«Un crucifijo románico no era, en primer lugar, una escultura, la Madonna de Cimabue no era, en primer lugar, un cuadro». Las palabras con las que abría Malraux «Las voces del silencio» me vuelven cuando veo, desde mi ordenador, caer la flecha de Notre-Dame. No es arte lo que se destruye; es espíritu. Y nos parece inimaginable que al espíritu pueda horadarlo el tiempo. Pero nada escapa a eso. Todo cuanto de los hombres viene es tan efímero cuanto los hombres.
De algún modo, es nuestra propia mirada la que ha ido ya destruyendo esos logros de un tiempo en el cual las gentes aún creían en sus dioses. Sabemos que el museo es confesión de una masacre: la que amontona una virgen románica junto a un escriba egipcio, un crucifijo gótico junto a una bacante. Tiempos menos eufemísticos lo llamarían sacrilegio.
Los que un día fueron templos viven una violación peor. En ellos todo era sacro: no artístico, no bello; sacro. Y cuando dioses nuevos se imponían, investían los viejos espacios, se apropiaban de ellos y una sacralidad suplía a otra. Hoy, el dios que ha desplazado a todos los otros dioses en el mundo se llama turismo: un dios de calderilla. Su devastación es irreversible.
Cuando se alzaba, entre los siglos XII y XIV, la Catedral de París era un diálogo con el Dios que mora en lo absoluto. Notre-Dame debía dar razón de ese infinito que habita sólo en la luz, en la sombra, en el silencio; en los juegos de luz, silencio y sombra que componen la matemática que va del gótico primero al radiante. Y, al entablar ese diálogo con el infinito, era el templo quien gestaba a la ciudad. París es la proyección geométrica -esto es, anímica- de Notre-Dame.
Yo he visto la catedral cuando, recién liberada por Malraux de la mugre de siglos, su blanca figura desasosegaba a los añorantes. «No era arte, era roña, aquello. Notre-Dame es esto», proclamó el ministro. Tenía razón: la nostalgia de lo sucio concierne sólo al ignorante. Pero volver a lo que fue Notre-Dame no era posible. El milagro que se alzó al espíritu se abría a manadas de voyeurs, parapetados tras cámaras y satánicos teléfonos móviles, para los cuales no hay silencio. El silencio es lo sagrado. Hace años que no piso Notre-Dame. Sé que ahora allí Dios no mora. No hay Dios donde hay turistas.
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