Las 51 detenciones de la Operación Púnica (y las que seguramente van a seguir en las próximas semanas) son el penúltimo capítulo de una realidad en la que cada día trae su afán y su escándalo. Apenas comienza la ciudadanía a digerir las cifras y datos abrumadores del último zarpazo de la corrupción, cuando las redacciones de los periódicos, las emisoras de radio y TV y, por supuesto, Internet, son de nuevo desbordadas por el vendaval, ese auténtico castillo de naipes en pleno derrumbe en el que se han convertido las estructuras de cohesión y autoprotección de la clase política-financiera que lleva las riendas de España. Parece que, al fin, la sensación de impunidad e inmunidad se desdibuja y pierde aquella apariencia monolítica, adusta, como de superioridad institucional mestizada con altivez moral, tras la que se parapetaban los ilustres mandamases que finalmente se van revelando como lo que eran: una panda de chorizos.
Decía el escritor Manuel Vicent, a principios de la década de los 90, que lo más importante de la democracia no son las urnas, ni los derechos y garantías jurídicas, las libertades políticas... sino que, en esencia, la democracia es una poderosa máquina de “bombear mierda”. Desde este punto de vista, y dejando aparte el clarificador mal gusto de la expresión (no olvidemos que Vicent es valenciano con todas las consecuencias), deberíamos felicitarnos de que el sistema haya empezado a funcionar con razonable diligencia en estos asuntos. No somos ingenuos, no ignoramos que durante mucho, muchísimo tiempo, la oligarquía que Alain de Benoist denomina Nueva Clase, ha campado a sus anchas en España (también en Europa), bajo una irritante presunción de omnipotencia y de no tener que rendir nunca cuentas ante nadie, mucho menos ante el pueblo soberano. Han despreciado incluso los detalles más elementales que cualquier delincuente medio avisado habría previsto, como no dejar demasiados rastros, ocultar la fastuosidad de sus botines, camuflar su opulencia... Esta norma no regía para ellos. Desde el alcalde de un pueblo, condenado por pertenencia a organización criminal porque se dedicaba al contrabando de tabaco, al todopoderoso clan de los Pujol (al menos en otro tiempo, todopoderoso), han ido dejando un reguero de evidencias que en algunos casos, como sucedió con las “tarjetas opacas” de Bankia, llegan a lo sonrojante: compras caprichosas, viajes disparatados, dispendios pantagruélicos, dilapidaciones orgiástcias... Nuestros políticos y nuestros financieros (sobre todo los llegados al negocio del “ahorro” a través de la política) han demostrado ser los más cutres, los más encanallados y los más torpes de Europa. Tras de sus tropelías, han ido dejando una estela de migajas y manchurrones que cualquiera podía seguir hasta descubrirlos y desenmascararlos.
Ante esta situación, cabe tomar dos actitudes. Una, considerar tales hechos como evidencias del derrumbe del sistema, impugnar la totalidad del mismo y proclamar la necesidad de un nuevo orden que dé satisfacción a las clases medias enfurecidas por el creciente deterioro de su confortabilidad social, así como a una clase trabajadora que durante demasiado tiempo ha permanecido hipnotizada por el discurso rancio, caduco, inhábil y por lo general demagógico, de una izquierda tradicional, ya institucionalizada, que ha tenido la virtud de estar, nominalmente, en ambos bandos al mismo tiempo: en el de los exactores y en el de los despojados (esto último, ya lo hemos dicho antes, nominalmente). El problema de esta impugnación global que implica reclamar un panorama completamente nuevo de relaciones sociales y económicas, es que quienes lo propugnan no despiertan demasiada confianza: no al menos en aquella parte de la ciudadanía que tiene memoria y experiencia de tiempos pasados, al tiempo que conserva su capacidad crítica para analizar “experimentos” realizados en otros países. Por ese camino de soluciones a “la venezolana” o “la boliviana”, muchos no van a pasar. Nosotros entre esos muchos.
La segunda opción es conseguir una movilización de la sociedad argumentada y organizada no desde la ofuscación y la furia, no desde las emociones súbitas que cristalizan en sentimientos zaheridos, sino desde la reflexión y el análisis profundo sobre el origen de todos estos desmanes. Que el sistema parezca ahora capaz de detectar la corrupción y perseguir a los corruptos es una buena noticia, pero no suficiente. Parece necesario concentrarse en una meditación (y en su eficiente y nueva difusión) que transcienda los ámbitos del “impulso reactivo” ante los desafueros, así como que caracterice y describa con rigor sus motivos esenciales, no anecdóticos. No estaría de más, llegados a este punto, preguntarnos, un poco retóricamente, si no parece algo natural, o al menos previsible, que una casta extractiva y manipuladora haya estado aprovechándose de todos nosotros mientras que nosotros, felizmente instalados en “el estado del bienestar”, teníamos por dedicación prioritaria trabajar, consumir cuanto más mejor y dejar pagado el seguro de decesos. Sobre la administración de los asuntos públicos, “ya se encargaban ellos”. Sobre el poder de las finanzas como elemento corruptor de la sociedad, tampoco parecíamos particularmente preocupados, pues los bancos daban créditos. Todos contentos.
Necesitamos un cambio en nuestra forma de entender la sociedad y, sobre todo, de estar en ella. Eso es evidente. Y no nos referimos a un cambio pequeño, aun arreglo de lo que hay para que todo siga igual. No se trata de un apaño chapucero y mezquino, sino de un cambio grande, estructural, tanto del escenario como de los protagonistas. Pero, así lo creemos con firmeza, necesitamos tanto poner en cuestión los usos y trapicheos, arbitrariedades e injusticias del sistema, como exigirnos a nosotros mismos el análisis honesto y enriquecedor de nuestra propia responsabilidad en este naufragio. Y hablamos de “responsabilidad” porque sabemos precisamente que la responsabilidad no es una carga ni una expiación, sino un derecho y un extraordinario privilegio de los ciudadanos y las personas verdaderamente libres.
En esa doble tarea de impugnación de un sistema esencialmente injusto y de reflexión sobre la conciencia libre de ciudadanos comprometidos con su “capacidad de ser”, de ciudadanos enfrentados a la ley del rebaño y a su “posibilidad de tener”, encontraréis siempre la línea editorial de El Manifiesto.