Las falacias (sutiles y groseras) del liberalismo

El liberalismo, esa concepción del mundo que, bañándolo todo desde hace casi tres siglos, ha acabado marcando a fuego las fibras más íntimas de nuestra alma, de nuestra mente y de nuestro corazón.

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Editorial del N.º 2 de El Manifiesto,
revista de pensamiento crítico

 

Para aquellos lectores que no puedan permitirse desembolsar los 15 € que cuesta la revista; y para animar a comprarla a aquellos que sí lo puedan hacer, nos complace reproducir en abierto el Editorial de nuestro número sobre el liberalismo.

 

Nuestra portada es expresiva. Como iconoclastas, como rebeldes: así fue como empezaron aquellos liberales o ilustrados combatientes que, hace entre dos y tres siglos, la emprendieron contra el orden que dominaba el mundo. ¡Y qué Orden! El del Trono y el Altar, el de la Monarquía y la Iglesia, cuyo espíritu, llenándolo todo, impregnando el aire mismo del tiempo, imperaba desde hacía siglos.

Por eso, sentados a la izquierda en la Asamblea Constituyente de agosto de 1789 en el París de la Revolución, aquellos revolucionarios liberales serían designados y conocidos como “las izquierdas”. Todos, sin excepción. Porque, cuando hablamos de liberales, hablamos aquí de todos, sin distinción de grupos, subgrupos o divisiones. Hablamos del liberalismo —del democratismo, si se prefiere—. Hablamos de ese espíritu, de esa concepción del mundo que, bañándolo todo desde hace casi tres siglos, ha acabado marcando a fuego las fibras más íntimas de nuestra alma, de nuestra mente y de nuestro corazón.

Pero, es cierto, ya no son de izquierdas los liberales de hoy. Ya nada impugnan aquellos antiguos rebeldes. Tan pronto como derrocaron lo que querían derrocar, tan pronto como cortaron suficientes cabezas y masacraron a suficientes pueblos (pensemos en el genocidio de la Vendée), pasaron al otro lado. Al del poder y el señorío. Son ellos —incluidos los revolucionarios que, durante un tiempo, pretendieron derrocarlos a ellos por la izquierda— quienes están hoy sentados en el Trono y ofician en el Altar.

Dejemos de lado, sin embargo, a estos últimos: progres de todo pelaje, desde socialdemócratas hasta rojos vestidos hoy de rosa. Observaremos entonces una cosa muy curiosa y que origina los mayores malentendidos: los liberales stricto sensu son hoy considerados de derechas. No, rectifiquemos: de derechas no. De “centro derecha” como máximo, se apresuran ellos mismos en rectificar, obsesionados por evitar cualquier relente sulfuroso que pudiera proceder de tan peligroso concepto.

Hacen bien en rectificar. Ojalá lo hicieron aún más, ojalá rechazaran por completo o les forzáramos a rechazar cualquier vinculación entre el liberalismo y la Derecha (pongámosle una mayúscula para distinguirla de sus adulterados sucedáneos).

¿Qué es la Derecha? ¿Qué es el liberalismo?

¿Encarna entonces la Derecha el conservadurismo del “Antiguo Régimen”? Reivindicar la Derecha, ¿implica mecerse entre nubes de nostalgia y soñar con el regreso del viejo orden del Trono y el Altar? No, en modo alguno. Ni los tiempos pueden volver cuando ya se han ido, ni conviene que éstos lo hagan, dados los diversos desmanes que no dejaban de implicar. Es otra cosa lo que importa oponer al orden liberal del mundo. Pero éste, ¿en qué consiste exactamente?

Lo fundamental, lo que subyace a sus diversas facciones integrantes —ya vistan atavíos de perro flautas o bien compuestos trajes de burócratas—, es la voluntad de arrasar cualquier principio sustancial, cualquier fundamento exterior a lo que se considera el único centro del mundo: el Individuo, esa molécula, ese átomo cuya suma gregaria —la del “hombre masa”, que decía Ortega— constituye la sociedad. El Individuo: esa abstracción que “en la naturaleza no se da”, dice seguidamente Sertorio en su más que notable artículo. El Individuo: la negación misma de la persona, del ser humano arraigado, que no sometido, a una Patria, a un Destino, a una Tradición. El Individuo, Principio Supremo, Alfa y Omega que, fundándolo y decidiéndolo todo, firma (y modifica cuándo y según le place) el Contrato aquel del que hablaba Juan Jacobo.

Nada existe en sí mismo. Lo Verdadero, lo Justo y lo Bello dependen de la decisión —libre, veleidosa, arbitraria, pues— que en cada momento se tome. Tampoco existen en sí mismos, tampoco debería existir ni la Naturaleza ni el Lenguaje. También deberían estar ambos supeditados a la libre decisión del Individuo, como predican esas aberraciones —consecuencias finales del liberalismo— que son la ideología de género y el lenguaje inclusivo.

¿De verdad funcionan así las cosas?

¿De verdad es el Individuo el amo y señor del destino de los hombres? ¿De verdad no está regido el mundo por ningún principio intangible, intocable, al que deba supeditarse el Individuo y sus decisiones?

Pero estas decisiones, ¿quién las toma en realidad? ¿Acaso las toma democráticamente la suma de individuos que reciben el pomposo nombre de “pueblo soberano”?

No, el mito del “pueblo soberano” y del Individuo rey es propaganda, falacia. Pero falacia instituyente, no un mero instrumento de poder: es falacia que, admitida por todos, funda un mundo.

No, para empezar, el “pueblo soberano” no toma decisión alguna. Los únicos que aquí deciden son sus “representantes”, elegidos entre quienes, a su vez, son elegidos por la oligarquía de los partidos de la partidocracia, los cuales partidos configuran y son simultáneamente configurados por la opinión publicada por los poderosos medios de formación y manipulación de la opinión, todo lo cual nos remite a...

A dos cosas nos remite. Por un lado, al poderío económico que sustenta todo el entramado de partidos y medios de comunicación; por otro lado, a los principios que, por debajo de la pretendida decisión del Individuo Rey, sí son intangibles, incuestionables, “sagrados”, se decía cuando lo verdaderamente sagrado existía aún. Unos principios que no son otros que los de la omnipotencia del Dinero, el Mercado, el Capital.

Pero de esto último hablan ya suficientemente los artículos de este “iliberal” o “antiliberal” (elijan el término) segundo número de EL MANIFIESTO en cuya lectura les dejamos.

 

J. R. P.

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