Artículos del N.º 2 de EL MANIFIESTO

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Editorial

Lo habitual es llamarlo «democracia». Queda mejor que «liberalismo» y, además, bullen en la mágica palabra el demos y el kratos: el pueblo (soberano) y el poder. El poder del pueblo, pues.

Y todos lo aceptan. Sin pestañear, sin cuestionar nada.

Cuestionarlo, interrogarnos sobre la realidad de las cosas y del liberalismo; preguntarnos si un régimen liberal —o sea, liberal- capitalista— es (o no) sinónimo de «poder del pueblo». Interrogarnos para saber si, en el reino del individualismo atomista y gregario que el liberalismo implica, hay lugar (o no) para algo como la grandeza, la nobleza o la belleza. Escudriñar si, la libertad total de expresión que la Ley liberal ofrece, es realmente tal.

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Alain de Benoist

¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?

 

No se puede comprender nada del liberalismo sino exponiendo —y oponiendo entre sí— sus formas principales (económica, política, cultural, filosófica), del mismo modo que no puede comprenderse nada del capitalismo viendo en él solamente un sistema económico y no un «hecho social total» (Marcel Mauss). La profunda unidad del liberalismo reside en su antropología —una antropología cuyos fundamentos son, indisociablemente, el individualismo y el economicismo.

Sin remontarnos demasiado lejos, recordemos que el individualismo es el heredero del nominalismo, que plantea, en principio, que no existe ningún ser más allá del ser singular (esto es también propio de la escolástica española que deriva de la teoría subjetiva del valor). El individualismo es la filosofía que considera al individuo como la única realidad y lo toma como principio de toda evaluación. El liberalismo concibe al individuo y a su libertad supuestamente «natural» como las únicas instancias normativas de la vida en sociedad, lo que significa que hace del individuo la sola y única fuente de los valores y de las finalidades que él elige.

Este individuo es considerado en sí mismo, haciendo abstracción de todo contexto social o cultural. Ésta es la razón por la que el individualismo liberal no reconoce ningún estatuto de existencia autónoma a las comunidades, a los pueblos, a las culturas o a las naciones. El individuo es considerado como el primero en llegar, ya sea suponiendo que es anterior a lo social en una representación mítica de la «prehistoria» (anterior al estado de naturaleza), ya sea atribuyéndole un simple primado normativo (el individuo es lo que más vale). Tanto en uno como en el otro caso, el hombre puede aprehenderse como individuo autónomo sin tener que pensar en su relación con otros hombres en el seno de una socialidad primaria o  secundaria. La sociedad es también aprehendida por medio del individualismo metodológico, es decir, como simple agregado de átomos individuales.

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Sertorio

VIERNES

 

Todo parte de una gran novela. El individuo, esa ficción, ese delirio sobre el que llevamos ergotizando tres siglos, fue producto del ingenio literario y no de la naturaleza, donde no se da. Para el lector de los siglos XVIII y XIX, que leía las primeras páginas de un tratado de economía política o de derecho, el ejemplo de Robinson Crusoe, el hombre que se vale por sí mismo y consigue optimizar con su libre iniciativa los escasos recursos de una isla desierta, era la parábola favorita del liberalismo europeo y americano, del que el genial Daniel Defoe fue profeta. Otras fábulas afortunadas acompañaron el nacimiento del mito, como la mano invisible, el mercado o el derecho a una quimera: the pursuit of happiness. El hombre racional, independiente, libre, sin ataduras, abstracto, náufrago sin historia y sin arraigo, será el antepasado totémico del homo œconomicus contemporáneo: apátrida, mónada de producción y consumo perfectamente intercambiable por otra. El pequeño inconveniente es que la aventura robinsoniana exige el naufragio, la soledad, la ausencia de lo social. Pero hasta el adusto inglés acaba encontrando un Viernes. El náufrago ilustrado coloniza al buen salvaje, al inocente Calibán que cae en sus manos, le da un nombre —manifestación absoluta del poder, algo que sólo se puede hacer con un recién nacido o con una mascota—, lo reduce a sus categorías morales y lo somete a un paternalista proceso de aculturación que lo descanibaliza. Y en esto se demuestra que el propio Robinson no es un individuo que surge ex nihilo, sino una persona con raíces culturales: sin la herencia de un milenio de cristianismo, Robinson se habría comido a Viernes. Sin su crianza y aprendizaje en la cuna de la división del trabajo y la técnica, no habría explotado de forma tan rentable a su fámulo.

