Las vacaciones navideñas no suelen ser muy filosóficas: nos deseamos felicidad sin haber reflexionado mucho qué significa tal cosa; nos auguramos prosperidad sin haber precisado de cuál hablamos.
Kant, por ejemplo, contemplaría escéptico nuestras felicitaciones: para él, la dicha era solo un fruto de nuestra imaginación, no de la razón. El escritor Jonathan Swift, por su parte, nos sugeriría algo más sencillo: en vez de desear días venturosos, se limitaba a recomendarnos vivir cada uno de esos días. O cada año. Y aquí entonces procede recordar a Sócrates, cuando hablaba de que una vida (y, por tanto, una jornada o un año), sin reflexionar es una vida (una jornada, un año) desperdiciados.
¿Qué filósofos nos pueden ayudar a no perdernos en 2023, a no perdernos 2023? Aquí van algunas indicaciones. La lista, eso sí, reconozco, se ha hecho sin atención a cuotas de sexo, de raza, de orientación sexual ni de nacionalidades; en eso se distingue de lo que el lector se encontrará en casi todas las facultades de Filosofía.
También en que los filósofos aquí incluidos lo son por méritos propios.
Y, también, en que se trata de una lista abierta: siéntase libre el agudo lector para añadir a la misma (en los comentarios, en redes sociales, en las charlas que acompañen el roscón de Reyes) uno, dos, treinta nombres. Filosofar es conversar.
Carl Schmitt
Hace años que este autor resulta aconsejable para entender lo que nos pasa; pero los últimos acontecimientos lo están tornando imprescindible. Atrás quedaron ya los tiempos plácidos de la posguerra occidental o de la Transición española. Esos tiempos en que partidos un poco más socialdemócratas o un poco más liberal-conservadores se alternaban en el poder, regulando aquí o allá la intervención del Estado en la economía, pero compartiendo un trasfondo de valores comunes y, en el fondo, aburridos: pluralismo político, tolerancia al diferente, negociación y pacto, Estado de derecho, mecanismos contramayoritarios, independencia de los órganos reguladores, constitucionalidad…
Muchos de los términos que acabamos de enunciar resultarán desconocidos para las más recientes generaciones, pese a que cada vez estén más politizadas. Y es que, para ellos, politizarse no ha sido asumir ese lenguaje, sino otro mucho más belicoso: vencer, derrotar, zasca, facha, rojo, o incluso, mucho más expeditivos, y con el diputado Joan Baldoví, mandar a la minoría política a callarse.
«Las raíces a quienes más ayudan es a los más débiles. Los ricos pueden permitirse el lujo de no tener patria», diría Ledesma Ramos.
Carl Schmitt vería como revelador todo esto: así queda expuesta la esencia de la política, que no es otra que tener claro quién es tu enemigo y quién tu amigo. Le guste o no a usted la política, amigo lector, igual que podrá o no gustarle la biología, lo cierto es que hay gente que ha decidido que usted es su enemigo, del mismo modo que hay virus que le atacarán sin preguntarle sus opiniones sobre el ARN. Y más vale que sea consciente de una y otra cosa.
Pero ¿qué ocurre si yo me niego a verlo así? ¿Y si no quiero considerar al otro como enemigo, porque me gustan más otras palabras: «conciliación», «concordia», «diálogo»…? ¿Y si creo en un paraíso terrenal en que todos nos pongamos de acuerdo con todos, en que la política ya se vuelva superflua, en que solo nos preocupe el crecimiento del PIB y contemplar la hermosa naturaleza? ¿Es que no puedo resistir, como alma bella, al ambiente cada vez más guerrero que me rodea?
Aquí conviene recordar una anécdota de otro filósofo, Julien Freund, discípulo de Schmitt. La narra Jerónimo Molina en su introducción a La esencia de lo político. Durante la defensa de ésa, que er su tesis doctoral, Freund recibió la crítica de uno de los creyentes en una política libre de hostilidades: Jean Hyppolite. Le disgustaba que la distinción amigo-enemigo fuera esencial a lo político: «Si usted tuviera verdaderamente razón —le dijo—, no me quedaría otra que irme a cultivar mi jardín».
Hyppolite era hegeliano; hoy les basta a muchos con ser «centristas» para tener similar opinión. ¡Con lo tranquilito que estoy yo en mi chalet, con mis niños y mis flores y la Constitución reinando! ¿Por qué he de reconocer que el mundo político está plagado de hostilidades?
Tanto para nuestros centristas como para Hyppolite la respuesta de Freund conserva su pertinencia:
Yo creo que usted está a punto de cometer un error, pues piensa, como todos los pacifistas, que es usted el que designa al enemigo. Usted razona que desde el momento en que no queremos enemigos, ya no los tendremos. Ahora bien, es el enemigo el que lo designa a usted. Y si él quiere que usted sea su enemigo, usted puede hacerle las más bellas manifestaciones de amistad. Pero usted es su enemigo desde el momento en que él quiera que lo sea. Y él mismo le impedirá cultivar su jardín.
No se las prometa muy felices, amigo lector, si piensa que en 2023 le van a dejar cultivar su jardincito tranquilo.
Simone Weil
Estudiar filosofía es lo más parecido a un tiovivo: tras conversar con Schmitt, acusado a menudo de nazi, puedes volverte hacia Weil, la pensadora francesa que se vino a España a combatir nuestra guerra civil del lado republicano. Bien es verdad que, como a otros grandes (Orwell, Hemingway), ese bando pronto la decepcionaría. Pero su vida entera (pasaría una temporada trabajando en una fábrica, solo por compartir los afanes obreros) nos testimonia que una chica muy de derechas, lo que se dice muy derechas, no fue.
Y, sin embargo, en ella detectamos una obsesión que hoy sólo parece recoger la nueva derecha: Weil recalcó siempre lo mucho que importan las raíces. «Echar raíces quizá sea la necesidad más relevante e ignorada del alma humana» llegó a afirmar. «Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro», aventuró.
En un mundo en que desde Bill Gates a Luis Garicano nos insisten en que hay que dejarse de ligazones con tu pueblo y ser cada vez más cosmopolitas; en un tiempo en que la Unión Europea nos recomienda olvidarnos de pronunciar la palabra «Navidad» al felicitar estas fechas; en un país, como España, en que aún muchos intelectuales creen que el mejor modo de combatir el secesionismo es machacar con que España es solo una Constitución o solo un DNI; en este 2023 Simone Weil se nos vuelve bien necesaria.
Pues ella también notó que «las raíces a quienes más ayudan es a los más débiles. Los ricos pueden permitirse el lujo de no tener patria», diría Ledesma Ramos, y Weil añadiría que «un patriotismo inspirado en la compasión confiere a la parte más pobre del pueblo un lugar moral privilegiado». Pues justo cuando estás necesitado es cuando más entiendes la «fraternidad real, cálida» que compartes con tus connacionales. Esa que a Amazon, Apple o Microsoft les interesará siempre menos, pues les bastará con que consumas, con que te obsesiones con tu bienestar individual, y ya está.
Curtis Yarvin
Si uno busca el nombre de Yarvin en la web, es probable que lo vea definido como «bloguero». Permítaseme aventurar que ese tipo de definiciones internáuticas no guardan rigor excesivo: a un humilde servidor ya le ha sucedido en varias ocasiones ser presentado como «tuitero». En todo caso, el dato proporciona ya una pista jugosa: Yarvin (también conocido por su seudónimo, Mencius Moldbug) es el único filósofo vivo de esta lista para 2023. No es que la cosa tenga una importancia especial: como diría Quevedo, en filosofía estamos habituados a vivir «en conversación con los difuntos» y a escuchar con nuestros ojos «a los muertos»; es decir, a leer las obras de nuestros interlocutores.
Y muchas son los que nos proporciona este norteamericano concreto. Concentrémonos para este año, que será electoral en España, en una buena explicación que nos otorga de un fenómeno que en nuestro país es, si cabe, más visible que en otros. Seguramente el lector ya lo haya notado. También Elon Musk. ¿Cómo es posible que el espectro político se desplace cada vez más y más a la izquierda?
Así, lo que antaño era considerado centrista, pasa enseguida a ser visto como derechista, o incluso de ultraderecha; lo que ayer decían solo unos cuantos exaltados izquierdistas, pasa enseguida a la izquierda política y, de ahí, al sentido común compartido por (casi) todos. Felipe González, que en 1982 era contemplado como un socialista contundente, hoy es para muchos progresistas un mero facha; Adolfo Suárez, que siempre le ponía el nombre de «centro» a sus partidos (UCD, CDS), es hoy ultramegafacha ya. En 1981, se opusieron a la ley del divorcio el antiguo PP (entonces llamado Alianza Popular) y buena parte de los diputados centristas; hoy, transcurridos 42 años, ni siquiera el partido al que muchos ponen el marbete de ultraderecha, Vox, propone abolir tales rupturas matrimoniales.
La izquierda tiene una explicación rápida para este fenómeno: «Claro, tenemos razón, es normal que la sociedad vaya poco a poco dándonosla». Reconozcamos que muy intelectualmente trabajada tal elucidación no es.
Curtis Yarvin la elabora más. Para él, la izquierda representa la abolición de las normas que nos preservan del caos; la derecha, su conservación y adecuación a los tiempos. ¿Cómo es posible, entonces, que en los últimos doscientos años hayan triunfado quienes han ido eliminando los diques que nos salvaban de la anomia? Esta pregunta exige una respuesta y una aclaración.
La respuesta es que el desarrollo tecnocientífico ha permitido que cosas que antes debían regularse con normas sociales, ahora se puedan desregular. Asfixiar con la almohada a tu madre cuando está enferma y desesperada resulta una opción barajable para muy poca gente; pero si desarrollamos un método que nos permita eutanasiarla de modo más frío (una aguja en el brazo, un líquido transparente, un sanitario predispuesto), se empieza a hacer posible una ley proeutanasia como la que rige en nuestro país. Otro tanto cabe decir de los «avances» a la hora de cometer abortos. Asimismo, a nadie se le oculta que la llegada de los anticonceptivos implicó un cambio de las normas sexuales; o que el desarrollo económico permite ser más laxos con vicios que antes pondrían en jaque la supervivencia de una sociedad; o que las aplicaciones informáticas han cambiado las normas de cortesía que regían entre la gente educada. Cuanto más avance la ciencia y la técnica, veremos cosas que antes nos parecían impensables aceptadas por más y más.
Ahora bien, si todo se quedara en un «la ciencia nos permite ser cada vez más izquierdistas», las tesis que estamos exponiendo se asemejarían a una loa de tal tendencia política; y Yarvin suele ser acusado del extremismo contrario. Así que hay que plantar cara a una aclaración acuciante: ¿de veras es tan buena la sociedad que vamos construyendo así?
Miremos los datos del año que recién ha terminado: en España, de cada 35 personas con las que convivimos, al menos una padece una enfermedad mental grave. El consumo de psicofármacos ha crecido un 40% en solo una década. Por cada cien habitantes, se ingieren más de 9 antidepresivos al día. Algunos de nuestros actuales gobernantes (creo que Beatriz Gimeno ha sido reveladora en este sentido) tienen al menos la honradez de confesarnos que sus vidas están hechas un auténtico desastre; el interrogante que surge entonces es por qué están tan empeñados en (mal)gobernarnos la vida a los demás.
En las relaciones de pareja la cosa no parece estar muy boyante tampoco: según la plataforma YouGov, solo el 25% de los españoles está del todo satisfecho con su vida sexual. Ya comentamos en un anterior artículo que se trata de un fenómeno que desborda nuestras fronteras y que afecta sobre todo a las jóvenes generaciones. Las aplicaciones de ligue (otro de los avances tecnológicos de que habla Yarvin) han hecho que unos pocos tengan mucho sexo, mientras que muchos se queden con poco o ninguno: Vilfredo Pareto se ve corroborado ahí. Proliferan por tanto los incels (célibes involuntarios), sobre todo entre los jóvenes varones heterosexuales, a los que a su vez se criminaliza desde la izquierda como violadores potenciales, maltratadores potenciales y machistas actuales. ¡Feliz Año Nuevo!
Como diría Quevedo, en filosofía estamos habituados a vivir «en conversación» con los difuntos y a escuchar con nuestros ojos «a los muertos»
Podríamos seguir cuestionando que el desplazamiento constante hacia la izquierda haga nuestras sociedades más felices; pero acaso el lector esté temiendo que este artículo, que empezó cuestionando las felicitaciones navideñas, vaya a acabar así, augurando infelicidades. Lo cual acaso sea excesivo, por muy filosóficos que queramos ponernos. Pasemos, pues, al cuarto y último filósofo que nos vendrá bien para este 2023, y que, sin alharacas, un poco el ánimo nos levantará.
Hans-Georg Gadamer
Permítame el lector una confesión personal. Estudié Filosofía. Durante buena parte de mi carrera, sobre todo antes y después de redactar mi tesis doctoral, dediqué abundante tiempo a este filósofo alemán, que en 2002 fallecería con 102 añitos de edad. Me gustaba el modo en que «urbanizaba» (la expresión es de Habermas) a otros filósofos más agrestes, como Heidegger y Nietzsche, sin perder lo más estimulante de éstos. Eso sí, había un problema en Gadamer: parecía un filósofo sólo útil para amantes de las Humanidades; no parecía que viniera a resolver problema acuciante alguno de nuestra sociedad.
Veintiún años después de su muerte soy el primer sorprendido de cuán errónea se ha revelado tal impresión. De repente, muchos de los problemas que han venido surgiendo en este articulito hallan en él buenas vías de salida.
Gadamer nos enseñó sobre todo por qué merecía la pena leer a señores (las actuales profesoras woke los llamarían señoros) de hace quinientos, mil, dos mil años. Si apenas puedo compartir nada con mi vecino de comunidad, del que sólo sé su nombre porque figura en su buzón, ¿acaso voy a poder compartir algo con un tipo que vivía en Atenas, vestía túnica de lino y hablaba una lengua que ya ni se enseña? Gadamer nos explicaba por qué esto era así; es más, por qué, tras esa lectura, vas a tener más cosas en común con él que con el vecino del nombre grabado en el buzón de tu portal.
No se trata, pues, de negar la enseñanza schmittiana: la política puede seguir siendo un lugar de hostilidades, pero hay algo más que política. También podemos recoger el reto de Weil: si queremos recuperar raíces, nada mejor que conocer la que los clásicos nos han legado. Y Gadamer compartía con Yarvin (y con Heidegger) la desconfianza ante un mundo cada vez más regido por la técnica: en vez de tragarte tres orfidales para soportar tu vida, ¿qué tal si aprendes un poco a vivir charlando con los grandes que ya vivieron antes que tú?
Aprovechemos 2023 para hacer, pues, como Quevedo: conversar con los difuntos y escuchar con nuestros ojos a los muertos. Es momento de volver la mirada atrás. Aunque solo sea para luego intuir mejor qué nos viene por delante. Y es que también nos lo advirtió ya Quevedo: «Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos / (…). Si no siempre entendidos, siempre abiertos, / o enmiendan o fecundan mis asuntos; / y en músicos callados contrapuntos / al sueño de la vida hablan despiertos.»
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