No parece un buen argumento —si no damos otro— para rechazar las recurrentes y pesadísimas acusaciones sobre la Conquista y demás, conformarnos con aludir a la progenie de conquistadores y pobladores del XVI y XVII, los actuales hispanoamericanos. Es escapista e incurre en una contradicción: si no asumimos lo malo, tampoco podremos reivindicar lo bueno como nuestro. Y hubo muchísimo, en un análisis global. Así pues, asumiendo «el relato de agravios», como gusta decir el nieto del santanderino, si se trata de hechos históricos probados, no de calentones bucales de demagogos, queremos ofrecer una botanita al presidente mexicano, en vez de propinarle una cachilada, como apetece a todo padre cuando un hijo consentido le suelta una impertinencia. Por consiguiente, aceptemos que la nuestra es una responsabilidad más moral que genética, como continuadores de la nación llamada España.
Pedimos perdón porque en 1536 Fr. Juan de Zumárraga fundara en México el Colegio para señores naturales, pagado por el virrey Mendoza. Se conoció la institución como Colegio Imperial de Sta. Cruz de Tlatelolco. En él se desempeñaron Fr. Bernardino de Sahagún y Fr. Andrés de Olmos y fue imitado en Tepozotlán, Puebla, Guadalajara, Valladolid (Morelia), Texcoco… Zumárraga estableció, también en 1536, la primera imprenta del continente, en un edificio que todavía subsiste, cerca del Zócalo.
Igualmente, pedimos perdón porque la Universidad de México se fundara en 1551 bajo el Patronato Real y siguiendo el modelo de Salamanca y Alcalá, con estudios de Filosofía, Artes, Teología, Derecho, Medicina; y por haber introducido Fr. Cervantes de Salazar -catedrático de Retórica en México y autor de México en 1554. Crónica de la Nueva España. Túmulo imperial de la gran ciudad de México- el pensamiento de Luis Vives.
Y pedimos perdón por el muy granado intento de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, para implantar la Utopía de Tomás Moro. Aun perviven —como los olivos multicentenarios que plantara en Tzin-Tzun-Tzan— los pueblos por él fundados para acoger y promocionar a los indios: ¡ese maravilloso retablo en la iglesia de Tupátaro, siglo XVIII, artesonado indígena, placita con soportales ocre y blanco! Y pedimos perdón porque el desarrollo de la ganadería, la agricultura y la minería favorecieron el auge de clases urbanas que, junto con el clero y la burocracia virreinal, promovieron las grandes obras y construcciones. Y ahí están, pese al deterioro, México, Morelia, Puebla, Pátzcuaro, Zacatecas, Guanajuato, Querétaro, San Miguel Allende, Veracruz y que superan a Toledo, Madrid o Sevilla.
En el siglo XVII, la Ciudad de México albergaba más habitantes que París, Londres o Roma.
En el siglo XVII, la Ciudad de México, como gran polo económico que era, albergaba más habitantes que París, Londres o Roma. Y en México se hallan las cuatro obras cimeras del barroco: el Sagrario de la Catedral metropolitana, el Colegio de los Jesuitas de Tepozotlán, el convento de Santa Rosa en Querétaro y la iglesia parroquial de Sta. Prisca en Taxco.
Y pedimos perdón por la mayor obra de etnografía y arqueología de nuestro siglo XVI, en tres idiomas (latín, español y náhuatl), la Historia Universal de las cosas de Nueva España de Fr. Bernardino de Sahagún; y por el gran erudito mexicano Carlos Sigüenza y Góngora; por Sor Juana Inés de la Cruz; por Juan Ruiz de Alarcón, de Taxco; por el libro-poema de Bernardo de Valbuena Grandeza mexicana (1604), donde establece el «Relato» del arte, las letras y la prosperidad de la urbe, visible, por ejemplo, en la Casa de Comedias de D. Francisco León (desde 1597) en la que actuaban tres compañías; y por el «Mercurio Volante» (1693), primer periódico de Hispanoamérica,(en 1737 le seguiría «La Gaceta de México»); y por la Escuela de Minería de México (1792), donde se desempeñaron Fausto de Elhúyar, descubridor del tungsteno y Andrés del Río del Vanadio. Y no hay espacio para «relatar» la admiración que el país causó a Humboldt por aquellas fechas.
Y pedimos perdón porque la población del virreinato de Nueva España (casi seis millones), en 1776, duplicaba a la de las colonias inglesas de Norteamérica y su desarrollo económico, técnico y cultural las superaba en todos los terrenos. Saquen las conclusiones de este pasado que no quieren recordar y cuidadosamente ocultan. De lo contrario, habría que responsabilizarse de lo sucedido desde 1821, sin colgar culpas a lejanos conquistadores. Verbigracia, en lugar de llorar por enésima vez por Cholula, llamar por su nombre al general Jesús González Ortega, buen liberal, que en 1857 saqueó la catedral de Zacatecas, o a quien entregó, en la misma ciudad (1862) el convento de San Agustín a los presbiterianos, que lo arrasaron.
Pedimos perdón por haber instituido el náhuatl y el otomí como linguas francas para la evangelización, lo que agrandó su papel y rango y su extensión por tierras que antes les eran ajenas. También por haber tenido un rey (Felipe II) que, contraviniendo las llamadas de oidores y virreyes para imponer en exclusiva el castellano, se inclinó por el parecer de los frailes (muy interesados en controlar el contacto con los indígenas) y favoreció el misionado sólo en idiomas locales (Cédula de 1565 a los obispos de Nueva España), hasta llegar a mandar: «No parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natal (…) no proveer los curatos sino a quien sepa la de los indios» (1596). Y así se siguió hasta fines del XVIII cuando a la vista de los notables problemas que presentaba el plurilingüismo (sólo en la diócesis de Oaxaca había dieciséis lenguas aborígenes) los obispos mexicanos Fabián y Fuero, de Puebla, Alvarez Abreu de Oaxaca y Lorenzana de México obtuvieron la Real Cédula de Aranjuez (mayo de 1770).
Pero no pedimos perdón por el desastre en que sumieron a sus países los criollos triunfantes en las independencias.
Pedimos perdón por haber sido los principales actores en el conocimiento global del planeta, facilitando la interrelación entre sus partes, con el Descubrimiento del Nuevo Mundo y con la primera circunnavegación del Globo y estableciendo la comunicación entre los diversos imperios y naciones de América que, con anterioridad, se hallaban incomunicados.
Y finalmente pedimos perdón por disfrutar con un mole poblano, un pozole taxqueño, unos chilaquiles y un chilpachole de jaiba, aunque después —provistos sólo con un estómago español— debamos pasar por la enfermería.
Pero no pedimos perdón por el desastre en que sumieron a sus países los criollos triunfantes en las independencias, al romper todo el sistema comercial y administrativo virreinal, para convertirse en cacicatos de millones de kilómetros cuadrados. Y basta por hoy de perdones.
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