Hablemos hoy de cosas realmente importantes

¿Para qué poetas en tiempos de indigencia?

El famoso verso Hölderlin, con el que tantas veces ha dialogado Heidegger, nos sirve de trampolín para adentrarnos, de la mano de Luys de Algaida, en las cosas realmente importantes. ¿Qué cosas importan en verdad? Aquellas sin las cuales nada habría o nada tendría sentido, aquellas gracias a las cuales hay palabra —palabra primera, palabra fundacional: palabra de la poesía—, aquellas cosas, en fin, que tienen que ver con el sentido y la verdad que, moviendo al decir poético, estallan en él y estremecen nuestro quebrado corazón. Siempre, en todo tiempo. Máxime, por supuesto, en los indigentes tiempos nuestros.

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Didáctica, oratoria y poesía, tales son los géneros literarios según me enseñaron en el colegio. Géneros no estancos, por supuesto, pero el objeto de una obra es siempre uno de ellos más que los otros dos. Etimológicamente, poesía es «creación» (ποίησις o poēsis) y el poēta es un artesano. Pero poco se resuelve así, porque lo que hoy entendemos por poesía, aún abarcando eso de la «manifestación de la belleza o del sentimiento estético por medio de la palabra», es sólo la poesía lírica.

Y basta de introducciones espero que superfluas. Quiero llegar mucho más lejos.
Hace unos días, cruzando cartas con un amigo, llegué a decir que «nos han dicho que la poesía se caracteriza por la forma, es decir, por tener versos o rima. Y así fue mucho tiempo, por eso la hacían muy pocos. Pero como con el romanticismo del XIX la poesía logró fama excesiva, todos quisieron hacerla y a comienzos del XX le quitaron la rima para que fuera sencilla. Ahora basta darle a enter cada pocas palabras para cambiar de línea y ya eres poeta. Pero no: poesía es un tipo de lenguaje. La hay en prosa y en verso. De ahí Platero y yo o los haikus». Esto requiere algunas puntualizaciones, además de algunos añadidos.
El respeto por la forma, que encontramos desde el amanecer de la literatura española --pues a ella me ciño--, ora en el Cantar de los infantes de Lara ora en el Cantar de Mio Cid, también en el Arcipreste de Hita, Gonzalo de Berceo o Alfonso X, no era absoluto. Podemos estar ante un poema épico, satírico o gnómico, la estructura es impecable.
Senhora, por amor Dios,
aved algún duelo de mi,
que los mios ojos como ríos
correm del día que vus vi.
Ermanos e primos e tios,
todo’ los yo por vos perdí.
Se vos non pensades de mi,
¡fi!
(Alfonso X, imitando las cantigas de amor y usando, como excepción, el castellano.)
Esto dura siglos y es baladí hacer un repaso exhaustivo de la literatura española. Para eso están las enciclopedias. La musicalidad de las estrofas clásicas es evidente, pero la hermosura va a remolque de la dificultad. Al igual que en la pintura, donde la técnica inaccesible a los hombres simples hizo las delicias del pueblo durante siglos, la poesía ha alimentado la cultura popular a través de la transmisión oral, para lo que el ritmo y la cadencia se vuelven indispensables. Y estos sólo se logran con una preparación y una destreza que sólo son comparables a la técnica pictórica de los clásicos. Incluso cuando prescinde de la rima, queda la métrica, el verso blanco:
Si hablare el rey, imite cuanto pueda
la gravedad real; si el viejo hablare,
procure una modestia sentenciosa;
describa los amantes con afectos
que muevan con extremo a quien escucha;
los soliloquios pinte de manera…
(Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo)
Pero llegó el siglo XVIII tardío y con él y sus nobles intenciones, la decadencia. Si hasta ese momento el verso blanco era cosa rara (en España, Lope de Vega y pocos más), entonces, con la ridícula propagación de la lírica amorosa y el romance heroico, sumado a las nuevas facilidades de acceso a la imprenta, la poesía se convertió en un arte vulgarizado que todos podían ejercer. Y la única forma de popularizarla, tal como pasó con la pintura, fue con la desaparición de los rígidos cánones métricos. Incluso el verso blanco era difícil. Esa vulgarización (en el siglo XIX se vulgarizó tanto todo… Casi tanto como a la muerte de Marco Aurelio) no fue ni buena ni mala, simplemente ocurrió y se trastocaron los ideales de belleza. Quizá ya era hora.
Desde el oculto y venerable asilo,
do la virtud austera y penitente
vive ignorada, y del liviano mundo
huida, en santa soledad se esconde,
Jovino triste al venturoso Anfriso
salud en versos flébiles envía.
(Jovellanos, Epístola cuarta de Jovino a Anfriso)
O:
Como una casta ruborosa virgen
se alza mi Musa, y tímida las cuerdas
pulsando de su harpa solitaria,
suelta la voz del canto.
Lejos ¡profanas gentes! No su acento
del placer muelles corruptor del alma…
(Manuel Cabanyes, La independencia de la poesía)
No obstante, la poesía clásica todavía sobrevivió un siglo. Quizá, y en esto sigo al heterodoxo José Bergua, la estocada final al toro muerto de la lírica clásica la dio, por misericordia y como burla, García Lorca en Poeta en Nueva York.
No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.
(García Lorca, Poeta en Nueva York)
A las cosas que se hacen ahora, algunos le dicen «pop», otros «extravagancias» y algunos otros, «arte moderno». Sea lo que sea, la poesía de los siglos XX y XXI (¿podemos hablar ya de este siglo?) se ha quedado en nada y por eso puede ser mucho. Ya no tiene las exigencias formales que hace una centuria y esa misma competencia libre hace que haya más exigencia en… ¿en qué? ¿Qué es poesía?
Ya sueltan, Juanilla, presos
las cárceles y las nalgas:
ya están compuestos de puntos
el canto llano y las calzas.
(Quevedo, «Romance burlesco»)
El diablo hocicudo,
ojipelambrudo,
cornicapricudo,
perniculimbrudo
y rabudo
zorrea,
pajarea,
mosquiconejea,
humea,
ventea,
peditrompetea
Por un embudo.
(Alberti, «El Bosco»)
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas,las florecillas rosas, celestes y gualdas. Lo llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal.
(J. R. Jiménez, Platero y yo)
A B C D E F
G
H I J K L
M N O P Q R
S T U V W X
Y Z
(Joan Brossa, «Elegía al Che»)
Decir pestes de él tiene, sin duda,
un sólido prestigio literario
–tacharlo de asesino, por ejemplo,
o compararlo con
uno de esos ciclones con nombre de corista
que pasan y que dejan en los telediarios…
(Miguel d’Ors, «As time goes by»)
¿Qué hay de común en las cinco? Excepto la boutade de Brossa, sólo un mínimo sentido del ritmo y precisión en el lenguaje. Nada más. La poesía va sustituyendo poco a poco a la antigua oración religiosa y para ello recoge uno de sus elementos principales, que ya estaba presente antes y que ahora cobra más fuerza: su relación con la respiración. El poema moderno es lo más parecido al haiku que se ha hecho en nuestra historia de la literatura, asumiendo la función mística y cargando de contenido las palabras más que nunca. Defiendo la destrucción del formalismo en la literatura, arriba las vanguardias y abajo los prejuicios, pero hay un solo requisito: el arte debe hablar -lo decía Proust- la lengua universal de los dioses. Y eso se logra siendo un artesano de verdad. Sin fabricaciones en cadena.
Pausa, espantosa pausa
de párpados de plomo,
tromba dormida al aire,
pompa de paños, polvo,
donde irrumpen frenéticas
cien mil cristalerías
de fábricas de viento,
que el huracán derriba
y un martillo de sangre
–¡clo!– que estrangula a pausas
–¡morir!– las simas súbitas
–silencio– de la ráfaga.
(Dámaso Alonso, «Pausa»)
Suave como el peligro atravesaste un día
con tu mano imposible la frágil medianoche
y tu mano valía mi vida, y muchas vidas
y tus labios casi mudos decían lo que era el pensamiento.
Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida
porque eras suave como el peligro,
como el peligro de vivir de nuevo.
(L. M. Panero, «A Francisco»)
Es lo que necesito para hablar.
No el hecho: la inminencia.
No el vuelo del gran pájaro
sino un roce de ala.
La palabra dibuja
la meta sin el límite.
En su persecución interminable
el casi me seduce, me transporta.
Tengo ganas de casi para siempre.
De restarle a lo exacto la dulce cucharada.
(Andrés Neuman, «La dulce cucharada»)
Se le ha dado la vuelta a la lírica. Ya no basta la forma, ahora debe haber fondo. Habrá algunos que quieran dar aún otra vuelta y hacer escritura automática en verso. Pero entonces no será poesía ni por el tema, ni por la forma, ni por el sentido. Serán tonterías dignas de Apollinaire.
 
