Hay efemérides que merecen ser recordadas, máxime si sus protagonistas son héroes de otro tiempo que eligieron jugarse su vida terrena a cambio de una gloria inmortal. Hablamos de un gran torero, hablamos de Manuel Granero. Natural de Valencia, vino al mundo un 4 de abril de 1902. Alternó el 28 de septiembre de 1920 en la Maestranza de Sevilla, con padrino y testigo de excepción, Rafael el Gallo y Manuel Rodríguez Chicuelo. Confirmó alternativa un año más tarde, el 22 de abril de 1921, temporada en que se encumbró como figura del toreo, toreando 94 corridas. Ni Joselito en su año de alternativa.
Si Séneca el Joven hubiera vivido hace hoy cien años, nos habría hablado de virtud, victoria y gloria como los tres pilares básicos del buen torero. Las dos primeras muchos las consiguen. La tercera, sólo unos pocos. Podríamos preguntar a un torero: ¿eres grande, maestro? ¿Cómo lo sabremos si la fortuna no te ha dado la oportunidad de demostrar tu virtud? Toreaste mucho, pero no tuviste competidor; llevarás la virtud, pero no la victoria. ¿Cómo conseguir la gloria? A través de una virtuosa e incierta senda en la que jamás caminarás solo, pues llevarás por compañera a la buenaventura, caprichosa y cambiante, dadora de una felicidad efímera e inestable, pero también generadora de males e infortunios. Por mucho que haga el hombre, tan sólo ella otorgará o quitará la gloria al prójimo.
La Fortuna, o el Dios del birlibirloque, quiso que un 7 de mayo de 1922, alternando junto a Juan Luis de la Rosa y Marcial Lalanda, el toro Pocapena, de Veragua, asestara a Manolo Granero dos cornadas, la segunda mortal de necesidad. Hemingway explica en Muerte en la tarde que no vio nunca una muerte más terrible.
Llamado a suceder a Joselito, la casualidad le interceptó en la cuarta de abono de la feria de san Isidro. Una tarde que, como en todas, “Granero, que vestía flamante terno negro y oro, salió al ruedo con más voluntad que nunca y buscando un éxito que creía necesitar, dado el puesto que ocupaba en la torería”. Dejando a un lado la última faena de su vida, en la que no pudo lucirse debido a un bicho pegajoso y burriciego que no seguía el viaje marcado por el diestro, Manolo Granero lidió como en cada tarde, entendiendo la tauromaquia como el sueño artístico por el que vivía. Un sueño y un sino fatal que, desde meses antes, se le manifestaba tanto en pesadillas como en la superchería de Blanquet –el que fuera banderillero de Gallito– que auguraban lo que fatalmente sucedió.
¿Dónde habría llegado Granero si su camino y el de “Pocapena” no se hubieran cruzado? Quizá al Olimpo que tan pronto alcanzó, quizás no. Lo que sí es cierto es que Madrid fue testigo de la gloria de Granero, majestad únicamente alcanzable a través de una vida que solo puede explicarse a través de la muerte.
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