La lengua secuestrada

 “Elles” quieren que pensemos mal, porque la manipulación se torna juego rentable cuando un pueblo renuncia a su identidad.

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En ciertas tardes, la Providencia suele filtrarse en el desorden de esta casa atiborrada de libros y con su dedo de luz señala alguno de los anaqueles de la biblioteca. Un sábado de junio, mate en mano y soledad a cuestas, me detuve en esa luz dorada que se posaba sobre un antiguo libro teñido de colores sepia, ese tono que patenta de modo irrevocable el paso del tiempo. Me acerqué hasta él y leí La empresa de ser hombre, y más abajo, Pedro Laín Entralgo. El título me pareció demasiado épico para una personalidad melancólica como la mía, una personalidad que ha hecho del silencio su retiro cotidiano. No obstante, un resabio de buenas lecturas en torno a los fenómenos de la espera y la esperanza me hizo tomar el libro dejando allí el hueco que entre los tomos apretados evoca siempre una falta o una resurrección. Y aquí estoy, hallando en el médico de Teruel la causa eficiente de este breve artículo.

El 12 de octubre de 1955, en Barcelona, Pedro Laín Entralgo lee un discurso de su puño y letra titulado “Lengua y ser de la hispanidad”. En esa breve alocución, Laín evoca la unidad espiritual de España e Hispanoamérica a través de la lengua, elemento medular en la constitución anímica de los pueblos. Escribe nuestro autor:

Una lengua es, ante todo, un hábito de la entera existencia del hombre, una sutil impronta que nutre y conforma la mente y la vida de quien como suya la habla”.[1]

Esta aseveración constituye el núcleo de mi meditación: si hablas mal, piensas mal.

En el primero de los ensayos que conforman la obra En torno al casticismo (1895), titulado “La tradición eterna”, don Miguel de Unamuno sostiene que la lengua es “el vestido transparente del pensamiento”[2] y creo que es realmente así. Conforme a nuestra condición humana, a nuestra contextura espiritual, la relación entre pensamiento y lenguaje es decisiva, no sólo para el ejercicio de la vida en comunidad, sino para la prosecución y la conquista de un estilo propio. Efectivamente, una lengua es mucho más que una herramienta de intercambio conceptual, de vivencias y de anhelos. Una lengua expresa un modo de ser en el mundo, un perfil y una misión.

 Laín Entralgo se demora en una expresión trivial de uso cotidiano y afirma, por ejemplo, que nuestro “hace buen tiempo” no es casual, sino que lleva una impronta ética. El decir, en cambio, “¡que tengas bello día!”, suena  a veces forzado y teatral, como buscando una sonoridad en las palabras. El pueblo llano, el hombre del terruño, se inclina siempre por la expresión ética más que por la estética. Es más, su estética surge de la simplicidad de lo auténtico.

El idioma español ha sido forjador de un espíritu que ha desbordado su propia geografía. Es abismal pensar que si uno monta una bicicleta en el extremo sur de la República Argentina, puede llegar a la frontera norte de México hablando la misma lengua. En este elemento se asienta y expresa la impronta hispánica y el concepto, olvidado ya, de “Patria Grande”. Cuando los bienpensantes de turno proscriben el día de la Raza para llamarlo “de la diversidad cultural”, ignoran en su miopía intelectual que cuando decimos “Raza” no nos anima ninguna impronta biologicista. “Raza” es para nosotros una fisonomía espiritual. Por lo demás, ¿cómo vamos a desdeñar desde esta inmensa y rica Hispanoamérica a las distintas culturas? Pero preferimos hablar de interculturalismo más que de multiculturalismo, porque vivimos entre culturas, pero creemos en la unidad de las comunidades nacionales y no en la dispersión amorfa del relativismo.  