Robinson Crusoe fue un libro de un éxito enorme y merecido en la Europa de las Luces y apenas hay ensayista de aquel tiempo que no lo haya citado. Bernardin de Saint Pierre o el propio Chateaubriand, por no hablar de Rousseau, encontrarán inspiración en este clásico que tantas infancias amenizó. Pero Robinson tuvo que naufragar y acabar en una isla desierta para ser uno de los mitos fundadores del individualismo liberal. En la Europa del siglo XVIII nadie flotaba a la

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Javier Ruiz Portella

LAS DOS MANOS DEL LIBERALISMO

Les da igual. A los sepultureros de la belleza, a los aniquiladores de lo sagrado les da igual que, para sustentar el orden establecido, no sean capaces de otra cosa que lanzar bolas de goma contra un grotesco monigote (el “Hitler” de la denominada Reductio ad Hitlerum); bolas que, de resultar insuficientes, serán obviamente incrementadas con otros más contundentes proyectiles.

¿Qué otra cosa podrían hacer? Están ayunos de ideas, carecen de cualquier Proyecto que tenga algo de grandeza, que sea portador de algo de ilusión. Asentados sobre el vacío, un único afán los mueve, tanto a ellos como a sus súbditos. Para éstos, para los de abajo, el bienestar material ha ejercido notables efectos analgésicos hasta la llegada de las actuales penurias y precariedades; para los de arriba, la codicia capitalista, el enriquecimiento sin límite, sigue ejerciendo los estimulantes efectos de siempre.

Y para todos, recubriendo la Res Publica (convertida en Res Privata), la vacua espuma que lo envuelve todo, el sempiterno sonsonete noche y día repetido: libertad y democracia, democracia y libertad… Como si bastara pronunciar tales palabras-talismán para sentirse a salvo, para cubrir de sentido el sinsentido, para colmar de contenido el vacío.

Suena hermosa la invocación a la libertad y a la democracia. Desde luego que lo es. ¿A quién se le ocurriría oponerse a ellas? ¿Quién quisiera abogar por la tiranía?

¿«Vivan las caenas»?... No, en absoluto. ¡Abajo las cadenas!

Haberlas quebrado es nuestro honor, por más que suprimiendo zozobras e inquietudes, las cadenas puedan dar la impresión de que el mundo es cosa firme y asentada; por más que, arropando a los mortales, las cadenas les hagan sentirse menos desnudos y desamparados; por más que sus hierros parezcan dar seguridad al mundo, imprimirle majestad. Como se lo imprimía, por ejemplo, la antigua monarquía absoluta de derecho divino, ésa cuyos súbditos, cuando Fernando VII regresaba a España después de haber entregado el país a Napoleón, lo aclamaban al grito de «¡Vivan las caenas!».

El problema no está ahí.

 

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José Antonio Primo de Rivera

EL ESTADO CAPITALISTA Y LIBERAL

 

Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El Contrato Social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.

Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio —conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior—, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase. Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.

De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias

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Pierre Le Vigan

NIETZSCHE AFIRMA LA VIDA

En el centro del pensamiento de Nietzsche está la constatación de que somos incapaces de "afirmar la vida". No nos lanzamos a por ella. Nos paralizamos ante la vida. Detrás de nuestras opiniones, a menudo se esconde algo. Detrás de nuestras racionalizaciones se esconde a menudo un miedo: miedo a afirmarnos, a ser realmente nosotros mismos. Es la filosofía de la sospecha. Con Nietzsche, podemos ir de sospecha en sospecha, de cueva profunda en cueva aún más profunda, cada vez más río arriba. Podemos y debemos volver atrás. No debemos temer lo que descubriremos en esta investigación. Terrible viaje, que por supuesto incluye la idea del inconsciente, o preconsciente (que precede a la conciencia, como un prejuicio precede a un juicio).

También podría decirse que Nietzsche deconstruye el sujeto, en el sentido de que deconstruye su evidencia. No, el sujeto no siempre es racional; no, no siempre es previsible. Nietzsche examina al sujeto para reconstruirlo, pero de otro modo, con menos falsas pretensiones. Del hombre al superhombre, que es un hombre más allá del hombre: éste es el camino que Nietzsche despeja. Según Nietzsche, el superhombre es el hombre que comprende y acepta que somos llevados por un soplo de vida que nos trasciende. La voluntad es lo que nos permite aceptar que estamos atravesados por fuerzas que nos empujan hacia más ser, más poderío, más vida, más creación. Pero cómo decir esto, y cómo decirlo con palabras.

