El filósofo francés Michel Onfray es bastante conocido dentro del mundo de habla hispana. Muchas de sus obras han sido traducidas. Incluso ha sido referenciado frecuentemente por el progresismo vernáculo. Como siempre, sus obras despiertan admiración y repudio a la vez. Quizás, esta última a la que me voy a referir, se trate del segundo caso.
En efecto, Onfray publicó, el pasado año, su Théorie de la dictature précédé de Orwell et l’Empire maastrichien [Teoría de la dictadura, precedido de Orwell y el imperio de Masstrich], París, Editions Robert Laffont. En esta obra afirma que hoy, en los países democráticos, se ha establecido una nueva dictadura.
Esta dictadura a la que hace referencia se caracteriza por los aspectos que siguen. Ellos son: destruir la libertad, empobrecer la lengua, abolir la verdad, suprimir la historia para poder reescribirla a voluntad, negar la naturaleza y propagar el odio.
El común denominador de este nuevo mundo progresista es su fuerte componente nihilista. Refiere el autor, conocido por su confesado ateísmo: "El progresismo se ha transformado en la religión de una época privada de experiencias de lo sacro, se ha convertido en la esperanza de estos tiempos desesperados, de una civilización sin fe".
¿Cómo se ha llegado a esta situación de barbarie cultural?
El pensador francés expresa que, luego de 1969 (cuando De Gaulle deja la presidencia), el poder político francés se parte en dos. Por un lado, los seguidores de De Gaulle; por el otro, los simpatizantes de los comunistas. Los primeros se quedan con la economía y las competencias estatales; los segundos (obviamente) con la cultura.
Estos últimos conquistan el monopolio cultural a la par que empiezan a crear un relato. Poniendo en sordina su colaboración con el régimen nazi durante la ocupación, inventan que fueron fusilados 75.000 hombres del partido. Estos serían, de acuerdo a la nueva historia, los verdaderos héroes antinazis.
Como nota pintoresca, Onfray refiere que este mismo partido comunista era contrario al aborto y a la contraconcepción en virtud de no querer que la mujer comunista fuera conducida a transitar por la vida disoluta de los burgueses.
En los países democráticos se ha establecido una nueva dictadura
Sin embargo, este poder político-cultural durará poco tiempo. Después de 1968, las filosofías estructuralista y deconstructivista comienzan a hacerse hegemónicas.
Idea vs. realidad
Para el estructuralismo, refiere Onfray, la idea es más verdadera que la realidad. Esta desnaturalización opera en el lenguaje con Barthes, en la antropología con Levi-Strauss, en psicología con Lacan, en la historia con Althusser, en la sexualidad con Foucault, en la racionalidad con Deleuze, en el ámbito de la verdad con Derrida. El nihilismo deconstructivista, pues, reemplaza al materialismo dialéctico.[1]
Ahora bien: el principal enemigo de esta dictadura cultural es el pensamiento. El que pretenda pensar de modo diferente se convierte en un sospechado. ¿Cuándo sucede esto? Cuando alguien pretende pensar por sí mismo y comienza a ver la realidad de las cosas. Cuando se decide a dar el nombre justo a esas cosas. Cuando afirma que las verdades serán siempre verdades.
Como podrá advertirse, sólo el poder dictatorial progresista puede determinar qué es y qué no es verdad.
La nueva dictadura reprime a través del aparato jurídico, dictando leyes favorables al nuevo absolutismo. Al propio tiempo, lleva a cabo una revolución cultural. Esta última se hace efectiva instrumentalizando a los medios de comunicación, empobreciendo la lengua y reescribiendo la historia. Será necesario, a tal efecto, crear una nueva lengua con el objetivo de reducir la gama de pensamientos.
“Modernización”
De este modo, el pensar peligroso morirá porque carecerá de palabras para expresarse. Esta nueva lengua, bajo el imperativo de la “modernización”", hará imposible que el hombre pueda acceder al pensamiento clásico. Al destruir la posibilidad de la memoria se podrá inventar un nuevo sistema simbólico acorde a la dictadura progresista.
Este ataque a la lengua, nos dice Onfray, comienza en la escuela. La propia escuela procedió a destruir un método de lectura que había probado su eficacia a través de muchas generaciones. Luego lo reemplazó por sistemas sacados de las ciencias de la educación: métodos dañinos para los alumnos, puesto que rompen los mecanismos de leer, escribir, contar y pensar.
A su vez, se desalentó completamente la memoria. El objetivo, para el filósofo francés, es claro: “construir seres adultos vacíos y chatos, estériles y privados de profundidad, totalmente compatibles con el proyecto post-humano”.
Onfray califica a este régimen progresista de “descerebrado”. Crece el analfabetismo, incluso en aquellos que han superado la enseñanza superior. Los profesores leen menos y se encuentran incapacitados para entender textos de cierta complejidad. Por esta razón refiere: “Esta aversión respecto al libro y a lo escrito, respecto al autor, a la ortografía, al estilo, a la gramática, a la sintaxis, a la literatura, a las obras maestras, a los clásicos, pero también al vocabulario, ha permitido formar una cadena de gente ignorante y sin instrucción, gente analfabeta y atrasada.
“Nuestra época es la época del odio”
Es bueno buscar entre esos militantes de la ignorancia a los pedagogos de los niños de hoy y de los adultos del mañana. ¿Qué hay mejor en la carrera de un solo imbécil en la instrucción pública que construir una, dos, directamente tres generaciones de imbéciles?”.
La historia no queda indemne. Ésta ya no se construye gracias a las obras de estudiosos que trabajan sobre archivos, documentos y testimonios. Los nuevos “historiadores” creen que la verdad ya ha sido preconfeccionada por algunas personas avaladas por la dictadura progresista.
Las cuestiones de género o del sexo ya no se plantean en términos de naturaleza, sino de cultura. Y afirma sin ambages: “Que la naturaleza se oponga a la cultura es la primera estupidez que impide pensar”.
Finalmente, esta ideología opresiva y progresista cultiva y alienta el odio. “Nuestra época es la época del odio”, dice. Es contraria a la tolerancia. La tolerancia sólo debe tenerse en cuenta para con los progresistas, o sea, para con aquellos que piensan del mismo modo. El alma de estos progresistas ha convertido al vicio en virtud.
Moneda de intercambio
Gracias a la desaparición de la moral tradicional, el odio pasa a ser la moneda de intercambio. Usando el descrédito de las personas, se cancelan discusiones, se oblitera el intercambio de ideas, se tapona toda posibilidad de diálogo. Refiere Onfray: “En el ámbito de la cultura postmoderna, el odio es reservado a quien no se arrodilla delante de las verdades reveladas de la religión que se autoproclama progresista”.
Como cierre de este lúcido y valiente texto, concluye: “No estoy tan seguro de querer ser progresista. Y creo que ni siquiera el burro Benjamín de Rebelión en la granja lo hubiese querido ser”.
[1] Véase al respecto, el libro de François Bousquet, El puto san Foucault. Arqueología de un fetiche, Madrid, Ediciones Insólitas. Aquí entrevistado el autor por José Javier Esparza en El Toro TV.
Carlos Daniel Lasa es doctor en Filosofía
de la Universidad Católica de Córdoba, Argentina.
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