Una hipocresía rampante

Uno de los rasgos más intolerables de nuestra época es la hipocresía rampante, que ya no es aquella hipocresía antañona que exigía dotes de simulación, sino más bien cinismo para adaptarse al medio.

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Uno de los rasgos más intolerables de nuestra época es la hipocresía rampante, que ya no es aquella hipocresía antañona que exigía dotes de simulación, sino más bien cinismo para adaptarse al medio. Pues si en otra época la hipocresía era el homenaje que el vicio le rendía a la virtud, en nuestra época la hipocresía se ha convertido en falsa virtud institucionalizada para que el vicio pueda seguir campando por doquier. Así hasta que la hipocresía ha llegado a ser auspiciada y promovida desde las instancias de control social, a las que no importa tanto la adhesión verdadera a los principios que postulan como un simulacro de adhesión que permita el mantenimiento de la farsa (que es la que, a fin de cuentas,  garantiza la supremacía del Dinero).
Esta nueva forma de hipocresía social se ha convertido en una suerte de clima de época, en el que los hombres de nuestra generación se desenvuelven como peces en el agua. Y adquiere ribetes francamente repugnantes cuando expresa su anuencia a los paradigmas culturales vigentes, contribuyendo a un tiempo a su hegemonía y a su vaciamiento de sentido. Así ocurre, por ejemplo, con el paradigma cultural (tal vez el más hegemónico y vacuo entre todos) del ecologismo, que como todos los ‘ismos’ o subproductos ideológicos modernos, constituye un sucedáneo religioso farisaico. Y que, como ocurre siempre con tales subproductos ideológicos, nos permite defender hipócritamente causas abstractas y a la vez descuidar las causas concretas. Como le ocurría a aquel filántropo de Dostoievski, que cuanto más amaba a la Humanidad en general más aversión sentía hacia el prójimo, la hipocresía ecologista nos permite estar preocupadísimos por las emisiones de gases con efecto invernadero o por la matanza de focas en el Polo Norte, a la vez que mantenemos formas de vida que son una constante agresión a los equilibrios naturales; e incluso podemos presumir de ‘ciudadanos modélicos’ que separan sus residuos según lo exigen las ordenanzas, sin preguntarnos siquiera por qué producimos tantos residuos. Pues, si nos hiciéramos esta pregunta, el andamiaje de nuestra hipocresía se derrumbaría al instante.
Basta contemplar la cámara frigorífica de un supermercado para descubrir cientos de envases de poliespán retractilado que contienen todo tipo de alimentos, desde piezas de fruta hasta filetes. Cargamos estos envases en nuestra cesta de la compra tan campantes, sin preguntarnos por qué unas manzanas, o una pechuga de pollo, tienen que llegar envasadas a nuestras manos; incluso es posible que tratemos de tranquilizar nuestra conciencia convenciéndonos que debe exigirlo algún reglamento u ordenanza sanitaria (nada gusta tanto a nuestra hipocresía como someternos a todas las ordenanzas habidas y por haber). Pero la razón inmediata es bien distinta: vendiendo las manzanas o los filetes de pechuga en un envase de poliespán retractilado, el supermercado se ahorra a un dependiente que nos pese las manzanas o nos filetee la pechuga; y también consigue que adquiramos una cantidad superior a la que verdaderamente necesitamos, obligándonos a un consumo excesivo que evitaríamos si pudiéramos comprar los alimentos a granel. Por supuesto, si los comprásemos a granel potenciaríamos una economía de cercanías, que es la única auténticamente ecológica; adquiriendo alimentos envasados, por el contrario, fomentamos una economía de lejanías, con transportes contaminantes, intermediarios superfluos y la ruina para los agricultores y ganaderos de nuestra comarca. No hace falta añadir que los envases que envuelven superfluamente esos productos acaban en vertederos (a veces en los parajes más remotos del atlas, a veces en mitad del océano) de los que nada sabemos; y así -ojos que no ven, corazón que no siente- podemos mantener viva nuestra hipocresía ecologista.
Claro que mucho menos ecológicas aún que los envases de poliespán son las botellas de plástico de agua mineral, que la hipocresía colectiva ha convertido en el símbolo por excelencia de un estilo de vida saludable. Y es que el anhelo de una ‘vida saludable’ puede también ser la máscara del consumismo más desatado: mientras la población mundial se ha duplicado en los últimos cincuenta años, el consumo de agua embotellada (¡como el de tantas otras cosas!) se ha tricentuplicado, provocando al año casi dos mil millones de toneladas de residuos de plástico. Pero la hipocresía ecologista afirmará que la superpoblación amenaza la continuidad de nuestro planeta; y lo hará durante la celebración de su próximo congreso mundial, en el que -¡faltaría más!- se consumirán miles de botellas de saludable agua mineral.

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