Alegraos: tenéis más derechos

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Desde que en 1789 se redactó la autodenominada Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (todo en altisonantes mayúsculas), la carrera por el estampado en papel de “derechos” ha sido indetenible. Si bien se nos ha dicho que todas las Constituciones modernas tienen su fuente fecunda en la norteamericana de 1787, cuando observamos ese texto nos encontramos con unos pocos artículos de organización de los poderes estatales que en poco reflejan el deseo expositivo de las Cartas Magnas posteriores. Cierto es que una serie de enmiendas dejaron por escrito algunos derechos y/o garantías específicos. Por lo que, si nos detenemos a leer las Constituciones de nuestros países (la Argentina se remonta a 1853, y ha sido reformada o ampliada en seis oportunidades), comprobaremos que una larga serie de derechos “explícitos” conforman aquello que los juristas llaman “parte dogmática”, o inmodificable, aunque sí (por supuesto) ampliable.

De hecho, en la última reforma de 1994, la Constitución argentina incorporó todo un cúmulo de derechos y garantías que, de esta forma, forman parte del canon explícito de nuestra máxima ley. No piense el incauto lector que ello ha redundado en mayor seguridad jurídica, o en un mayor sustento coherente. A la vez que se garantiza el derecho a la vida desde la concepción, nuestro Congreso aprobó en 2020 la ley del aborto, o “interrupción voluntaria del embarazo” como se la caratuló de forma eufemística, sin que la ignorancia rozara, ni por un instante, a los y las legisladores de todas las bancas. Ya sabemos que izquierda y derecha son campañas publicitarias montadas para cinéfilos de la belle époque.


Pero no dedico esta notícula a revisar las leyes fundamentales,  sino el concepto de derecho que subyace en la mentalidad moderna y su vástago conocido como posmodernidad. Porque en ese batiburrillo de alegres enunciados (Brasil incorporó en su Constitución de 1988 el derecho “a la felicidad”) lo que resulta su sustento ideológico es la necesidad de reconocer para que se construya un discurso en torno a  ello, es decir, para que se arme un globo inflado de buenas intenciones arrojado hacia el infinito de una sociedad utópica (¡Oh, vieja enfermedad de nuestro tiempo!) en la que el ser humano sea narcotizado por la gnosis de su soledad onanista.

Aislado en su propia libertad, el individuo sin raigambre de ninguna clase

Aislado en su propia libertad, el individuo sin raigambre de ninguna clase (patria, familia, gremio, sociedad… en fin) toma esa declaratoria que le asegura de manera formularia que tiene entidad, que puede percibirse como le plazca, aunque la realidad (al menos por ahora) le demuestre su naturaleza negada. Si la revolución francesa quiso crear “ciudadanos” libres, ausentes de toda comunidad que no fuera la que el Estado imponía (¿te acuerdas, agudo lector, que se destrozaron las antiguas regiones autónomas y, con ello, la cultura variopinta de la antigua Francia?), lo que recibió a cambio el desolado habitante son unos papeles enunciativos de su desconsuelo particular. Se me argüirá en contra que se le reconoció su integridad física, o la abolición de todo tormento: que respondan a esa cuestión los miles de cuerpos cercenados por la máquina de Monsieur Guillotin, o los mártires de La Vendeé. 

La enunciación detallada de algo (en un  anhelo de abarcarlo todo) manifiesta en sí una oculta intención: puestos en letras de molde, los derechos son tantos que es natural que se conviertan en papel mojado. La misma democracia liberal (progresista, diríamos hoy) camina renqueando apoyada en báculos de intereses para nada democráticos. Pero, ahí están los derechos bien encuadrados en su caja de resonancia inservible. Los más felices son aquellos que se asumen como individuos de minorías hasta el momento “discriminadas” o bien, no reconocidas (no “visibilizadas” se suele decir) que salen del ropero con su galas de guerreros de la nueva sociedad atomizada. Y en esa feria ambulante de grupúsculos asumidos como ganancia del derecho, lo que resalta es una enorme orfandad; el ser humano, descentrado y sin trascendencia, sin principios o valores que lo exalten y lo eleven hacia su pertenencia a un orden mayor es un paria. Al volverse tan particular, la ley deja de ser universal para convertirse en un extraño mandato de desazones que niega la tan cacareada igualdad. Cuando las normas no son claras o, si se prefiere, transparentes para la mente común, lo que deviene es un pozo sin fondo del que no surge, exactamente, el mejor aroma. Felices de sus nuevos collares, los perros mueven la loca sintiéndose más libres. 

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