“Vivimos siempre adivinando y el escribir es el resultado de esa adivinación”
Luis Rosales
Cuando Luis alzaba los ojos buscando las palabras justas para volverlas verbo susurrante, el azul de sus ojos era más azul. El azul es el color de los poetas. Rubén Darío escribió alguna vez que “el azul es el color del ensueño, un color helénico y homérico”; es el color con el que pintábamos los mapas de nuestra niñez, un color polisémico en la paleta del pintor: azul de cobalto, azul ultramar, azul de Prusia, azul cerúleo…y, por qué no, azul Rosales, un azul mar, mar de Alborán. Dámaso Alonso decía de Rosales que era un hombretón cetrino, con unos ojos azules chiquitines. Lo cetrino le llegaba del terruño y se perdía en la noche morisca de las Alpujarras. Lo azul, en cambio, era sello o presagio de la personalidad del poeta. Casi en el mismo registro musical, Paco Umbral escribe en Las Palabras de la tribu:
Luis era un genio monologante que tenía la cabeza leonina, inusitada por unos ojos azules, fijos y sabios. […] Su sabiduría de parla tenía un bordado granadí, un acento teológico de Andalucía que hacía irónico y patético todo lo que iba diciendo[1]
Luis Rosales perdió a sus padres con seis días de diferencia; por eso la melodía de sus palabras se vuelve bellamente elegíaca cuando habla de ellos. En El contenido del corazón, por ejemplo, un libro “ya puesto en orden por la muerte”, como dice el poeta, escribe cosas como estas:
Ahora que estoy ante el espejo para afeitarme he visto un gesto tuyo que va cuajándose en mi boca, un gusto compartido, y he comprendido mi orfandad, y he comprendido aún más: que ahora me basta sonreír para que nos juntemos, para que nos unamos. Te llevo siempre sobre mí, porque al vino y al hombre se lo conoce por la madre[2]
El canto literario de dos “Gallos” cincela los inicios de la vida poética de Rosales. En su Granada natal, la Revista Gallo, una de las publicaciones de la Generación del 27 impulsada por Federico García Lorca, se erige como savia intelectual y tronco en el que Luis Rosales graba sus iniciales, como esas huellas de los amantes que resisten al olvido. Ya en los años 30, escribe en la Revista Gallo crisis, de Orihuela, publicación en la que colaraba Ramón Sijé, aquel poeta cuya calavera Miguel Hernández deseaba besar después de haber escarbado la tierra “a dentelladas secas y calientes”.
Cuatro estrellas se ciñen en el cielo rosaleano: Federico García Lorca y Pablo Neruda en la región celeste de la poesía; Joaquín Amigo, cuyo apellido es su cabal definición, y Dionisio Ridruejo, en quien Luis veía encarnado todo un elenco de virtudes humanas que se levantaban como poderosos faros de costa en el camino de la vocación. En Ridruejo observaba Rosales un paradigma de hombre: generoso y valiente, inteligente y paciente. Quizás, estrellas afines desde la sensibilidad del nombrar poético eran Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco, de quien nos resta escribir en estas páginas, cosa que, Dios mediante, haremos en próximos encuentros. Más tarde, las viejas paredes del Café Lyon, heridas de tabaco y de palabras, fueron testimonio de la lírica convivencia de las dos Españas en el silencio hambriento de la posguerra.
Rosales era poeta, cabalmente poeta, pero jamás escatimó horas de trabajo en investigaciones literarias, lingüísticas e históricas. Sus ojos se le fueron achicando en la luz refractaria del papel y de la tinta, porque Luis se hizo y se deshizo por su obra.
Un estigma de sangre, como las llagas que el Padre Pío ocultaba bajo sus guantes, sobrevoló siempre por la vida de Luis Rosales: Federico García Lorca. Antes de la primera luz de la mañana del 18 de agosto de 1936, en algún recodo del camino entre Viznar y Alfacar, en tierras granadinas, Federico murió fusilado. Minutos atrás había salido de la casa de los Rosales. Luis, quien siempre guardó un silencio dolido y prudente, jamás especuló con la muerte de su maestro y amigo, rechazando toda clase de propuestas literarias y cinematográficas para desnudar aquella muerte. El poeta de los ojos azules confesó varias veces que hasta el año 36 había vivido de cara a la existencia y que, luego, jamás volvió a experimentar esa sensación de la ilusión inhabitando la vida. “Federico era inocente —decía Rosales—, no solo porque era popular, sino porque, anterior incluso a lo popular, su poesía estaba en la raíz de lo humano”. Luis Rosales, que volvía del frente, jamás pensó —al igual que su madre y sus hermanos— que aquella aparatosa detención en su propia casa era el prólogo de una muerte sórdida y torpe. “Si hubiéramos pensado que había que defenderlo de la muerte, es indudable que Federico no hubiera muerto”, sostuvo con firmeza en una entrevista tardía. Vehemente y con el entrecejo fruncido le dijo a aquella vez a Joaquín Soler Serrano: “La vida del hombre más importante de España ha dependido de la ambición política de alguien que no ha representado nada, literalmente nada”. Ya había solicitado varias veces la necesidad de una mesa redonda con los testigos de la muerte de Lorca, solicitud que jamás se cristalizó. Escribe Umbral al respecto:
Luis era bueno y soberbio, y llevaba sobre sí el caso Lorca, que Félix Grande resolvió con generosidad y puntualidad. Pero uno cree que Luis, después de aquello, debió darse de baja en la Falange. No lo hizo, y esto es lo que le ha separado para siempre del tronco central de nuestra lírica moderna. [3]
Creemos que el hombre, su esencia y la obra que brota de ella, es mucho más grande los elementos circunstanciales y el efecto retroactivo de las exigencias. Luis Rosales partió un 24 de octubre de 1992, justamente cuando en nuestra adolescencia nos empezábamos a sumergirnos en las aguas bautismales de la poesía española contemporánea, cuando llevábamos en nuestros viajes en tren por Buenos Aires aquella recopilación de José Luis Cano, un libro de tapas rojas que aún esplende en un lugar central de la biblioteca. Un 24 de octubre, justamente, cuando queda rubricado el punto final de este artículo.
Luis Rosales fue un hombre bueno y un inmenso poeta. Anticipando su propio responso, escribió un día:
Todo te lo devuelvo para quedar desnudo.
Y ya, sin voz, ante Ti, te pido que eternices
la hora mansa y la paz de mi entrega absoluta.
No lloro lo perdido, Señor, nada se pierde.
Luis Rosales fue un hombre bueno y claro que está en el corazón de la lírica moderna de España, incluso más allá de todo olvido. Sus ojos no podían ser de otro color, porque azul es el color de los poetas.
[1] Francisco Umbral. Las palabras de la tribu. Ed. Planeta, Barcelona, 1996: p. 242.
[2] Luis Rosales. El contenido del corazón. Ed. Cultura Hispánica, Madrid, 1969: p. 113.
[3] Francisco Umbral. Las palabras de la tribu. Ed. Planeta, Barcelona, 1996: p. 243.