Marine Le Pen y Jordan Bardella la noche dee las elecciones europeas, el 9 de junio de 2024

¿Por qué el Rassemblement National francés no libra la batalla cultural?

Es el poder cultural el que controla a los demás poderes. No puede haber victoria política duradera sin hegemonía ideológica

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«Es la octava vez que el apellido Le Pen es derrotado.» Recordemos esta frasecita de Éric Zemmour, sin duda  torpe, tras el fracaso de Marine Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2022. El pasado 7 de julio, Zemmour podría haber añadido una novena derrota a esta extraña lista de logros. La cuestión de saber si le Rassemblement National [Agrupación Nacional. En lo sucesivo, RN] superará el mal fario de las elecciones sigue abierta. Existen dos hipótesis: la del techo de cristal y la de la meseta. La primera postula que existe un umbral incompresible por encima del cual  el RN no puede subir; la segunda cree, por el contrario, que sólo es cuestión de tiempo y de ganancias marginales para obtener una mayoría. Entonces, ¿por qué no? Imaginemos, pues, como en los problemas escolares, que  el RN llegara al poder. ¿Sería realmente capaz de ejercer el poder? ¿Aceptarían los órganos del Estado, grandes y pequeños, obedecer a un ejecutivo «azul Marina»?

Entre las dos vueltas de las pasadas elecciones legislativas, todos vimos cómo el impulso electoral del RN, que hasta entonces había parecido irresistible, se rompía ante un insuperable alud «republicano»: un «cordón sanitario» que se volvió a formar espontáneamente y al que se sumaron los votos del Nuevo Frente Popular junto con el apoyo casi unánime de la sociedad civil. ¿Qué ocurrirá con este frente, aunque se resquebraje, si  el RN toma el poder? ¿Volverá a activarse, y bajo qué forma? ¿La extrema izquierda tomando las calles? ¿La desobediencia civil desembocando en el caos institucional? Es demasiado pronto para decirlo.

Todo el mundo es libre de especular sobre la naturaleza y la legitimidad de este cordón sanitario «republicano». Sin embargo, lo que debería cuestionarse son más bien las condiciones que lo hacen posible. Lo cierto es que con la naturaleza política ocurre como con todo lo demás: aborrece el vacío. Este cordón sanitario nunca habría alcanzado tal intensidad si no hubiera sabido aprovechar el aislamiento de l RN y su incapacidad para recurrir a amplios sectores de la sociedad civil para contrarrestar sus efectos. Ahora bien, es a la sociedad civil a quien le corresponde construir lo que Antonio Gramsci, el gran teórico del combate cultural, llamaba el «consenso-consentimiento». ¿Cómo hacerlo? Produciendo los enunciados de referencia, asegurando así la dirección de las mentes a través de lo que Gramsci denominaba los «aparatos de la hegemonía», pues la hegemonía no es otra cosa que la capacidad de transformar la ideología de un grupo social en creencias universalmente recibidas y que todos aceptan sin discernir.

Es este poder, el poder cultural, el que controla a los demás poderes. No puede haber victoria política duradera sin hegemonía ideológica. ¿Qué sería del poder político sin el poder cultural? Sería algo hemipléjico e impotente, sobre todo en las viejas democracias liberales, donde la sociedad civil está firmemente asentada y coproduce el poder político desde el siglo XVIII.

Desde hace algunos años se llevan publicando numerosos artículos que destacan la victoria ideológica del RN. Es un poco precipitado. A excepción del campus de Héméra, la escuela de formación y cultura política de RN, que se inaugurará en 2023, el partido de Marine Le Pen no ha hecho de la batalla cultural una prioridad, al menos desde que Bruno Mégret abandonó el partido en 1998. Tarda en llegar. ¿Dónde están los Sartre, Aragon, Yves Montand y Jean Ferrat del RN? En su momento, el PCF supo atraerlos.

