticipa al gusto de los públicos actuales. […] Con líneas rectas divide la historia del toreo”. 

Plenamente consciente, al hilo de su retirada, hay una anécdota en una montería con Alfonso XIII en la que éste le comenta que le hubiese gustado verlo torear. A lo que El Guerra respondió: “Pues haber nasío antes, Majestá”. Antes, Alfonso XIII le apostilló que le había confundido con un obispo: “¡Qué obispo ni qué cuernos! ¡En lo mío he sido yo el papa!”.

Si estas palabras no son sentencia, baste recordar aquellas que pronunció tras su retirada: “Después de mí, naide, y después de naide, Fuentes”. No tuvo acierto Rafael en sus palabras, pues Antonio Fuentes no llegó al nivel que de él se esperaba.

Situados entre 1914 y 1920, en la llamada Edad de Oro del toreo, asistimos a los maravillosos años que vieron a Juan Belmonte y José Gómez Ortega, Gallito. Precisamente este año se cumplió el centenario de la muerte del torero de Gelves a manos de Bailaor en la plaza de Talavera de la Reina. Considerado el mejor torero de todos los tiempos, murió un 16 de mayo de 1920 con tal solo veinticinco años. Con la humildad por bandera, tanto Juan como José sentaron cátedra, y han sido los años quienes los han situado en el Olimpo de la tauromaquia, pues impusieron el toreo en redondo y la ligazón, pilares del toreo moderno. 

De Joselito, Alberti dijo:

Cuatro arcángeles bajaban
y, abriendo surcos de flores,
al rey de los matadores
en hombros se lo llevaban.

Poco que decir de Manolete, considerado uno de los más grandes maestros de todos los tiempos, capaz de llevar a la máxima expresión la revolución de José y Juan.

En el cartel de Linares, que anunciaba lo que iba a ser aquella tarde fatal de 1947, se encontraban junto al coloso cordobés Gitanillo de Triana y Luis Miguel Dominguín.

Luis Miguel González Lucas, de la familia Domiguín, ha sido, hasta hoy, el único torero en proclamarse número uno en activo. Sucedió el 17 de mayo de 1949 en las Ventas, donde, con el dedo índice levantado hacia el cielo, anunció ser el mejor. Lo cierto es que Dominguín fue un torero transgresor y dominador de todas las suertes y toros. Lo que se dice un torero largo, como también lo fueron Domingo Ortega, Santiago Martín el Viti, Ortega Cano, Luis Francisco Esplá o José Miguel Arroyo, entre otros. La diferencia es que uno siguió el ejemplo de Napoleón y se autroproclamó emperador del toreo, mientras que al resto los ha juzgado la historia, ya alejados de los ruedos.

En esencia, cada torero ha dejado parte de su sentir y hacer taurómaco en este gran tarro que es la fiesta de los toros y solo la perspectiva que otorga el tiempo juzgará la trayectoria de cada uno de ellos y su relevancia e importancia en este arte. Claro está que sólo unos pocos están tocados por la varita de lo divino, por ese encanto misterioso, inexplicable, que es el duende, por el arte de birlibirloque. Y son los capotazos de esos elegidos los que quedan impregnados en la retina del aficionado por el resto de sus días. Si Rafael de Paula ha dicho que como él no ha toreado nadie, sea, ahí reside su misterio.

Fernando Sánchez Dragó habla
de toros con Luis Anchondo

  • «La “noche de bodas” del toro (figura masculina) y el torero (figura femenina): símbolos que se invierten en “el momento de la verdad”».
  • «Los toros no son ningún “espectáculo”. Son como una “misa”, un ritual sagrado.

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