Uno podría pensar que ha irrumpido en el sueño loco de un niño no menos loco. O embarcado en la secuencia alucinante de un videojuego de vanguardia. Un cuerpo de cohete de setenta metros de altura que regresa del espacio todo en llamas, pasando de una velocidad de unos 6.000 kilómetros por hora al paso de un peatón, corrigiendo el ángulo de aproximación para venir, como una amante aplastada, a acurrucarse en los brazos articulados del gigante bueno que lo espera pacientemente en el suelo de la vaca. Y todo se hace al segundo.
El niño de imaginación chispeante lo soñó sin duda mientras hojeaba sus ilustraciones de ciencia ficción. Elon Musk lo ha conseguido.
El domingo 13 de octubre asistimos a una etapa verdaderamente histórica de la epopeya espacial. Un paso de gigante que ha dejado tras de sí a sus competidores más avanzados, China y Rusia. Pero también a Europa, que, con Ariane y sus recientes contratiempos, parece haber perdido un poco el rumbo de esta odisea casi prometeica. En abril, para la puesta en órbita de Galileo, el sistema de satélites que se supone que garantiza la soberanía de Europa sobre las aplicaciones GPS, Ariane palideció, así que tuvimos que resignarnos a llamar a la puerta de Musk y llevarnos todo el tinglado a bordo de su máquina. La soberanía ha quedado algo mermada por ello, seguro que estará usted de acuerdo.
Con Starship, Musk ha inventado un cohete que debería hacer las delicias de los ecologistas más quisquillosos: un cohete sostenible y socialmente responsable. Sostenible porque se puede reutilizar; y socialmente responsable, como acabamos de ver. Además, tiene la notable ventaja de ser el cohete más potente jamás construido. Puestos a hacer, hagámoslo, tal es la norma con Musk y los de su calaña.
El exitoso aterrizaje del supercohete de Space-X
Es obvio quese ha de estar un poco loco para atreverse a embarcarse en semejantes aventuras y dedicarles toda una vida. Aventuras que apenas son concebibles para un Estado que no sea una superpotencia, y menos aún para un simple individuo. Éste es el dominio de los dementes, aquellos cuyo predilecto terreno de juego es lo imposible y para quienes lo irrazonable es la razón ordinaria. La vieja Europa hoy sin aliento, ¿carece pues de tales gentes?
El propio Musk afirma ser diferente, y no oculta que padece el síndrome de Asperger. «Sé que digo y publico cosas extrañas, pero así funciona mi cerebro», confiesa. No sin cierta complacencia, cierta ostentación, porque al hombre le encantan las apariencias, lo chic y la puesta en escena impactante. Tiene esto en común con otro genio loco, Nikola Tesla, bajo cuyo patrocinio puso su marca de automóviles, dándole su nombre. A este descubridor y visionario, que también fue uno de los más prolíficos de su época —con más de trescientas patentes a su nombre—, le gustaba ser exuberante, incluso provocador. Esto molestaba a mucha gente. Igual que Musk molesta. Y resulta aún más exasperante porque, lo crea uno o no, en la actual campaña electoral presidencial estadounidense está sobrepasando los límites de la incorrección, hasta el punto de apoyar al malo de la películo, al despectivo crítico de un sistema carente de resuello, ¡al mismísimo Donald Trump! Alguien a quien no sería exagerado calificar de loco. Aunque a un nivel completamente distinto.
Kamala Harris se jacta de que la acompañan personas como Taylor Swift y el expresidente Barack Obama. Que yo sepa, ninguno de los dos ha conseguido meter la pasta de dientes en el tubo una vez fuera. La Sra. Harris, con su inquebrantable sonrisa de dientes blancos las 24 horas del día, debe de estar encontrando este apoyo muy deslucido estos días. Hablando más en serio, no sé si la hazaña de Musk beneficiará a Trump. Sin embargo, sé a ciencia cierta que si hubiera fracasado, no habría faltado gente —incluso entre los nuestros— que habrían asociado a Musk y a Trump, tildándolos de incompetencia e impostura. Así que este cohete contraincendios ni siquiera tuvo que abandonar su plataforma de lanzamiento. Cuando algo no quiere, no quiere...
© Causeur
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