Las elecciones presidenciales están cerca y parte de las élites (sean del Pentágono, Silicon Valley o Hollywood) están nerviosas por un posible regreso de Trump. Curiosamente, uno de los temores histéricos que agitaban en 2016 era que Trump podría pulsar el botón rojo nuclear. Hoy resulta irónico, estando —ahora sí— al borde de una tercera guerra mundial de tipo nuclear (no se sabe si con Rusia, China, Irán, Corea o varios de ellos). ¡Y todo gracias al Gobierno de Biden!
Y más irónico resulta que una de las películas ganadoras de la ceremonia sea Oppenheimer, cuyo argumento gira en torno a la bomba atómica. Lo más revelador es su final, del que a continuación haremos spoiler (o, dicho sin anglicismos: vamos a destripar la película). La última escena muestra una especie de visión profética en la que el científico Oppenheimer presencia el holocausto nuclear y la destrucción del planeta.
Lo más preocupante no es la proliferación del arma que Oppenheimer trajo al mundo, sino la proliferación entre nuestras élites de su terrible mentalidad de «el fin justifica cualquier medio». Aunque la película pasa de puntillas sobre ello, Oppenheimer participó en la decisión de usar la bomba contra población civil japonesa. Incluso propuso personalmente atacar la antigua capital de Kioto, con miles de templos budistas y enclaves patrimonio de la humanidad. La idea fue descartada como excesiva por los propios militares estadounidenses, que escogieron Hiroshima y Nagasaki (con criterios igualmente criminales pero menos culturalmente escandalosos). Oppenheimer nunca se arrepintió del uso dado a su creación, sosteniendo hasta el final de sus días que habría servido para forzar una rápida rendición de Japón que acabó con la Segunda Guerra Mundial sin derrochar más vidas. Hoy sabemos, gracias a historiadores revisionistas como Gar Alperovitz o Howard Zinn, que ese razonamiento era una patraña, que Japón iba a rendirse igualmente y que las bombas se lanzaron para intimidar a la Unión Soviética.
Rusia sigue siendo, años después de la Guerra Fría, una obsesión para EE. UU. que penetra incluso en los Ócar. El año pasado, la estatuilla para el mejor documental fue para Navalny, una pieza propagandística producida por la CNN estadounidense sobre el recién fallecido disidente ruso. Este año, el vídeo in memoriam (las clásicas imágenes de famosos fallecidos durante el curso) comenzó con el propio Navalny, en una escena del documental en que especulaba sobre su posible futuro asesinato. Aunque la hipótesis de que su muerte haya sido finalmente provocada por Rusia está descartada incluso por el servicio de inteligencia de Ucrania, «la Academia» lo insinúa igualmente.
Además, el mismo galardón al documental que en 2023 fue para Navalny ha sido, en 2024, para 20 días en Mariupol, una producción ucraniana que fue retirada de un festival en Serbia por considerarse «propaganda antirrusa». El filme retrata las devastadoras condiciones de vida bajo el asedio militar al que Rusia sometió a dicha ciudad entre febrero y mayo de 2022. El documental recupera imágenes tan emblemáticas como la de Marianna Vyshemirsky, embarazada y herida tras un bombardeo ruso en el hospital de maternidad de Mariupol. Posteriormente, ella misma afirmaría que no había sido víctima de un bombardeo ruso, sino de un posible ataque de artillería ucraniana. También afirmó que los periodistas la habían grabado contra su voluntad para utilizarla como herramienta de propaganda, como acabamos de ver en el Dolby Theatre. Y confirmó además la narrativa de Moscú de que el complejo hospitalario estaba tomado por soldados.
La Guardia Nacional de Ucrania apenas aparece en el documental, que se centra en el terrible sufrimiento civil. Ello encubre la incómoda realidad de que la defensa de Mariupol estaba dirigida por el «Regimiento Azov», una unidad ultranacionalista y con elementos neonazis que desde 2014 se había asentado en la ciudad tras reprimir a sus habitantes, expulsar a parte de su población y torturar a los disidentes. Estos ocho años previos de terror no aparecen en el documental, como tampoco lo hace la época posterior a 2022, en que Mariupol ha sido reconstruida como territorio ruso y ha sufrido periódicos ataques con misiles de largo alcance por parte del ejército ucraniano (incluyendo instalaciones sanitarias como el Centro de Salud Yalta).
Evidentemente, el documental sirve como herramienta de guerra cognitiva de EE. UU. contra Rusia, mostrando los horrores del ejército ruso mientras oculta los del «Azov». Y no es la primera vez que los óscares al documental blanquean a grupos armados extremistas, para mayor gloria de la geopolítica estadounidense. En 2017 fue premiado Cascos Blancos, un publirreportaje sobre la oposición siria, estrechamente relacionada con Al Qaeda y el ISIS.
Hacia Oriente Medio ha apuntado también el discurso de Jonathan Glazer, que recogió el óscar a la mejor película extranjera por La zona de interés. Su película narra la idílica vida de una familia de funcionarios nazis, a sólo un muro de distancia de los crematorios de Auschwitz. El director decidió comparar esta frívola situación con la de los israelíes que, a día de hoy, hacen su vida cotidiana ajenos al genocidio que su país está desatando al otro lado de la verja en Gaza. «Me niego a que la identidad judía y la memoria del Holocausto sean secuestrados por un gobierno de ocupación que ha llevado el conflicto a tantos inocentes», afirmó. Glazer, judío, atacó así el argumento fundamental del Estado de Israel: que todo judío debería apoyar el sionismo, al que se le perdona cualquier crimen después de lo sufrido en el Holocausto.
Glazer ha dicho que no le interesan las películas de la Segunda Guerra Mundial que sirvan pare decir «mira lo que se hizo por aquel entonces», sino reflexionar sobre «lo que nosotros estamos haciendo ahora», porque «la deshumanización es cosa del pasado y del presente». Sus palabras han sido rápidamente respondidas desde Israel por Amichai Chikli, ministro para la diáspora y el antisemitismo, que tildó a Glazer de «judío antisemita», abundando en la retórica de que ningún judío podría criticar al Estado de Israel. Chikli también le afeó la comparación entre nazismo y sionismo, que supuestamente banalizaría los crímenes del primero. Cosa curiosa, viniendo de un ministro que ha afirmado que la moderada Autoridad Palestina es «una entidad neonazi».
Pese al empeño belicista de cada vez más países, la 96.ª edición de los Óscar nos dejó una multitudinaria manifestación a las puertas del edificio por un alto el fuego israelo-palestino, así como la dedicatoria de su galardón por parte del actor principal de Oppenheimer: para todos aquellos que —aún en la situación actual— siguen trabajando por la paz.