El “arte” contemporáneo, desde principios del siglo XX hasta nuestros días, se ha distinguido por dar continuidad y énfasis progresivo en sus múltiples realizaciones a una corriente de pensamiento o ideario estético-filosófico de un marcado carácter especulativo, líquido, informal y deconstructivo. Un ideario donde las manifestaciones híbridas, fragmentarias, desnormativas, irracionales y apropiacionistas se ha impuesto como el canon o paradigma virtual donde se fundamenta y articula el caudal “creativo” que genera la sociedad postmoderna. Se trata de un nuevo academicismo rigorista y puritano de apariencia libertina y provocadora que se ha instaurado de facto como modelo prescriptivo a seguir e imitar. En esta tesitura se pone en evidencia la paradoja que describe el filósofo Mario Perniola en su libro El arte y su sombra cuando dice: “En el frenesí destructivo de la lucha contra la forma, la descomposición mezcla todo con todo y, al hacer cada cosa indistinta e indiferente, homogeniza todo lo que contamina”.
Resumen dichas palabras la indiferencia, cuando no rechazo y desprecio, que el “arte” contemporáneo como institución y los artistas orgánicos y sistémicos como ejecutores, han tenido de casi toda la tradición técnica y disciplinar, así como de cualquier validación cultural e histórica, recurrente y sustantiva. Este desinterés es el reflejo y la expresión manifiesta de una estructura de pensamiento ideológico / teológico fundamentado e incardinado en la idea de “libertad” como facultad de actuar de manera autodeterminada, voluntaria y espontánea, sin más límites o cortapisas que la propia capacidad para llevar a cabo nuestros impulsos y deseos. Una “libertad de”, es decir negativa, sin más límite que la propia libertad, que se enfrenta y subvierte a la “libertad para” de la filosofía y cultura católica, sujeta y dirigida siempre a la pertinencia objetiva de los fines y objetivos que se quieren conseguir.
Esta cosmovisión relativista, autosuficiente y nihilista que alimenta el espíritu generador de las ideas del autodenominado “artista” contemporáneo, desemboca irremediablemente en un conglomerado de relatos y morfologías heterogéneas, inarticuladas, indistintas, ambiguas e indefinidas, que son moldeadas en sus formas y conceptos por caprichosos y arbitrarios vientos cargados de silenciosa y oscura sequedad. Son obras autodesignadas como “artísticas” que sólo muestran o exponen asépticas representaciones, servidumbres tecnológicas y sometimientos ideológicos, pues al materializarse de hecho expresan, adjetivan, hablan..., pero más que decir, emocionar y apelar, que es en resumen la función del arte, vociferan reiteradamente sonidos huecos de sentido y significado. Ello da lugar a un continuado ejercicio de solipsismo retórico y voluntarista sustentado en la búsqueda de un sí mismo o interioridad esencialista y orgánica que sólo existe como idea fuerza de la más rancia modernidad preñada de idealismo.
Se conforma así un material expresivo que actúa como prolongación de la mente creadora del autor, que sólo se atiene a su voluntad, siendo ésta en un primer momento las que, como dijimos antes, validan por sí misma las obras, para ser posteriormente dirigidas y enmarcadas ideológicamente dentro de la institución “arte contemporáneo” a través de las diferentes retóricas pautadas del exégeta de turno, que como buen sacerdote de esta nueva religión laica, consagra los objetos producidos por el artista dentro de un espacio de intertextualidad endogámico, mestizo y acrítico. Una liturgia secularizada e impostada, como bien nos explica en el ensayo El mito de la cultura el filósofo Gustavo Bueno, que recrea el misterio de la transubstanciación, siendo la obra la personificación material de lo divino, el artista su mediador iniciado e iluminado, el comisario o transductor el que certifica y valida la incorporación de la obra / fetiche en el mercado pletórico de la cultura contemporánea y los espectadores o público asistente los que reciben el mensaje salvífico de la gracia que los eleva y purifica. Un claro ejemplo de fideísmo de carácter gnóstico que ligado a un elitismo de vanguardia contradice de pleno la máxima propagandista de unir el arte con la vida o como diría Sto Tomás, en su equivalente teológico, la gracia con la naturaleza, pues paradójicamente lo codifica poética y gnoseológicamente sólo para los iniciados en el culto de la doctrina instituida.
Una deriva ésta que se caracteriza principalmente por fragmentar la forma separándola del contenido, disolver los patrones, mezclar arbitrariamente las disciplinas y entroniza el concepto, o mejor dicho “la idea” como formalismo de significantes abstractos e inmateriales. Se instaura así en el quehacer creativo de los artistas contemporáneos un inmanentismo subjetivista e individualista de carácter adjetivo, contingente y mundano, tan efectista y luminoso como confuso, cegador e inane.
Porque el artista autocomplacido no puede crear “ex nihilo”, al dictado de ese órgano metafísico llamado inconsciente o de la mera intuición desligada de la razón, sino que necesariamente tiene que asumir los saberes técnicos de la disciplina (la techné) , procesar y operar con sus materiales, roturar, fertilizar y fecundar a través de su filtro e interpretación personal, las nuevas modulaciones tecno/procesuales y los renovados quehaceres, para incorporarlos al campo de la disciplina específica y por extensión al acervo cultural de la comunidad. Una sublimación de la forma a través de la contracción o dilatación de su inmanencia material constitutiva, no de su destrucción, vaciamiento o mezcla. Una poética entretejida y sostenida por la técnica como resultado de la exploración alegórica en su proceder actualista. Una poética ligada a la recursividad y recurrencia técnica e histórica, pues lo contrario no deja de ser una caricatura, una máscara, una impostura, un artificio, un formalismo abstracto.
Por ello, siguiendo la cita de Perniola, podemos resumir que no hay material más inexpresivo, infértil, ininteligible y uniformador que lo que se manifiesta sin forma, patrón ni sintaxis normativa como un calidoscopio multiforme, indefinido y multicolor, pues no deja de ser un sucedáneo de la verdadera transgresión trascendente, que no es ruptura aséptica sino regeneración redentora. Un reflejo del inmaculado y absoluto espíritu hegeliano, de un ser —el “artista” contemporáneo— que sólo se nutre de un sí mismo autorreferente y circula. Puro onanismo expresivo, que con sus consabidas y necesarias excepciones, está al servicio del paradigma ideológico y mercantil instaurado por el neoliberalismo postmoderno. Un orden ideológico que utiliza el arte como potente instrumento de demolición de la belleza, concepto éste que es mucho más que una mera experiencia estética sensible producida por la recreación mimética de lo real, pues su esencia y sustancia es de carácter espiritual y por lo tanto moral. Y cuando decimos espiritual no lo es en el sentido espiritualista inmaterial desligado del cuerpo, sino en el sentido teológico carnal y material constitutivo del ser.
En el arte como en la vida no se puede deconstruir lo que no está edificado, ni desbordar un cauce sin fluir por él, como tampoco se puede trasgredir en el sentido trascendente una norma o un modelo sin la existencia y asunción originaria de ésta. Nicolás Gómez Dávila lo sintetiza de manera brillante en el siguiente aforismo de sus Escolios para un texto implícito cuando dice que: “El arte se convierte en automatismo aburrido cuando imita sistemáticamente un modelo, o cuando sistemáticamente se niega a imitarlo”.
A lo mejor aún hay alguien que no conoce este video. Todo el mundo debería conocer sin embargo el video que mejor resume la esencia del "arte" contemporáneo.
¡Que se difunda al máximo!