A MODO DE COLOFÓN
Poco cabe añadir a las palabras de Luys de Algaida. Sólo quizá señalar (pero ¿qué importancia tiene?) que las indudables tonterías de Apollinaire se acompañan –y así sucede con muchas vanguardista, aunque desde luego no con todos– de otros aciertos y profundidades.
Más importante quizá sea ilustrar el devenir de la poesía en nuestros tiempos de indigencia con la voz de un poeta (bien sabido es que cualquier Antología se puede, por definición, corregir y completar hasta el infinito) al que tengo por uno de los más grandes, sino el mayor, de los poetas actuales en nuestra lengua. Tiene, por lo demás, la virtud de mostrar cómo la poesía puede, desde luego, pasar temporadas en el infierno, ascender a cumbres vertiginosas, otear estrellas de los cielos. Pero no lo requiere necesariamente. La poesía –esa extraña maravilla que es la pura sonoridad de la palabra entremezclada con la evocación de su significado– también puede envolverse con el tono, con el habla y con los más corrientes ropajes de las vivencias cotidianas.
Tomemos dos ejemplos —abundan cuanto se quiera— en los versos de Luis Alberto de Cuenca. Ambos están teñidos, además, de un –precisamente por sutil­­– aún más poderoso erotismo.
J. R. P.
EL DESAYUNO
Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el Infiemo),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno.»
 
COLLIGE, VIRGO, ROSAS
Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana.
Córtalas a destajo, desaforadamente,
sin pararte a pensar si son malas o buenas.
Qre no quede ni una. Púlete los rosales
que encuentres a tu paso y deja las espinas
para tus compañeras de colegio. Disfruta
de la luz y del oro mientras puedas y rinde
tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico
que va por los jardines instilando veneno.
Goza labios y lengua, machácate de gusto
con quien se deje y no permitas que el otoño
te pille con la piel reseca y sin un hombre
(por lo menos) comiéndote las hechuras del alma.
Y que la negra muerte te quite lo bailado.

 

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