Algunos dirán extraoficialmente que ser del RN es condenarse a la muerte social. Pero hay formas de evitarlo. La primera es crear un ecosistema militante. En la época de los megretistas[1], hace 30 años, lo que entonces era el Front National creó un Consejo Científico. Incluía a sociólogos de primera fila como Jules Monnerot y a una serie de académicos de renombre. Hoy, los resultados son escasos, si de deja de lado el ensayista Hervé Juvin y el politólogo Jérôme Sainte-Marie. ¿Dónde están los intelectuales orgánicos del RN, sus defensores mediáticos, sus embajadores culturales, sus conferenciantes, su aparato hegemónico, sus grupos de reflexión, sus periódicos, sus think-tanks, sus editoriales?

La misión de estas estructuras es crear y organizar la hegemonía cultural, de la que son mediadores privilegiados, favoreciendo la emergencia de una «nueva intelectualidad», es decir, de una contracultura. Es una tarea a largo plazo. Mientras tanto, el RN podría haberse apoyado al menos en los «intelectuales tradicionales», conservadores y católicos. Pero apenas lo ha hecho. Basta pensar en la negativa a escuchar a los zemmourianos y a los autores nacidos en la estela de la Manif pour tous[2]. Peor que un crimen, fue un error.

Se cita a menudo la entrevista que, en vísperas de las elecciones presidenciales de 2007,Nicolas Sarkozy concedió, al dictado de Patrick Buisson, al Figaro Magazine. En ella, el futuro presidente de la República hacía suyo «el análisis de Gramsci: el poder se gana a través de las ideas». Fue la primera vez que un hombre de derechas emprendía tal batalla. Nada parecido ha hecho el RN. El resultado es que aún no ha habido un momento gramsciano para  el RN, porque este partido pensó que podía prescindir de un «gramscianismo de derechas», a diferencia de Éric Zemmour o de Marion Maréchal, que siempre han asumido esta dimensión de la lucha política.

Una cosa es ser todopoderoso en TikTok,[3] y otra muy distinta ser un productor de ideas. Nadie niega la necesidad de comunicadores, pero éstos no pueden escribir el guion por sí solos. Para ello se necesitan muchas otras cosas, empezando por una teoría del combate cultural respaldada por un mecanismo operativo ad hoc. La caja de herramientas del RN no parece tenerlo. Para ponerse contento basta con tener electores, pero los lectores parecen estar de más en esta ecuación. Desde sus primeros éxitos,  el RN ha optado por prescindir de los organismos intermediarios, prefiriendo dirigirse directamente a sus electores y haciendo como si la sociedad civil no existiera. Pero la sociedad civil es una realidad con la que hay que contar, y el lenguaje que le dirigimos es ante todo metapolítico, es decir, ideológico. Sin esa herramienta, nos vemos reducidos a imitar el lenguaje de nuestro adversario.

Si se escrutan las insuficiencias del RN, uno llega a pensar que la principal debilidad de sus dirigentes parece residir en la precariedad de su estatus social, como si hubieran interiorizado su condición de dominados en casi todos los ámbitos, en los medios de comunicación, en los hemiciclos, en las universidades, etc. Al optar por el sigilo y el perfil bajo, el RN está consintiendo ser dominado en los discuros, del mismo modo que su electorado, el cual también está dominado, estigmatizado e inferiorizado, y no tiene ninguna contranarrativa en reserva para oponerse a la narrativa dominante.

Para comprender la situación del RN y dotarnos de los medios para reflexionar sobre la condición histórica de sus electores, debemos recurrir a los conceptos desarrollados por las ciencias sociales, todas ellas comprometidas con el wokismo y el izquierdismo cultural, para volver dichos conceptos contra el wokismo y el izquierdismo cultural. Los conceptos de «dominación», «discriminación sistémica», «privilegio», «invisibilidad», «política de reconocimiento» e «inclusión» están hechos a medida para  el RN. De hecho, votar a este partido no está asociado a ningún prestigio social. Al contrario, lo que domina las representaciones es la condescendencia, cuando no el desprecio, de una gran parte de la sociedad civil, que mira a este partido de lejos y de soslayo.

