Elogio a la jindama: breve semblanza del Divino Calvo

«El toro no respondía bien... Iba y venía obediente. Pero, de pronto, me miró mu fijo y me dijo: “¡Rafaé, quítate de ahí que te voy a cogé!”».  

Compartir en:

Podríamos definir el arte como aquella energía que, enviada desde arriba, únicamente acaba manifestándose en unos pocos. Y uno de ellos, como no podría ser de otro modo, fue, en lo que al arte taurino se refiere, nada menos que Rafael Gómez Ortega. Torero dentro y fuera del ruedo, personificación del mismísimo duende, protagonista del toreo romántico, sensible y soñador. Sirvan estas líneas como recuerdo y homenaje a un torero genial.

Quiso el azar que naciera en la Villa y Corte un 18 de julio de 1882. Perteneciente a una estirpe de rancio abolengo torero, pronto se trasladaría con su familia a su tan amada Zevilla, en concreto al pueblecito de Gelves. A los trece años lo encontramos de banderillero en la cuadrilla de Reverte en Alcalá del Río, tarde de la que salió una de las entonces famosas cuadrillas de niños toreros, junto a Manolito Garcia “Revertito”. Con Rafael González “Machaquito” también formaría pareja artística. Tras diversos avatares, y deshecha la cuadrilla, surgieron entonces dos parejas enfrentadas en su concepción del toreo: Machaquito y Lagartijo Chico (serenidad senequista y austera de Córdoba) y Gallito y Algabeñito (sal y gracia de la bella Hispalis). Destaca la corrida de Córdoba, de cuya actuación tenemos constancia gracias a la crónica de don Pío:

Al sonar los clarines para la muerte del cuarto toro, Gallito se dirigió a brindar a Guerrita. Y los de los pitos y denuestos, sopla que sopla y chilla que chilla. Pero dio el niño el primer pase, magnífico, colosal, estupendo, gallístico, y se hizo repentinamente el silencio. Dio el segundo, y un clamor inarticulado salió de las gargantas. Al tercero, una tempestad de olés y palmas atronó por los aires. Y, dueño ya de aquellos aficionados, la criatura siguió dando clase de toreo y subyugando, con su arte exquisito de gran torero, a la multitud, antes enemiga y ahora suya con todo el rendimiento de su admiración.

Número uno de la novillería, quiso el de arriba, al alimón con Rafael, que el primer escándalo tuviera lugar en Sevilla. Su primera detención, ante un novillo de Concha y Sierra, que le condujo a calabozo, donde recibió la visita de los empresarios de Cádiz y Sanlúcar. No sería la primera vez que el Gallo, Gallito por aquel entonces, saliera de la trena con un ventajoso contrato en el bolsillo.

Otro grande entre la rafaelería, el Guerra, sentenció en su retirada que después de él, naide, y después de naide, Fuentes. No contaba en gran califa con Rafaé, que tomó la alternativa en septiembre de 1902, actuando como padrino Emilio Torres y siendo testigo su hermano Ricardo. Hasta los más grandes son incapaces de ver el futuro cuando este viene impuesto desde arriba, pura esencia del arte del birlibirloque bergaminesco. No sería hasta el siguiente año cuando confirmase la alternativa en Madrid, con toros del duque de Veragua.

Se mantuvo en la cima desde su alternativa hasta 1907, año en el que sólo hizo el paseíllo seis veces. A partir de 1908, el ángel caído volvería a deslumbrar, destacando la corrida del 5 de junio de 1910 en Madrid, con toros de Miura, alternando con Manolete (padre) y Pazos, donde dio un petardazo con “Bayeto”.

Sin duda, su año grande fue 1912. Asistimos a la transformación de Gallito en el Gallo. Torea la friolera de 74 corridas, repitiendo en las grandes ferias: doce tardes en Madrid; tres en Pamplona; cinco en Valencia; tres en Salamanca; tres en Sevilla; tres en Zaragoza. El éxito lo repite en la temporada de 1913, con 66 actuaciones: cuatro en Sevilla; cinco en Pamplona; cuatro en Valencia; cuatro en Bilbao; tres en Sevilla; ocho en Madrid. Cabe decir que, para ser considerado por muchos un torero miedoso, en muchas de esas tardes se enfrentó a toros de la vacada de la “a” coronada.

A partir de entonces, con la salvedad de la temporada de 1915, donde destaca su faena a un toro de Salas, iniciará nuevamente un bajón que se alargará durante un lustro, hasta la triste tarde de Talavera.

El 16 de mayo de 1920 muere Joselito, pues “Bailaor” no pudo matarlo. José, en palabras de su hermano, “era como un dios de esos de la mitología. Tenía los músculos de mármol. Y se cuidaba como un atleta. ¡Qué arte! ¡Parecía hecho con las alas de un arcange!”. La subida al Olimpo del toreo del menor de los Gallo afectó a propios y extraños. No es de extrañar que, desde su muerte, los festejos lidiados por Rafael no superaron los treinta por año.