Laín Entralgo, luego de afirmar que sobre la inevitable diversidad del habla popular, un común idioma literario unificó a filipinos, hispanoamericanos y españoles, se pregunta, con mirada retrospectiva, lo siguiente:

 ¿Seguirá ocurriendo lo mismo cuando, tras la emancipación, sientan los pueblos de Hispanoamérica el urgente, el bien explicable deseo de afirmar su propia personalidad?[3]

Para responder a este interrogante, Laín se demora en una figura controversial de la historia y la literatura argentina: Sarmiento. Cuentan que Sarmiento se jactaba de haber atravesado España con las ventanillas clausuradas, pues según el sanjuanino, nada le interesaba de aquellas tierras, tan refractarias al progreso. Es una tara de las tantas que han tenido los hombres del siglo XIX, esa vocación inauténtica de ser empecidamente otros, de librar combates contra su propia identidad. Ahora bien, cuando Sarmiento escribe, parece por momentos el dueño del idioma. Laín nota este elemento y luego de evocar el gran inicio del Facundo[4], concluye: “No hay, no puede haber duda: el rebelde contra Castilla acaba siendo un brioso galán de su idioma”.[5] El castellano nos conforma, nos nutre y nos hace elocuentes con esa íntima belleza que porta, y lo hace incluso, en algunas ocasiones, cuando se reniega de él.

Lo cierto es que clima, suelo y paisaje, más las vivencias compartidas de una incipiente historia común forjan en esta parte del mundo un lenguaje que, bebiendo en sus fuentes castellanas, se distancia de él. La literatura gauchesca rioplatense –el Santos Vega de Ascasubi o el Martín Fierro de Hernández– traen las originales expresiones lingüísticas de este nuevo hombre. Ya entrado el siglo XX, con la mixtura que le es propia, lo hispanoamericano y lo clásico, el parnaso y París, darán por resultado un producto sobrecogedor, el modernismo de Rubén Darío tallado con pluma india y a la par, el ensayo potente de Rodó, el fuego de Lugones o la palabra penetrante de César Vallejo, entre otros.

Ahora bien, Laín Entralgo sabe, por sesudo y porque ha sido un estudioso de esa coyuntura histórica, que entre las primeras expresiones literarias hispanoamericanas y las vanguardias del siglo XX, media un paso obligado, sin el cual nada puede hacerse inteligible en el decurso de la hispanidad: el 98. Sobre este mojón histórico escribe Laín:

En 1898, España queda a solas consigo misma. […] Siente no más que su propia soledad, su triste y vencida soledad, y en ella y desde ella se apresta a iniciar una vida nueva: una vida más sobria, más acendrada, más conocedora de su propia realidad, más atenida a sus verdaderas posibilidades”.[6]

La expresión concreta de este cuadro que traza Laín Entralgo se observa en el lenguaje literario de los hombres del 98. Gana escena un castellano sencillo, localista por momentos, sin suntuosidades grandilocuentes. Desde el aguijón de Unamuno hasta la espada bífida de Ramiro de Maeztu, desde el refugio castellano de Azorín, cronista del tiempo y de la huella que éste deja en las cosas, hasta la agria soledad de Baroja, desde el retrato poético de Machado hasta Valle-Inclán, ese “hijo pródigo” del 98 –al decir de Pedro Salinas–, cuyo estilo decantará en la mueca irónica de sus esperpentos, donde los espejos cóncavos reflejan a una España herida en su intimidad.

Existe una simbiosis entre España e Hispanoamérica, y ello sucede, según Laín, “por obra de los profundos hábitos de un idioma común”[7]. La tesis central de nuestro autor es que tres son los elementos constitutivos de la cultura hispánica: el primero, la lengua, recia y delicada, flexible y diversa en sus giros locales. El segundo, una común idea del hombre, la afirmación de la entidad inalienable que es la persona individual. Por último, la trascendencia frente a la limitación del mundo visible.

