Prosigue la novela de Javier R. Portella. Capítulo 2

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Prosigue el culebrón.
O el serial. O la entrega por capítulos (aquí, el 2.º) de:

EL DEBER DE LO BELLO.
Amores y desamoresen tiempos de Pandemia.

Por Javier R. Portella.

No sabemos (aún) lo que piensa el público.
Pero quienes han leído lo poco que hasta ahora se ha podido leer dicen que es divertida, mordaz, intrigante... Y demoledora.
Muy erótica también. Hasta tórrida.

Para quien se haya perdido el Capítulo 1 CLIC.
Para leer el (intrigante) Capítulo 2CLIC



Un humor desopilante y mordaz envuelve las aventuras de un mundo que se tambalea entre la absurdidad, la fealdad y la vulgaridad.

♦ Una historia de amores apasionados y lujuriosamente desbocados. Entre infidelidades y lealtades, desgarramientos y arrebatos.

Cada 3-4 días se publicará
un nuevo capítulo

El libro sale a la venta a finales de marzo.
Pero los lectores de EL MANIFIESTO
ya pueden desde ahora:

◊ Recibirlo al instante en formato digital (8,90 €). CLIC

◊ Encargarlo en papel. Lo recibirá 15 días antes de que llegue a las librerías (19,90 €). CLIC

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LEA aquí el Capítulo 2. CLIC

   Para ir al Capítulo 1. CLIC

 

Algunos breves extractos.
Para dar ganas (o quitarlas) de leer más

No sé qué extrañas fuerzas se apoderaron de nosotros aquella noche en que Angélica y yo, tan juntos, nos fuimos tan lejos. Llegamos mucho más allá de todo lo que hasta entonces habíamos imaginado y osado mientras rompíamos diques y saltábamos barreras: buscándonos, perdiéndonos, hallándonos. Hallando todo lo que a un hombre y a una mujer les es dado hallar mientras con nuestra carne husmeábamos la tierra y con nuestras uñas arañábamos los cielos: los cielos vacíos que intentábamos alcanzar como si tal cosa estuviese dada a los mortales.

 

Arma virumque cano, les había soltado antes de traducirles el célebre hexámetro con que arranca la Eneida y en el que Virgilio canta las armas y al varón que, huyendo de Troya por culpa de los hados… ¡Chaaaaf!, hizo de repente un chicle que, disparado desde el fondo de la clase, fue a clavarse en el fato profugus que acababa de escribir en la pizarra al tiempo que empezaban a volar toda clase de objetos que apuntaban directamente a mi cabeza. ¡Toma, gilipollas! ¡Tío facha! ¡Eso sí que son armas! ¡No esas chorradas! ¡Que ni entendemos ni nos interesan una mierda!…, gritaban los alumnos y alumnas en medio de una algarabía que me recordaba la que se había montado semanas atrás cuando intenté abordar el gran soneto de Quevedo, ése que habla del alma que su cuerpo dejará, no su cuidado, y de las venas que serán ceniza, mas tendrá sentido, y de las médulas que polvo serán, mas polvo enamorado; un soneto ante el que una gran parte de mis alumnos y alumnas (lo siento, se me ha pegado el tic del lenguaje inclusivo, ya obligatorio en toda la enseñanza) reaccionaron con gritos y risas de ¡Polvo, polvo…, un buen polvo es lo que necesitas, tío!

 

¿Por qué toma uno (o deja de tomar) las grandes decisiones que como estallidos de luz o nubes de tormenta van hilando y deshilando la vida? Pero ¿somos nosotros quienes realmente tomamos tales decisiones? ¿O son ellas las que lo toman a uno?

 

Pensé en ir a perderme una vez más entre los Bosco, Durero, Rafael, Tiziano, Rubens, Velázquez, Greco, Goya… que nos siguen mirando y turbando desde su tiempo de más allá del tiempo, desde el único tiempo que aun estando hecho de carne, emoción y vida, obra el milagro de no abocarnos a la muerte.

No entré, sin embargo. ¿Cómo iba a entrar cuando los otros estaban ahí, agolpados en masa, brincando de impaciencia? Cientos, miles tal vez, más, muchos más que antes de la Pandemia. [...]

Ahí estaban, apiñados en masa a las puertas del Museo del Prado: japoneses del Japón, chinos de la China, moros de la morería, indios de la India y de las Indias, europeos de Europa toda. Uniformados. Como si fueran a la playa, con sus gorras, chanclas, calzoncillos, camisas floreadas. Y sus ojos de pes­cado hervido. Abandonadas las antiguas cámaras llevadas en bandolera, empuñaban los móviles y tablets donde miran las reproducciones de las obras que tienen delante mientras dejan de ver cómo los van taladrando los ojos de las meninas que Velázquez plantó dentro del tiempo y fuera del tiempo, o la mirada del Carlos V que Ticiano retrató, soberano y vencedor en Mühlberg, o los ojos de la Diana y sus ninfas que Rubens sorprendió perseguidas por sátiros, o los ojillos del Cardenal en cuya mirada aviesa y retorcida se sumergió Rafael, o los ojos negros de la Maja que Goya desnudó y que se sonroja ahora ante el vocerío de la muchedumbre que llega hasta ella.

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