Nación, nación, nación

La izquierda prefiere ignorar la palabra a la hora de referirse a España y por eso emplea la expresión “Estado”.

Compartir en:

Escuché y leí con atención el discurso de Éric Zemmour en Villepinte y también sigo con interés los discursos y consignas que lanzan los líderes de la derecha española tanto en los mítines como desde la tribuna del Congreso de los Diputados; pero he de decir que, aunque no me considero nacionalista, echo de menos más referencias a lo importante que es la nación.

Quienes habitamos Europa no tenemos excesiva consciencia de la importancia de vivir en una nación. Muchos majaderos han adoptado la frase de Rodríguez Zapatero según la cual “la nación es un concepto discutido y discutible”, y en España los únicos que hacen un uso irredento del término son los independentistas catalanes, que llevan (como los vascos) cuarenta años intentando construir su supuesta nación; aunque vendría bien que, de una vez por todas, se dieran cuenta de que no existe.

La izquierda prefiere ignorar la palabra a la hora de referirse a España y por eso emplea la expresión “Estado”, haciendo como que olvidan que no puede haber Estado sin nación. No me voy a enredar en disquisiciones sobre si el Estado de Palestina supone –o supuso– una excepción a la regla porque, aunque lo fuera, se trataría, como digo, de una excepción.

Para empezar por algún punto, recordaré que la mayoría de las constituciones de los países occidentales empiezan sus textos con la frase “la soberanía nacional reside en el pueblo”. Pueblo nacional, se sobreentiende. Por consiguiente, para poder determinar el sujeto político democrático no queda más remedio que apoyarse en la nación. De donde se colige que no puede haber democracia sin nación.

Además, resulta que los humanos tenemos la mala costumbre (digo “mala” porque si cada uno pudiera vivir por su cuenta, como Zaratustra en la montaña, acaso padeceríamos menos incordios por parte de los demás) de vivir en sociedad, es decir, en forma de comunidad. Los romanos dejaron escrito ubi societas, ibi ius, que significa que donde hay sociedad hay Derecho. La comunidad a la que viene referida el Derecho también es la nación. Es cierto que el Derecho se puede fragmentar en ramas y territorios y que dentro de un Estado pueden coexistir subordenamientos jurídicos. Tal es el caso de los federales y de los que, como España, se componen de Comunidades Autónomas (que en la práctica vienen a ser lo mismo e incluso más que Estados federados); pero estos subordenamientos adquieren su legitimidad del ordenamiento completo que es el Derecho nacional; el cual se apoya, en los Estados democráticos y de Derecho, en la Constitución; que, como señaló Hans Kelsen, actúa como norma fundante de todo el sistema. No obstante, en España parece que hemos aprendido a vivir sin fundamentos jurídicos, pues resulta raro el día que la Constitución no es vulnerada por el poder legislativo, por el ejecutivo o, a veces, por el judicial.

De manera que, a pesar del poco Derecho que nos va quedando, ni siquiera podríamos seguir teniendo el que resiste si no hubiera una nación, llamada España, que sirve de referencia a la hora de establecer dos cuestiones muy importantes: el territorio y los nacionales. Dicho de una manera clara y sencilla: el Derecho requiere un ámbito territorial sobre el que desplegar su vigencia (el territorio nacional) y unos ciudadanos a los que se aplica. Sin lo uno ni lo otro el Derecho se convierte en algo evanescente incapaz de ser aplicado.

También sucede que quienes conviven en un mismo territorio, con frecuencia, tienen disputas entre ellos y necesitan jueces y tribunales que las resuelvan, los cuales adquieren su competencia por derivación de las normas jurídicas nacionales del Estado. De modo que sería muy difícil (más bien imposible) pedir justicia si no existiera la nación.

El llamado Estado del bienestar del que tanto nos costaría apearnos a los europeos, tal y como su propio nombre indica, se basa en la nación. Porque, como he dicho, no puede haber Estado sin nación. Aquí no se cumple la excepción palestina, sea dicho sin acritud, porque los palestinos parece que nunca han tenido lo que se dice mucho “bienestar”, tanto si son nación como si no.

Una manera sencilla de dejar de pagar impuestos sería suprimir la nación, aunque tengo para mí que, en esto de recaudar, pronto los más fuertes se impondrían sobre los más débiles para cobrar sus alcabalas, diezmos, primicias y otros tipos de extorsión, tal y como ejerce la mafia allí donde se maneja al margen del Estado. Pero todos sabemos que sin impuestos nadie mantendría las carreteras, no tendríamos policías, ejército, sanidad pública, escuelas y universidades gratuitas o cuasi gratuitas, ni tampoco pensiones de jubilación.

Si, como acabamos de ver, la nación es tan importante, ¿por qué consentimos que se denigre y se debilite día tras día? ¿Por qué cuesta tanto hablar de ella y se la identifica simplemente con lo irracional?

El emotivismo se ha adueñado de la política y resulta difícil transmitir mensajes razonados, pero hay cosas tan sencillas que hasta las pueden entender los pueblos infantilizados. Cuando era pequeño, había un programa de televisión que se llamaba Barrio Sésamo. En un episodio titulado “El número 4” se explica a los niños qué significa esta cifra. Aparecen cuatro repartidores portando un enorme número 4 azul para entregarlo al dueño de un bar, llamado Desiderio. Éste, sorprendido por una entrega no requerida, discute con el jefe de los repartidores, el cual trata de convencerle de la importancia del número cuatro: “¡Ve esa mesa!, si no tuviera cuatro patas, ¿qué pasaría? ¡Ve ese perro!, si no tuviera cuatro patas, ¿cómo andaría? ¿Cuántas son las estaciones del año? Si no existiera el cuatro quizá no habría verano”. Al final, todos concluyen que “si no existiera el cuatro todo sería un desastre”. Pues lo mismo, ¿ves la soberanía nacional y la democracia?, ¿ves los hospitales, ves las universidades, quieres pedir justicia, necesitas que alguien te defienda frente a los criminales y que garantice tu jubilación? Si no hubiera nación todo sería un desastre.

Para ganar las elecciones, los líderes de la derecha, de la única y auténtica derecha, han de ser capaces de atraer no sólo a quienes ya creen en la patria. La historia, la tradición (por mucho que la nación, como decía Burke, consista en un vínculo entre generaciones), la épica y la defensa de los valores propios de la comunidad son argumentos muy poderosos para los ya imbuidos de patriotismo y del espíritu de nación. Sin embargo, hay otros que, sin estarlo, pueden entender que el único modo de mantener el status quo es mediante la defensa de la nación. Se debe apelar a los valores y la cultura; pero también hay que explicar con palabras claras y sencillas que cuando se ataca a la nación, ya sea haciéndolo contra sus símbolos, su lengua, sus instituciones y sobre todo su Derecho, no se agrede algo abstracto e impersonal, sino el modo de vida de cada uno de los que habitamos en ella. Por eso, aunque no sea más que por puro egoísmo, nación, nación y más nación.

Juanma Badenas es catedrático de Derecho civil de la UJI y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar