Con esta tercera entrega concluye hoy la entrevista de Alain de Benoist a Éric Zemmour.
Alain de Benoist: En su crítica de las identidades regionales y de los particularismos locales, cita usted la frase de Paul Morand sobre De Gaulle –“ese hombre de izquierdas que va a misa”– para reprochar al General su referéndum de 1969 sobre la descentralización, la regionalización y la participación social. Se expresa usted en un tono jacobino que obliga a esbozar una sonrisa, como si fuera aquel diputado Barrère que, ante el Comité de Salud Pública, fustigaba el federalismo y la “superstición” que hablaban bajo-bretón, la emigración y el odio a la República que hablaban alemán, la contrarrevolución que hablaba italiano, y el fanatismo que hablaba vasco. Ese diputado está en el origen de la ley que obligó a los profesores a “enseñar todos los días la lengua francesa y la Declaración de los Derechos Humanos”. ¿Cómo concilia su jacobinismo con su crítica de los derechos humanos?
Éric Zemmour: ¡Ah, ah, ah!... ¡Sabía que me iba a regañar sobre la cuestión de las las regiones! Mire, es innegable que la descentralización fue un desastre. Admito que tal vez no habría sido un desastre si se hubiera llevado a cabo de forma distinta y siguiendo otras opciones. Por desgracia, es un hecho: la descentralización ha creado un montón de taifas que han establecido el despilfarro como principio político, habiendo incrementado el gasto público y el déficit en proporciones mucho mayores aún que el gobierno central. Las organizaciones locales siempre se han adaptado a la tecnología. La ciudad era un ámbito apropiado para los campesinos, que iban a pie; la provincia para los caballeros, la región para las autopistas construidas por Georges Pompidou. Con el tren de alta velocidad e Internet ya no necesitamos las regiones, sobre todo porque no pueden competir con Estados federados como Baden-Württemberg y Baviera, que son en su mayoría antiguos reinos y ducados. La regionalización es un mito inventado por la tecnocracia francesa. Me temo que, al ritmo al que nos hundimos, sea Francia la que corra el riesgo de convertirse en otra Baviera, integrada en una gran comunidad europea. Estoy muy orgulloso de haber rescatado aquello que decía Mirabeau, señalando que ningún redactor de la Declaración de los Derechos Humanos y Cívicos “había pensado declarar los derechos de los cafres o de los esquimales, como tampoco de los daneses o de los rusos”. Voy a aventurar una conjetura cínica, como la que hice antes sobre la Europa carolingia. A partir de la Revolución, los derechos humanos y cívicos se han convertido en nuestra religión, la religión de Francia, protegida por los soldados del Gran Ejército y al servicio de sus intereses. Una religión que ha cumplido bien su papel. Era, por así decirlo, esa especie de suplemento espiritual que tan bien le queda a una dominación militar y política. Pero, bromas aparte, estoy a favor de la razón de Estado y no de que una religión o una ideología determine una política.
Alain de Benoist. “Allá donde fueres haz lo que vieres” es un proverbio popular que usted cita con frecuencia y que resume sus posiciones a favor del modelo de asimilación republicano . Pero si la asimilación hoy ya no funciona, ¿no es una prueba de que los principios “republicanos” ya no significan gran cosa? ¿No será que, en nombre de la República “indivisible”, se han destruido sistemáticamente la solidaridad orgánica y las culturas diferenciadas propias de las sociedades tradicionales, creando de tal modo el caldo de cultivo en el que se expande el individualismo depredador? ¿Basta olvidar la cultura nativa, negar la religión ancestral y tomar un nombre francés para hacer frente a los desastres de la inmigración incontrolada? Partiendo más o menos de la misma constatación que uste, el joven historiador belga David Engels explicaba recientemente que los problemas identitarios, migratorios, económicos y culturales de finales la República romana no eran, en realidad, muy distintos de los de la Europa contemporánea. Aquellos problemas de la República romana encontraron su “solución” política concreta en la ideología imperial creada por Augusto. La República francesa de principios del siglo XXI, deberá, como la República romana del siglo I a C, convertirse en “Imperio”?
Éric Zemmour: Abogo por el Imperio de 1800, aunque se trataba en realidad de un Estado-nación imperial. Francia nunca ha sido capaz de ser un imperio. Tiene toda la razón. El problema número uno es la demografía. Se asimila a los individuos, no a los pueblos. Y los pueblos están ahí, antes que los individuos. Las comunidades están ahí. Basta abrir los ojos. No van a desaparecer por arte de magia. Le concedo que el sistema republicano ha destruido lazos tradicionales en todas las regiones francesas, pero reconozca, por su lado, que hubo un tiempo, no tan lejano, puesto que ambos lo hemos conocido, en que existía un auténtico sentimiento de solidaridad nacional que compensaba la pérdida de las solidaridades regionales y locales. Recuerdo muy bien ese tiempo.
A diferencia de Italia, por ejemplo, la fuerza del Estado en Francia impide que el pueblo francés se defenda contra la inmigración excesiva. En torno a la inmigración hay fenómenos íntimamente unidos entre sí. En primer lugar, el exceso (el número) y la renuncia de nuestras élites a la política de asimilación, en nombre de una pretendida “integración”. Cuando Francia era realmente asimilacionista, la selección migratoria se hacía por sí misma. Los extranjeros que no podían o no querían asimilarse, se iban por sí mismos o eran expulsados. La aplicación estricta de una política asimilacionista soluciona en parte el problema de los flujos migratorios de la población. Hablando de la inmigración italiana en Francia, el historiador Pierre Milza da cifras particularmente reveladoras. Cito de memoria: tres millones de italianos llegaron a Francia entre 1870 y 1940. 1,1 millón se que dó para siempre. Dos tercios se marcharon. Como Francia era muy asimilacionista, muy exigente, hubo muchos –y era su derecho– que regresaron a su país. Si hubiéramos perseverado en esta dirección, el drama de la inmigración sería ahora mucho menos agudo.
Alain de Benoist: Hay algo que me llama la atención cuando viajo por Europa. Tal vez es subjetivo, pero me parece que los italianos son tremendamente italianos, como también lo son los alemanes y otros pueblos de Europa. Sin embargo, existe una increíble despersonalización de los franceses.
Éric Zemmour: Totalmente de acuerdo. ¡Los franceses han dejado de ser franceses! Cuando la cabeza, es decir, París, empieza a desmoronarse, todo se pudre. Los inconvenientes de carecer de Estado favorecen a los italianos, cuya sociedad puede defenderse mejor, mientras que no podemos defendernos porque el Estado todavía es bastante fuerte. Nuestras bazas centralizadoras se han vuelto contra nosotros. Esto no empezó ayer. Cuando el ejército de Napoleón llegó a Moscú, los rusos quemaron la ciudad y la guerra continuó. Cuando, dos años más tarde, los rusos y austríacos tomaron París, la guerra acabó de inmediato. Incluso Napoleón se dio por vencido. He ahí la enorme diferencia.
Alain de Benoist: Jean-Christophe Cambadelis, el primer secretario del PS, hizo recientemente esta asombrosa declaración: “Desde hace diez años, la izquierda tiene perdida la batalla de las ideas”. Al mismo tiempo, la derecha no ha brillado especialmente por sus cualidades en el debate intelectual. ¿Cuál es el gran ganador de los últimos diez años? Y a usted, durante estos diez años en los que ha estado escribiendo su libro, ¿qué autores le han influido o impresionado más?
Éric Zemmour: Entre los contemporáneos, Philippe Muray, Jean-Claude Michéa, Christophe Guilluy, Alain Finkielkrau. La revista Elementos, evidentemente, de la que he leído todos los números. Pero, paradójicamente, encuentro mi pitanza en los autores antiguos. Hay una libertad que se ha perdido por completo. Leo constantemente a los grandes autores del siglo XIX.
En cuanto a saber quién ha salido más beneficiado estos diez últimos años: nadie. Derecha e izquierda son estrellas muertas. De modo que el futuro está en manos de un gran partido único que, de Manuel Valls a Alain Juppé, pasando por François Bayrou, se oponga a un Front National que, por su parte, tampoco ha efectuado trabajo intelectual. Cuando en los años 70 uno había conseguido despertar a la Bella Durmiente, se constataba que algunas políticos estaban conectados con el trabajo intelectual de uno. Honestamente, aquel interés por las ideas ya no existe en nadie dedicado a la política. El nivel intelectual y de competencia de los políticos se ha reducido espantosamente. Los ministros son antiguos adjuntos parlamentarios, los primeros ministros son antiguos directores comerciales... El sistema político sigue funcionando, pero planeando en el aire. Estamos en un período de reconstrucción ideológica. Esto es doloroso de vivir y emocionante a la vez. Los que están perdiendo sus posiciones se hacen cada vez más huraños y rehúsan un debate en el que nada pueden ganar y tienen aún más que perder, como Navidad Mamère, que publicó un panfleto contra mí, pero se niega tercamente a discutir conmigo. La elección presidencial de 2017 será terrible. Todos lucharán por el mismo objetivo: proclamarse cualificados para hacer frente a Marine Le Pen. En éstas estamos…
(Traducción de José Vicente Pascual.)
Ilustración de la portada de Éléments: Patrice Reytier