El núcleo sociológico del electorado del RN pertenece a las clases «bajas». ¿Qué es lo característico de estas clases? No tienen ninguna legitimidad cultural, hasta el punto de que son tan inaudibles como invisibles. Del mismo modo que existen ondas luminosas (infrarrojas, por ejemplo) que el ojo humano no percibe, existen categorías sociales que el ojo social no ve. Se trata de una forma de «daltonismo» (otro concepto de las ciencias humanas que puede ser mal utilizado).

Ninguna serie de Netflix o telefilme de France Télévisions presenta a estas categorías sociales. La televisión las desprecia con una buena conciencia que roza el racismo de clase. Arcom es el primero en saberlo, ya que realiza estudios sobre la representatividad de las categorías socioprofesionales en televisión (y no sólo de las minorías visibles, aunque sólo se hable de ellas). Los altos ejecutivos, que sólo representan el 10% de la población, constituyen el 65% de las personas que hablan en las cadenas de TDT. Mientras que los obreros, que representan el 12% de la población, sólo ocupan el 2% del tiempo de emisión. Los asalariados y las clases medias no están mucho mejor. Solían ocupar un lugar destacado en los programas de Cyril Hanouna, pero el regulador ha decidido dsesconectar el C8 y el TPMP, no sin cierta incoherencia, ya que es el primero en estar de acuerdo en que «la televisión presenta una imagen muy urbana de la sociedad». La ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos fue un buen recordatorio de ello, aunque a María Antonieta ya no le corten la cabeza, sólo el micrófono. Lo que conduce, volens nolens, al mismo resultado.

Así que se trata de un doble golpe para las clases populares. Privadas de expresión política por el cordón sanitario republicano, se ven privadas de expresión mediática. Así es como funcionan los Castores del aluvión político y los Pollux del filtrado mediático. Este proceso de invisibilización funciona a todos los niveles. Sorprendentemente, los dirigentes del RN están de acuerdo con él y no encuentran nada que oponerle. Es la otra cara de la estrategia de normalización: una forma de discreción social, de aquiescencia involuntaria, de socavamiento doctrinal, que redobla la invisibilidad que sufre la Francia periférica. En estas condiciones, no hay ninguna posibilidad de elevarse al nivel de la hegemonía cultural.

En la «dialéctica del amo y el esclavo», el filósofo Hegel demostró que el esclavo puede revertir contra el amo la relación de dominación, pero sólo con una condición: siendo activo, trabajando, transformando el mundo, luchando por el reconocimiento y la visibilidad. Éstas son las cuestiones que están en juego en la batalla cultural para la derecha. Ser más proactivos, más ofensivos, más contraofensivos. Sobre todo porque el cordón sanitario republicano acabará apareciendo como lo que es: una afrenta democrática, la de una casta sin aliento que está quemando sus últimos cartuchos. «Las fuerzas reaccionarias en el umbral de su perdición», decía Mao Zedong, « lanzan necesariamente un asalto final contra las fuerzas revolucionarias» .

[1] Referencia a Bruno Mégret, antiguo dirigente del Front National que encabezó una orientación opuesta a Jean-Marie Le Pen y acabó derrotado por éste. (N. del Trad.)

[2] ‘Zemmourianos’, alusión a los partidarios de Éric Zemmour, agrupados en su partido Reconquête!

‘La Manif pour tous’: las grandes manifestaciones que hace unos diez años sacudieron a Francia en protesta contra la oficialización del “matrimonio” homosexual. (N. del Trad.)

[3] Alusión al gran número de seguidores de Jordan Bardella, el segundo de Marine Le Pensamiento. (N. del Trad.)

 

 

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