Es como si, en torno a los años 30 del pasado siglo, al colocar la contención de costes por encima de cualquier otra consideración, allanando así el camino para el triunfo del hormigón, poco a poco hubiéramos dejado de prestar atención a esta dimensión esencial del ordenamiento del mundo que es la belleza en la arquitectura y el urbanismo. Cualquier exigencia estética fue entonces desapareciendo de los pliegos de condiciones presentados por contratistas públicos y privados y, lo que es peor, desapareció de la mente de los responsables de la toma de decisiones y de los arquitectos. Tres cuartos de siglo después de este revolución estética, nos hemos acostumbrado tanto a hacer de la funcionalidad el alfa y el omega de lo nuevo que el arquitecto que se atreviera a labrar detalles encaminados a embellecer la obra no sabría probablemente cómo justificar lo que se consideraría como una manía carente de sentido.
Sean cuales sean las causas, éstas se produjeron en el peor momento posible, cuando, espoleada por el fuerte crecimiento económico y demográfico, la necesidad de construcción era mayor que nunca.
Esta pérdida de atención por la belleza ha llevado a un deterioro gradual pero masivo de nuestro entorno vital, con graves consecuencias para el bienestar y el “bien-ser” (digámoslo así) de la población.
La intuición de que la belleza del entorno, en igualdad de condiciones, contribuye a la dicha de los hombres es algo que lo confirman los estudios realizados sobre el tema. A nivel colectivo, la belleza cotidiana de un entorno vital también produce efectos positivos, mientras que la fealdad, por el contrario, tiene consecuencias negativas sobre los vínculos sociales. Cuanto más encantador y acogedor sea un entorno, de forma que anime a la gente a pasear y a utilizar el espacio público, tanto más tenderán sus habitantes a apropiárselo colectivamente y a cuidarlo. Por el contrario, la fealdad funcional y sin alma sólo genera lugares de tránsito y barrios dormitorio, donde la gente se limita a pasar el tiempo mínimo necesario.
Resulta tan extraño encontrar denuncias parecidas en publicaciones contemporáneas que no podemos sino saludar este clarividente texto. Consideraciones curiosamente muy parecidas, pero escritas desde una óptica distinta, aparecen también en la novela de Javier R. Portella, El deber de lo bello, recientemente publicada. Se trata en este caso de un rápido fogonazo que, en medio de un diálogo, dice así:
La fealdad, en cambio… No la llaman así, claro que no; pero hay que ver cómo les encanta a quienes difunden lo feo, promueven lo ramplón, expanden lo vulgar, lo espantoso incluso. ¡Oh, qué bien, pero qué bonito que ha quedado!, dicen, y hasta lo piensan cuando inauguran cualquiera de los incontables adefesios urbanos. Y quienes no inauguran ni crean nada, quienes sólo se topan, pero cada día, con la fealdad que les rodea, quienes en el mejor de los casos no hacen más que vivir entre lo anodino y vulgar, éstos se limitan a callarse y encogerse de hombros sin darse cuenta siquiera de lo que en torno a ellos está desplegado.
Y esto sucede, en un grado u otro, con todo el mundo: con los ricos y los pobres, con los cultos y los incultos, con los de arriba y los de abajo. Y, si no, mira a los pobres, medio pobres o precarios de nuestros días, míralos y toma a cualquiera de los pobres de otros tiempos, toma incluso aquél de Calderón que tan pobre y mísero estaba que sólo se sustentaba de las hierbas que cogía; tómalo y dile a cualquiera de aquellos pobres de antaño que, en lugar de acudir a los templos griegos (y todos acudían), en lugar de apiñarse (y todos se apiñaban) en los foros y circos romanos, en lugar de agolparse (y todos se agolpaban) en las catedrales y plazas medievales, en lugar de orar en las iglesias y de andar por las calles renacentistas y barrocas (y todos oraban y andaban), diles que en lugar de eso vayan y entren…, no, si hasta me da vergüenza decírselo, en cualquiera de las iglesias con pinta de depósito industrial de nuestros días, diles que vayan e intenten orar en ellas, que anden y se paseen por la marabunta de coches de nuestras autopistas urbanas, que penetren en nuestros polideportivos, que compren en nuestros supermercados, que se alojen y vivan (¡oh, claro que el confort, claro que las comodidades les fascinarían, y cómo y con cuánta razón!) en las colmenas de hormigón armado que se alinean, macilentas y tristes, en cualquiera de los barrios periféricos o centrales de cualquier monstruo urbano de cualquier país del mundo. Ve, anda y diles a los pobres de aquellos tiempos que hagan tales cosas, que entren y se paseen por ahí, que vivan por ahí, oren o dejen, mejor dicho, de orar por ahí. ¡Ni uno solo lo haría!
—¿Estás seguro de que no lo harían? —objetó su amigo Álvaro—. No sé, no sé… Son tan tentadoras, tan admirables (tú mismo lo decías) nuestras comodidades, nuestros conocimientos, nuestras condiciones sanitarias.
—No sólo son tentadoras y admirables. En cierto sentido, hasta son fascinantes. Piensa, por ejemplo, en la fascinación que embargó a los futuristas. Y eso, ¿ves?, eso es precisamente lo que me desespera, lo que me descalabra: el que tengamos todo lo que tenemos… y carezcamos de lo más importante. Porque, vamos a ver, ¿de qué nos sirve gozar de tan espléndidas condiciones de vida si hemos perdido la belleza, si se nos ha roto el espíritu, si se nos ha apagado el fuego de lo sagrado? ¿De qué sirve, si nos moriremos sin dejar nada que nos recuerde, nada grande, nada noble, nada bello?
© Le Figaro
Siguen muchas más consideraciones, discusiones, acciones... Pero que no importan aquí. Las pueden encontrar en El deber de lo bello. Amores y desamores en tiempos de pandemia, Ediciones Insólitas, por Javier R. Portella.
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