El último maletilla

Hoy día es una figura inexistente, pues las ambiciones de los toreros se canalizan a través de las escuelas taurinas, academias donde se preparan los chicos de igual manera que si fueran a seguir la carrera de Filosofía y Letras.

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Como tantas cosas en el toreo, el maletilla es una rara avis, último protagonista de una pasión taúrica y existencial fruto del subdesarrollo y del hambre, bases sobre las que se asienta la vocación de torero. Solo las sociedades tiesas y caninas han producido grandes toreros. El muletilla, hatillo en mano, inicia un camino cargado de ilusiones arrebujadas con capotes ajados y muletas cosidas en busca de la generosidad tanto del ganadero que le deje presenciar el tentadero desde la tapia como del figura que está probando la vaca ya exprimida, para que le invite a darle los capotazos que le quedan, si es que le quedan algunos. O, como lo cuenta Chaves Nogales, ese Belmonte toreando a la luz de la luna, el atrevimiento de los chicos que se la juegan ante un toro sin el permiso del dueño de la finca. Sus comienzos, a orillas del Guadalquivir, por la dehesa de Tablada, con los cardos hasta las rodillas, toreando desnudo y armado de un chaquetilla en plena noche hasta que la Guardia Civil intentaba echarle mano. En esencia, el toreo romántico.

No sólo en la Edad de Oro. En los años cincuenta el aprendizaje seguía siendo duro. Lo explicaba así Antonio Díaz-Cañabate: “Había que salir en los pueblos, en las capeas, y en estas capeas pueblerinas el publiquino no estaba precisamente formado por socios de la Sociedad Protectora de Animales. Gente ruda. Algunos escritores sentimentales la calificaban de salvaje. Exageración evidente. Total: porque les gustaba la sangre, la sangre de los toros y la sangre de los toreros. Si no había sangre no se divertían. Hay que tener en cuenta que, por entonces, en los pueblos no existían muchas distracciones, y los mozos y mozas tenían necesidad de expansionarse una vez al año con ocasión de la fiesta del Santo Patrono de la localidad; las mozas eran peores que los mozos, más implacables, más chillonas, más crudas. Éste era el mundo del maletilla”.

Que le pregunten por todo ello a Conrado Abad Gullón, a quien podemos considerar, a sus más de noventa primaveras, como el último soñador de una práctica extinta. Natural de Zamora, pero forjado en las tierras vetonas de Miróbriga, su vida es la historia de un enamorado del toreo, de un bohemio cuya afición le ha llevado a recorrer caminos y veredas en busca de su esencia. Su inconfundible estampa, de cabellera blanca, piel curtida, figura menuda y fibrosa es historia viva de otro tiempo, el de los toros del sol que tan bien plasmó Alfonso Navalón; la época de la posguerra, del sufrimiento, de las cornás del hambre, donde la figura del capa o maletilla subsistía como piojo en costura entre dos mundos antagónicos, a caballo entre la miseria y una sublimidad que engrandece al torero y hace sentir efímero al hombre.

Hoy día es una figura inexistente, pues las ambiciones de los toreros se canalizan a través de las escuelas taurinas, academias donde se preparan los chicos de igual manera que si fueran a seguir la carrera de Filosofía y Letras. Aprenden a torear científicamente: pasitos que hay que dar para llegar a la cara del toro; teoría de los cuarenta naturales; derechazos a diestro y siniestro; cómo mirar al tendido sin cara de susto; descargar la suerte o apostar quién abre más el compás. Más que maestros en el noble arte de la lidia, pegapases.

Ya no existe ni el embrujo ni la incógnita, no hay romanticismo, no hay toreo. ¿Qué es torear sino la canalización del más milenario de los misterios? En estos días nadie se mete a torero por hambre. Antes, los jóvenes se echaban al ruedo para comprarse una casa. Ahora, venden la casa para torear.

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