En los últimos años de la feliz década volvería a la lidia gracias a la inestimable ayuda de su amigo y empresario Eduardo Pagés, artífice de su vuelta a España, destacando el año 1934 como el año de la vuelta del coloso. Y no lo hizo solo: Juan Belmonte e Ignacio Sánchez Mejías lo acompañaron.

La Guerra Civil lo pilló en Madrid y, no fue sino en el momento en que fue requerido por el Frente Popular para torear en Barcelona, estando en la estación con su mozo de estoques, cuando se diera cuenta de la que se había armado. “Oye tú... pero ¿se puede sabé que es lo que pasa con los sordaos?”. ¡Cosas de genios!

Rafael fue esencia y decencia, arte y valentía. Conocidas son sus espantás, a pesar de que el Gallo no fue un torero miedoso. La espantá no es la respuesta al julepe, sino una reacción momentánea y extraña, inexplicable; una especie de oda apocalíptica incontrolable que le llegaba desde la sangre y de la que, media hora después, no le quedaba, a lo peor, ni el más leve recuerdo. De este torero que hablaba con sus enemigos, cuenta una anécdota lo siguiente: «El toro no respondía bien... Iba y venía obediente. Pero, de pronto, me miró mu fijo y me dijo: “Rafaé, quítate de ahí que te voy a cogé”».

Torero supersticioso, no a disparaterías o mengues, sino al “tio permaso”, aquel que, en cuanto aparecía, ya no había que hacé. Porque lo que en su mano estaba, lo ejecutaba a la perfección. Decía un gitano sevillano para justificar sus fracasos: “Es tan gueno er pobre, que de vez en cuando jase esto pa que puean comé los demás”.

¿Cómo era la tauromaquia de el Gallo?  Nada mejor que las palabras de aquellos que vivieron su misticismo en primera persona para presentárnosla. No cabe duda de que Rafael fue un torero antitrágico y anticombativo a la par que inventivo, novedoso y sorpresivo, ajeno a rivalidades, competencias y jaleos. Comenta Néstor Luján en su Historia del toreo que “el Gallo es uno de los artistas que más han contribuido a acostumbrar al público a una visión de espectáculo; su toreo abandona la idea de lucha para convertirse en una deleitosa plasticidad. Evitó toda alusión a la muerte en su toreo y creó un espectáculo inolvidable que, en algunos momentos, Chicuelo plasmó con su misma gracia, aunque depurada dentro de la visión belmontina”.

“En Rafael –escribió Gerardo Diego– se fundían las más puras esencias andaluzas y gitanas, y esto  es lo que daba tan inconfundible personalidad a su arte. Hemos visto después y aún antes toreros sevillanos con toda la limpia sal de la tradición cristiana, árabe, romana y prerromana de la Andalucía Baja (…). Pero Rafael Gómez el Gallo era otra cosa. Mitad clásico sevillano, nacido por azar en Madrid, y mitad gitano elástico y fauve. Mejor dicho, no mitad y mitad, que eso se comprendería bien, sino totalmente lo uno y lo otro fundidos en un solo cuerpo y en una sola inspiración de gracia (...).

La gitanería se le conocía, sobre todo, en el tercio de banderillas. Su par al quiebro era de una nobleza y de una pureza magistral; pero su ir al toro en los pases de frente o en zigzag, con las manos al trapecio y, sobre todo, sus preparaciones jugando en un improvisado y saladísimo ballet, que no han igualado los más grandes bailaores, era un espectáculo increíble. Plasmaba entonces la alianza sencillísima del dominio del maestro, del valor del que así jugaba al filo de los terrenos y de los vórtices, y de la intuición genial para acodarse con el toro en el ritmo perfecto de arrancadas y pausas.

Por su parte, José María de Cossío señala lo siguiente:

Con la muleta es dueño y señor de toda la gama de las más bellas inspiraciones; sus adornos, improvisación siempre, variadísimas, artísticas, del mejor gusto; quedó impuesto por él y ejecutado después por muchos el cambio de muleta de mano a mano por detrás de la espalda; y bastante más que sería prolijo enunciar y que la fecundia, la poderosa fuerza creadora del Gallo prodigaba.

Matando dio, cuando se sintió apoyado por el espíritu de Joselito, magníficas estocadas. Muchas veces mató en la suerte de recibir; otras, las más, ejecutó el volapié a la perfección. Pero era en este lance donde fallaba más. Debemos decir, sin desmerecerlo, que muchas veces, prescindiendo de todo miramiento y consideración, buscó alivios inadmisibles, pinchando o clavando el estoque donde buenamente caía. A pesar de lo cual, el público perdonaba tamaña falta, premiándole con los máximos honores. Así fue el Gallo, clásico como el más clásico y romántico como ninguno. Por cien veces que volviera a nacer, Rafael no hubiese podido ser  más que torero.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar