Hay que andarse con ojo, no vayamos a ir por la vida de rebeldes con causa y críticos del sistema, pero luego sólo valoremos a los escritores y pensadores que reciben premios oficiales y/o a los que copan la lista de autores más vendidos. Si aspiramos a pensar por libre, tendremos que ir a los márgenes. En la Rusia soviética tenían esa belleza heroica de la resistencia intelectual que era el samizdat, esto es, los libros o poemas que circulaban o bien de boca en boca o en manuscritos o, en el mejor de los casos, en copias con papel carbón. Hoy y aquí, lo que tenemos son pequeñas editoriales que se atreven a publicar libros insólitos. Es el caso de Fragmentos (Sindéresis, 2017) de Carlos Marín-Blázquez (Cieza, 1969).
No sólo es el primer libro de un autor ya maduro ni sólo ha salido en un volumen de título, tamaño y diseño discreto, casi de camuflaje, en una editorial independiente, sino que el autor no levanta la voz en sus aforismos para hacerse oír ni dice cosas que vayan a halagar a quien pudiera ponerle un altavoz ni se preocupa siquiera por ser demasiado original.
Incluso, en un primer momento, tanta sombra del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila asusta al lector que teme vérselas con un epígono. Véase un ejemplo. Dice Carlos Marín-Blázquez en su aforismo número 134: “El que dice ir en busca de sí mismo no ha ponderado los riesgos de encontrarse”. Trae inmediatamente a nuestra memoria el escolio de Gómez Dávila que reza: “El castigo del que se busca es que se encuentra”. Pasada la suspicacia inicial, pronto se entiende que estamos ante un pensador que no teme descubrir sus fuentes. Él mismo ha dicho: “Nos reconciliamos con nuestra insignificancia cuando confesamos de qué voces proceden nuestros ecos”. Esas fuentes son más variadas de lo que parecen. Así damos con ecos de Donoso Cortés en frases como ésta de Marín Blázquez: “Nuestra época improvisa curas para mitigar males cuya existencia niega”. De Chesterton: “La virtud es subversiva desde que los vicios se volvieron respetables”. Del marqués de Tamarón: “El que aborrece la hipocresía es porque no ha reparado en el número de lacras cuya contemplación le ahorra”. Hay hasta ecos dantescos: “Temamos la mañana en que, al despertar, la acariciadora envoltura de la luz nos deje indiferentes” [contrástese con los versos 121-2 del Canto VII del Inferno].
Marín-Blázquez puede acoger tantos ecos en su colección porque tiene una voz propia. Construida, sobre todo, por un hecho capital: ha cambiado la perspectiva y, como él advierte, “El individuo lúcido ya no avisa. Constata”. Tenemos la impresión de que avisar era más fácil. No sólo porque resulta menos arriesgado ser profeta que acusador, sino por una cuestión intelectual: es más difícil ver el bosque del presente dentro de su propio laberinto de árboles. El gran mérito de este libro es que hace un diagnóstico completo de la situación sincopada actual. Por eso, la colección se llama Fragmentos.
De la política constata que:
Cuanto menos se exige del individuo, más fácilmente se le somete.
Su superioridad técnica le sirve a Occidente, por ahora, de respiración asistida.
Las obsesiones del político son meramente numéricas.
Pocos de los problemas cuya solución se encomienda a la política existirían sin la política.
A la sociedad en su conjunto le hace un retrato minucioso:
La barbarie contemporánea tiene progenitores instruidos.
Cuando ya no hay de qué apostatar, la civilización perece.
Al conformista de hoy se le distingue por sus poses transgresoras.
Nuestra época se afana en arrebatarle al hombre su privacidad. Consecuentemente, se hace necesaria la transformación de cada enclave recóndito en una porqueriza.
La cortesía es signo de contradicción frente al mundo.
Nada iguala al tedio de una vida sin interrogantes.
Es a través de la desmedida ingesta de píldoras sentimentales como esta cultura ha elegido suicidarse.
Su crítica no es dispersa. Apunta en todas las direcciones porque es un maestro en extraer consecuencias y corolarios, pero en el centro de su diana está la Modernidad. Como numera los fragmentos y el libro tiene 700, pronto empecé a preguntarme cuál tendría el sutil deshonor de ocupar el puesto 666. Éste: “La Modernidad nunca se propuso liberar al hombre. Tan sólo comprarlo”. Es una idea central:
La modernidad es enemiga de lo que dura.
Nuestro tiempo diluye el mal en un océano de verborrea.
Nada más ajeno a la mentalidad contemporánea que la disposición a aceptar la autoridad que emana de una palabra noble, limpia, inequívoca, superior moralmente.
No se necesitan censura ni represión cuando la gente sólo aspira a divertirse.
No piense el lector que va a poder regodearse impunemente en la crítica pública y social. Carlos Marín-Blázquez sabe que el verdadero campo de batalla está en el alma de cada cual, y muchos de sus fragmentos son una llamada al afinamiento del espíritu. Esta moralidad sin moralismo es uno de los máximos valores del libro:
Es íntegro quien acata exigencias que sabe que sus contemporáneos nunca le harán.
Adonde nunca podremos llegar sólo por nuestros medios es, precisamente, adonde tenemos el deber de llegar.
Al alcance de la persona no está cambiar, sino convertirse.
El mezquino se consume en el aborrecimiento a los mejores.
Sin una pizca de ingenuidad, todo acaba oliendo a estiércol.
Codiciamos, aborrecemos, envidiamos… Mientras se extingue la luz irrepetible de esta hora.
Dichosos quienes custodian, todavía, algún reducto intacto.
Sería un comentario parcial de estos Fragmentos no detenerme, deslumbrado por la clarividencia de sus juicios, en la elegancia de su dicción precisa. Por aquellos fragmentos en los que habla de literatura, se sabe que él sabe lo lleva entre manos:
El mérito de la frase estriba en lo que su autor descarta.
Todo lo importante se propaga en susurros.
Una palabra sólo nos conforta si primero nos ha quemado.
Lo anecdótico es el lugar de los esclarecimientos súbitos.
En la fusión de una visión muy crítica de la sociedad con un amor muy intenso a la literatura y, sobre todo, al alma, surge lo más valioso de este libro: su esperanza insobornable en el ser humano individual (“La individualidad —que no el individualismo— es el fortín del ser”). El pensador Marín-Blázquez tiene tanto de lirismo como de épica:
Un atisbo de pudor en un rostro adolescente nos recuerda que no todo está perdido.
Para que el signo de una vida cambie, basta que una brizna de belleza se pose sobre un corazón en letargo.
El elemento aristocrático es transversal a la división en clases sociales: emana del decoro del pobre lo mismo que de la templanza del rico.
La libertad sirve para decidir bajo qué amparo nos ponemos.
Vivimos para merecer la gracia de un solo instante de redención.
“El ruido que produce esta sociedad es menos dañino por las majaderías que difunde que por impedirnos escuchar ciertas voces”, escribe Marín-Blázquez, sin darse cuenta de que ha escrito la idea esencial de cualquier reseña que se le dedique. Su voz es una de las que tenemos que esforzarnos por atender.
© Milenio
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