Una de las más nocivas influencias del liberalismo se produjo en el amor. Por supuesto, no me refiero al amor libre, promiscuo y hippie, sino a la idea, más modesta y extendida, de que en el amor hay libertad, de que las decisiones amorosas son libres.
Está, por supuesto, el esclavismo de las pasiones: el no poder liberarse uno de lo que siente. Pero la libertad amorosa prende como la idea de un libre albedrío erótico que en realidad no existe. El amor no solamente no es libre. Es que nunca lo fue.
El gran editor Jaume Vallcorba, tristemente fallecido hace unos años, escribió un libro definitivo al respecto. En De la primavera al paraíso describió la formación de la tradición amorosa. Vallcorba detalla la creación del amor cortes por la poesía provenzal en la Francia del siglo XII. Los poetas vuelcan entonces al mundo erótico y amoroso la realidad del mundo feudal. La relación jurídico-material entre el señor y su vasallo será traspuesta al mundo amoroso: el señor será la señora, meus dominus, midons; y el vasallo, el poeta enamorado que movido por su sentimiento será capaz, como en un florecimiento primaveral, de crear el verso y la música. La mujer somete pero también inspira.
Vallcorba detalla cómo esa poesía provenzal del amor cortés, todo un modelo social y erótico, es transformado un siglo después en el norte de Italia. Será la poesía del stil novo la que adapte ese amor cortés a una nueva urbanidad. La distancia entre la mujer/señora y el enamorado/vasallo, que ya no es feudal, sin embargo no se reduce, sino que se amplía mediante la espiritualización de ella. En la Beatriz de Dante en la Vita Nuova la distancia se hace mayor. La amada es intangible, vaga, sutil, vaporosa, angélica. Se habla de ella como de un Cristo. El amor cortés, ese esquema erótico asumido, se mezcla con el cristianismo y la mujer se virginiza, se hace madonna, «alma beata real».
Y eso, el vínculo amor cortés-amor dantesco y cristiano (cristianismo erotizado), es el núcleo de nuestra visión amorosa.
Nuestra tradición erótica literaria es una relación de vasallaje (social) amplificada por la religiosidad y la influencia mariana
Nuestra tradición erótica literaria, a la que responde de un modo casi instintivo la primera mirada infantil a la mujer, puramente subyugada, es una relación de vasallaje (social) amplificada por la religiosidad y la influencia mariana. Y a esto, de algún modo misterioso, responde el ánimo masculino en el momento inaugural del amor. ¿Está aprendido o es natural? El joven, niño apenas, se consagra así a la primera mujer, se deja someter y encuentra en ella, como en una religión, una vía, quizás la primera, de ascenso espiritual. Una espiritualización si acaso alternativa, quizás auxiliar.
Pero ¿qué queda ahora de esto? El amor que nos enseñaron es de origen feudal, de mando invertido (manda ella) y sin embargo ahora vivimos en la idea de un amor libre, regido por las leyes del contrato. El contractualismo sostiene que podemos ir estipulando cláusulas en una negociación libre, como agentes sociales en un eterno Pacto de Toledo, aunque la realidad no responda a esto.
La mujer ejerce en nosotros un dominio despótico. Primero, por su propia fascinación; después, por su modo de ser.
La mujer ejerce en nosotros un dominio despótico. La mujer llega a niveles estalinistas. Primero, por su propia fascinación; después, por su modo de ser. Nos dicen que las parejas negocian en un mercado perfectamente competitivo, pero no es así. ¿Qué poder de negociación tiene el ridículo varón? En lo que hemos leído, en la tradición literaria que nos advierte, la mujer es señora, señora ungida por lo virginal. Siglos de tradición nos dejaron una mujer estilizada, dona y doña feudal-espiritual que nos ordena, pero el liberalismo amoroso la ha sustituido por la mujer-igual que no se define tanto por el contrato como por el materialismo más realista, crudo y soviético. Un pragmatismo total. Una mirada distinta, como se distinguen la mirada del lobo y el delfín. ¿Qué opciones hay entonces? O someterse a un ideal-platónico de mujer distante y elevadora (con el consiguiente ridículo quijotesco) o someterse a lo real femenil formalizado contractualmente. Pero en ambos casos, y según los niveles de ingenuidad o perversión lectora, la mujer es sumisión (sumisión nuestra) y obediencia debida. No hay negociación, no hay embajadas diplomáticas. No hay fair play ni hay fifty-fifty. Solo queda hundirse en el vasallaje ideal o en la realidad hormonal más lunar revestida de contractualismo. La libertad, en lo tocante a esto, no existe.
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