Iniciamos esta trilogía para “desmitificar el mito de la igualdad”: nosotros creemos en la “igualdad de todos los hombres” desde un punto de vista jurídico, social y espiritual, pero consideramos que, como seres políticos que somos, los humanos se dividen organizativa y funcionalmente, en tres categorías: los líderes y la élite dirigente, las castas o clases productivas y la masa informe –y uniforme– de la mediocridad.
Y es que, para empezar, nos encontramos en un momento político en el que suscita el replanteamiento de los liderazgos, que, desde un análisis puramente sociológico no es sino una “crisis del carisma”, entendido éste como un don personal del líder o jefe sobre la masa y no como la “gracia gratis data” teológica, según la cual un Dios (o cualquier otra divinidad) concedía una cualidad sobrenatural a un individuo para bien de la Iglesia (o cualquier otra confesión), pues ésta se exinguió en los dos primeros siglos del cristianismo, mientras aquélla tuvo su máxima expresión en el siglo pasado (léase Hitler, Stalin, Mussolini, Churchill) y también su más profunda decadencia.
El “dirigente natural”, según la expresión weberiana, brota de las circunstancias adversas en épocas de conflicto psíquico, físico, económico, ético, religioso o político; se hace a sí mismo, pero no constituye clase alguna, sino que dirige una élite directorial minoritaria sobre una masa popular con la que mantiene una especie de unión o atracción mística. El auténtico carisma sólo conoce una determinación y control internos. Su depositario se encarga de la tarea adecuada y exige obediencia a un grupo de seguidores, en virtud de su misión y en proporción al éxito conseguido, pero sus pretensiones de liderazgo fracasan si sus objetivos no son reconocidos por aquellos a los que se considera enviado. Sólo se convierte en jefe a base de probarse a sí mismo, pero su poder no deriva de la voluntad de aquellos en el sentido de una elección, sino que sucede todo lo contrario: reconocer a alguien como dirigente carismático es el deber de aquellos a quienes dirige su misión.
Históricamente, los precedentes de la realeza fueron los depositarios de los poderes carismáticos como garantía frente a las desgracias o las empresas grandiosas, pero en ellos había una confluencia de roles dispares, a saber, el patriarca, el jefe o el héroe guerrero, etc, que no encontramos en los ejemplos contemporáneos, pues teóricamente debían estar libres de ataduras con este mundo, o sea, libres de las ocupaciones rutinarias como pueden ser los cargos institucionales, la dedicación a las propiedades, el sexo o la familia. El carisma de ayer tiene su base en la estructura patriarcal; el de hoy, en la permanencia y estabilidad burocráticas. En este sentido, el complejo proceso jerárquico-burocrático sólo es la imagen contrapuesta del patriarcalismo indoeuropeo convertido en racionalismo y modernidad.
Sin embargo, la existencia de la autoridad carismática, como puede comprobarse a diario, es terriblemente inestable. No es el abandono de la divinidad o del supuesto don sobrenatural, sino la renuncia de los seguidores ante la falta de una fuerza personal constantemente demostrada, expresada en “pruebas de éxito”, ya que su responsabilidad respecto a ellos no existe salvo en una cosa: la de ser realmente líder emanador de autoridad y cumplidor de su misión. Las disputas internas se resuelven en un acto de jurisdicción individual, libre de obstáculos revisionistas, en oposición al concepto tradicional y formal de la justicia. Pero si la decisión tomada por el hasta ahora dirigente natural indiscutible e indiscutido no es aceptada por el “séquito” con devoción y sumisión, sino que, por el contrario, levanta aires de conspiración, rebelión o, sencillamente, de contestación, es que ha llegado la hora de replantearse seriamente la legitimidad del carisma, merced a la pérdida de virtud del mismo, y aguardar con la esperanza impaciente una nueva crisis que estimule el desarrollo de un nuevo depositario, ya que, sin duda, aparecerá, igual que la espuma, en medio del caos.
En la teoría germánica de la “Führung”, muy interesante para el estudio de la responsabilidad del líder carismático, se establecía un sistema que obligaba personalmente al jefe por sus decisiones erróneas o sus repetidos fracasos. Pero, ¿ante quién era responsable? Por su carácter autónomo, originario y autoritario, únicamente un nuevo líder carismático, en nombre de la nación, la comunidad o la asociación política, podía derribar al antiguo, invocando su responsabilidad como justificación de su acción y traducida en la expulsión del jefe culpable. Ya sabemos que, en la práctica, la condición del Führer fue indiscutible y que la teoría del poder fue evolucionando hacia la unicidad del liderazgo y a la infalibilidad de sus acciones.
Los auténticos liderazgos humanos no suelen ser electivos, sino que resulta ser el más capaz en condiciones adversas o situaciones decisivas el que se erige en jefe portador de la autoridad que proporciona el carisma y al que nadie se atreve a hacer oposición. Por eso, las jerarquías de los partidos políticos no son verdaderas máquinas engendradoras de líderes, pues representan una autoproclamada y artificial élite fundamentada en la transmisión del poder otorgado por la voluntad del pueblo soberano, que ni siquiera les conoce ni mantiene con ellos ninguna relación de atracción o magnetismo. Es inútil la búsqueda del carisma en los partidos actuales, pues éste ha dejado de existir, sacrificado en aras del consenso, la negociación o la presión entre los distintos intereses, facciones y patrocinadores financieros. Y si lo hay, seguramente se encuentra donde nadie osaría pensar: en los extrarradios y suburbios de la llamada metapolítica, por eso pasan desapercibidos, esperando su oportunidad.