Por qué Nietzsche es irrefutable

Como filólogo —fue profesor en Basilea desde los 25 años—, Nietzsche se planteó la pregunta: ¿puede la realidad ser captada enteramente por el lenguaje? Él pensaba que no. Las palabras se convierten en ídolos: el amor, la sociedad, la humanidad, el progreso... Dios mismo es un ídolo. “Me temo que no podamos deshacernos de Dios porque seguimos creyendo en la gramática” (El crepúsculo de los ídolos, “La razón en la filosofía”, 1888). Somos prisioneros de la fijeza de las cosas, o más bien de nuestra propensión a ver las cosas en su fijeza, porque eso nos tranquiliza. Somos prisioneros de la creencia hegeliana de que todo lo real es racional y todo lo racional es real. Nietzsche rechaza así el espíritu de sistema. Ese espíritu que pretende tranquilizarnos y nos impide volver a las cavernas más profundas. “El espíritu de sistema es una falta de probidad” (El crepúsculo de los ídolos, párrafo 26). Contra el sistematismo, Nietzsche aboga por el perspectivismo. Las cosas siempre se ponen en perspectiva, y estas perspectivas siempre cambian. Es un movilismo (en el que las cosas nunca dejan de cambiar), como el de Heráclito. Panta Rhei: “Todo fluye”. Todo está sujeto al devenir, llevado por un devenir. Son las pulsiones, o instintos, los que dan sentido a los fenómenos. “Todo lo que es bueno procede del instinto —y es por tanto ligero, necesario, libre” (El crepúsculo de los ídolos, “Los cuatro grandes errores”, 2).

 

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Francisco Núñez Roldán

¡VIVA LA SOCIEDAD SIN CLASES!


Le aseguro al lector que no pertenezco, al menos monetariamente, a la más elevada o deslumbrante, hoy llamada glamurosa. Y, sin embargo, sé que esas clases sociales a las que tengo la seguridad de que no perteneceré nunca son fundamentales para que la sociedad prospere, avance, y tipos como yo y similares podamos disfrutar de la dorada moderación, aurea mediocritas que le llamaba Horacio, gracias a los paraísos interiores, que son los únicos verdaderos, por imputrescibles. Ojo, ello en absoluto quita que cada viernes compre el “cuponazo” con la remota esperanza de quitar a mi futura viuda de la galera laboral —lo cual, entre nosotros, no sé si sería buena idea—, y me convirtiera en alguien un poco más rico, de modo que, como ya aseguraba Séneca, simplemente cambiaría de problemas, porque, la verdad, de amigos no creo, ni de paisajes ni gustos literarios o musicales tampoco, a estas alturas de la vida. Quizá algo mejores vinos, aunque baratitos de cosechero los hay insuperables, palabra.

Esas clases sociales que me importan menos que poco, inalcanzables para mí y para casi todos los que están leyendo estas líneas son fundamentales, repito, para que la sociedad tire para adelante, se venzan retos, se construyan empresas y emporios, se vislumbre la cucaña de la felicidad disfrazada de riqueza y de un bienestar que sólo los anuncios muestran, con esos hogares limpios y gentes bien alimentadas con dentaduras perfectas, aunque cada vez incrusten en ellos minorías dérmicas políticamente correctas.

Lo contrario a esa sociedad cruel, implacable y canalla (y todo lo que ustedes quieran, pero que nos envuelve y funciona) es la mucho más miserable y diabólica prédica de Yolanda Díaz y sus subvenciones, esa fábrica general de vagos y pícaros que salen de las paguitas y las ayuditas a cambio de meramente existir, porque dar derechos sin deberes a cambio es crear una masa cuca y perezosa que se conforma con poco a cambio de nada. La limosna institucional de las mil paguitas “progresistas” es la moderna sopa boba que compra conciencias y actitudes en nuestra sociedad. No todos los que votan “progresista” son vagos, pero tengan por seguro que todos los vagos votan “progresista”, visto lo que esperan o ya gozan.

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Gérard Boulanger

MARCO SCATARZI: LA COMUNIDAD FRENTE AL INDIVIDUALISMO

 

Este libro es un panfleto contra el hombre moderno, privado de espacio propio, intercambiable, sometido a las leyes del mercado. Frente a ello, ¿quién es el hombre de la Comunidad?

El hombre retratado por Marco Scatarzi es exactamente lo contrario, la negación absoluta del hombre globalizado: sujeto y no objeto de la historia, enraizado en un espacio, un linaje y una tradición, rechaza la ideología de lo Mismo tanto como el culto al beneficio. Pero, aunque este libro tiene el aire de un panfleto y su tono es a menudo mordaz, no hay lugar para la sátira: aquí no hay énfasis ni titulares, la única preocupación es dar en el clavo. Pero, desde el principio, debemos tener clara la naturaleza de esta Comunidad: de lo que habla el autor no es un avatar de una tribu urbana o una red social banal, es una Comunidad Militante, al servicio de una Idea y una visión del mundo, y las figuras tutelares invocadas —Salomon, Evola, Codreanu, Bardèche, Freda, Venner, Mishima o Adinolfi— ¡no dejan absolutamente ninguna duda sobre su orientación! Sus miembros no son "seguidores" de algún "influencer", son soldados políticos.