Y nos deja Laín, una pregunta doliente a la luz de nuestro tiempo:

¿Seremos capaces de convertir la diversa unidad de nuestra cultura en eficaz comunidad de acción de nuestros pueblos?[8]

Si aquellas plumas que evocamos expresaban congoja y desvelo ante la estulticia humana en el inicio del siglo XX, ¿qué nos queda a nosotros, hombres del siglo XXI? Los tiempos se han acelerado para algunas cosas, y una bruma espesa parece cubrir el  sentido común, aquello que al decir de Descartes, es lo mejor repartido entre los mortales. Una elite bienpensante, brazo armado de los nuevos lobbies, nos quiere secuestrar, entre otras cosas, la lengua. La guerra también es semántica y ellos lo saben. ¿Y quiénes son, al menos en esta parte del mundo, los artífices de ese pretendido secuestro?

Nos quieren secuestrar, entre otras cosas, la lengua. La guerra también es semántica

Son un puñado de almas resentidas, que refritan a Jacques Derrida para vender deconstrucción, que proclaman a Foucault para levantar su propio panóptico, que leen a Judith Butler para encuadernar sus evangelios apócrifos y enseñar con ellos a ser mujer. Son las mismas almas que condenan a España por “imponer su ideología”, pero cuando ellas militan sus ideas entre nuestros hermanos más pobres, sean ellos de la gran urbe o del interior de nuestro país, no es ya imposición, sino emancipación. Para esas almas, todo proceso histórico anterior es fruto de un discurso hegemónico, excepto el de ellas mismas, que es “libertad”.

Cuando observamos entre atónitos, incrédulos y molestos, su verba melosa plagada de ellos, ellas y elles, inmediatamente se nos viene a la mente una pregunta: ¿se imaginan El Quijote, Hamlet, Los Karamazov o el Hombre Rebelde de Camus en lenguaje “inclusivo? ¿Se imaginan un cuento de Borges o una narración de Juan Rulfo escrita así? Imposible.

Una legua, en su operatoria comunicativa, debe cumplir dos funciones: claridad conceptual con economía de términos. Si yo expreso: “Los diputados electos han llevado a sus hijos a la escuela”, la idea se comprende perfectamente. No es necesario decir: “Los diputados, diputadas y diputades, electos, electas y electes, han llevado a sus hijos, hijas e hijes a la escuela”. Lo peor no es el sonido antimusical que provoca semejante sandez, sino que ese modo de expresión se compre, se reproduzca y se venda como “apertura” e “inclusión”. 

Nos preguntamos entonces: ¿existe algún antídoto ante esta amenaza de secuestro?

Existen al menos dos antídotos. Uno de ellos es seguir leyendo a los suntuosos de la lengua española, no importa las filiaciones ideológicas porque son escritores serios, que se han hecho y se han deshecho por su obra. Volver a leer a Alejo Carpentier, a Borges o a Paco Umbral. Volver al purísimo castellano de Delibes o a esa mixtura de pluma clásica y adoquín porteño de don Leopoldo Marechal que le regaló a la República Argentina su Adán Buenosayres, también secuestrado hoy por los “okupas” del poder. Volver a los clásicos que poseen la virtud de no envejecer jamás. El segundo camino es escuchar. La actitud de la escucha exige poner nuestro ego atrás y aprender. Escuchar la lengua que aún se habla en el interior profundo de nuestros países hispanoamericanos. El hombre del terruño, alejado por gracia de Dios de todas las academias, nombra las cosas con la simpleza de quien tiene un trato natural con ellas, y por esta razón, en esas bocas, la palabra mujer, aguacero, pan, miel o luna suenan plenas, redondas, auténticas.

Repitámoslo porque es necesario: quien habla mal, piensa mal. “Elles” quieren que pensemos mal, porque la manipulación se torna juego rentable cuando un pueblo renuncia a su identidad.

[1] Ibídem.

[2] Unamuno, En torno al casticismo. Ed. Alianza, Madrid, 2011: p. 20.

[3] Ibídem: p. 210.

[4] Obra de D. F. Sarmiento, escrita en su exilio chileno hacia 1845 y dedicada al Caudillo riojano Juan Facundo Quiroga. Allí se lee: ¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!”

[5] Ibídem: p. 211.

[6] Ibídem: p. 214.

[7] Ibídem: p. 215.

[8] Ibídem: p. 221.

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