 

Marco Scatarzi contrapone Comunidad y Sociedad. ¿Vivir en una significa alejarse de la otra?

Aunque Scatarzi retoma el análisis aún válido de Ferdinand Tonnies sobre la oposición entre Sociedad y Comunidad, ¡no nos invita a huir de la primera para atrincherarnos en la segunda y no salir nunca de ella! La Comunidad es una herramienta y un medio para huir de la vulgaridad y la alienación del mundo moderno, pero mejor para enfrentarse a él y reinvertirse en él. Del mismo modo que no pretende ser una reserva para especies en peligro de extinción ni un refugio para inadaptados sociales, la Comunidad Militante no es una pacífica ermita ni un ashram con olor a pachuli. Es una escuela donde aprendes, un estadio donde entrenas, un dojo donde practicas, pero también una jerarquía donde ocupas tu lugar y asumes las responsabilidades que conlleva. Los "bastiones" que Marco Scatarzi nos invita a construir no son nuevos Montségur[1] para hipotéticos Perfectos: no se trata sólo de estar en este mundo sin ser de este mundo -¡que ya está muy bien! - se trata de subvertirlo.

[1] Montségur: fortaleza de los cátaros, cuyos defensores eligieron la hoguera antes que abjurar de su fe.

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François Bousquet

CHARLES PÉGUY, EL CRUZADO ANTIMODERNO


La obra de Péguy es una especie de memorial de la Gran Guerra. Al morir en los primeros días de septiembre de 1914, el que entonces era teniente se convirtió en uno de esos soldados de mil rostros cuyos nombres están inscritos en los monumentos a los muertos que salpican a Francia. Propiedad de todos, sin excepción. Vichy intentó anexionárselo, pero fue en vano. Era demasiado inclasificable, él que advertía: "Estoy siempre en dos planos". Nacionalista entre los partidarios de Dreyfus, monárquico entre los republicanos, carnal entre los místicos. Jean Guéhenno lo resumió en una frase inequívoca: Péguy era un republicano que no votaba y un cristiano que no comulgaba.

Ningún autor fue más francés que él. Hombre sedentario entre hombres sedentarios, recorrió a lo largo y ancho un solo país, unas pocas hectáreas de tierra que unían Orleans, París y Chartres. Era un hombre de tres lealtades: a Francia, a la civilización rural y al cristianismo. Fides, fe. La llevaba pegada al cuerpo, sostenida por "la niña Esperanza", la segunda virtud teologal, que celebró en Le Porche du mystère de la deuxième vertu (1910) [El pórtico del misterio de la segunda virtud]. Por mucho que busques, apenas existe un equivalente en la historia literaria francesa. La razón es muy sencilla: procede de una tradición oral. Es el heredero de la cultura campesina y de la religión popular. Un hombre sencillo entre hombres sencillos. Uno de los doce cristianos esenciales desde Cristo, según el gran teólogo Hans Urs von Balthasar.

Todo se juega antes de los doce años

Será recordado como el autor de una obra profética, una larga imprecación contra el mundo moderno, colocada bajo el signo de Antígona y Juana de Arco, las dos grandes figuras femeninas de la desobediencia heroica. Esta obra es a la vez una oración, una meditación y una predicación. Éstos son todos los registros estilísticos que adoptaría: la letanía, el diálogo, la arenga. Todo ello al ritmo de un lenguaje poderosamente estructurado, robusto como un animal de tiro, con una monotonía hechizante, como un encantamiento inquietante.

En el fondo, la vida y los libros de Péguy son una misma cosa. Entre ambos dan el mismo paso seguro, el de una persona íntegra, disidente de corazón, que sólo se sentía cómodo en el rechazo, la polémica y el combate cuerpo a cuerpo. Era un escritor reactivo, que reaccionaba constantemente ante los acontecimientos y disfrutaba estando en el centro de la refriega, haciendo "personalidades", como le gustaba decir, porque las ideas son carne. Sentía más que nadie la necesidad de personificarlas, luchando contra lo incorpóreo del mundo moderno: ese arte abstracto del que no sabía nada y que iba a invadirlo todo. Como hombre de raíces profundas, se oponía a la materialidad del mundo, al peso de las cosas, al relieve de la tierra. La creación es tangible, o no lo es. ¿Acaso lo espiritual no se ha encarnado en lo carnal?

 

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