Vivir emboscado: una cabaña en Walden Pounds (I)

 “Lo único que los hombres no desean es la libertad, y no por otra razón que ésta: porque, si la deseasen, la obtendrían” (Étienne de la Boétie en ‘La servidumbre voluntaria’).

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Para Emerson, maestro de Thoreau, “El poeta es el orador, el que nombra, y representa la belleza”. Y para Thoreau, maestro de Whitman, “Ni yo, ni ninguna otra persona puede recorrer ese camino por ti, has de recorrerlo tú mismo”. Todo libro nace desinhibido de sus predecesores, presto a unirse a ese gran cementerio que llamamos literatura. Memoria. Hay vibración en Walden. Contumacia y reverencia. Anhelo y desamparo. Sueño y prolapso. Talante y remedo. Pálpito. Recuerdo cómo leí por primera vez el libro. Desvelado. Al cerrarlo yo era otro. Sigo siéndolo. Hubiese sido mejor no leerlo. Ya se sabe: la juventud. Edad de descarríos.

En la contradicción está la certeza. Es imposible rehuir comparaciones al preguntarse por qué Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau no están recogidos en la Historia de la Filosofía Universal. Quizás provenga de cierto dislate consistente en estimar la filosofía como un patrimonio escrupulosamente europeo; al igual que se sopesó la novela. Una razón política. Los Estados Unidos eran un competidor y era necesaria la identificación a la inversa: lo que no soy me dirá lo que sí soy.

En la contradicción está la certeza

O quizás ha sido esa tendencia extendida por nuestros días de despreciar lo propio y tradicional frente a lo ajeno y bisoño. Suspicaces de un país que se sigue rigiendo por una constitución dieciochesca, por su literatura fundacional y por los valores filosóficos que lo establecieron. Prueba de inequívoca autenticidad. En Europa seguimos pensando que un filósofo cómodo y accesible es despreciable frente a uno críptico y enrevesado. A nuestros pensadores profundos seguimos alimentándoles con cicuta. Las comparaciones son odiosas.

Al rastrear la perennidad de estas tendencias, conviene señalar unas sucesivas leyes de educación promulgadas por una comunidad política interesada en crear graduados depauperados a los que, con convicción, se tilda de “mejor preparados". Jóvenes insensibles al arte y hastiados de unos clásicos que no conocen precisamente por haber sido obligados a estudiarlos. Para este propósito político sirve mejor la sapiencia de La Náusea que la de Hojas de Hierba. En palabras de Emerson: “El pueblo, y no la universidad, es el hogar del escritor”. Si el fundamento de la filosofía trascendentalista era asentar un país nuevo, “El propósito más claro es la edificación de un hombre”. Instruir. No en vano la relación personal entre sus tres autores fundamentales fue de tutela: Emerson-Thoreau; Thoreau-Whitman. “A decir verdad, no es instrucción, sino provocación, lo que puedo recibir de otra alma”, diría Emerson. Cómo invitación a formarse: “Toda conversación, como toda literatura, me parece el placer de la retórica o, puedo decir, de la metonimia”.

El acierto de Emerson abunda en crear un “escolar americano” cuya imagen encarnada se ha mantenido en las letras americanas de Thoreau a Whitman. Y de Whitman a Melville o Twain ha pasado a calar en el resto de literatos encuadrados en la estela realista. Cada autor es su generación y su comunidad. Hablando del sujeto se habla de la totalidad.  Emerson no tiene "sistema", si bien en su obra hay política, hay moral, hay religión. Thoreau es un transgresor de los rótulos. Whitman es la poesía desencadenada. La simiente de la literatura norteamericana transita en la merma de la filosofía. La influencia emersoniana es determinante en Borges. Cuando el argentino decía sentirse orgulloso de los libros que había leído sobre los que escribió, seguía la estela del norteamericano. Para él, “leer bien” resultaba más valioso que “escribir bien”.

El “escolar” americano coexiste alejado de la sociedad, contándola. La vida varonil que propone se asienta sobre un concepto útil del arte. Una idea de masculinidad hoy muy denostada por la teoría feminista, que los designan “grandes narcisistas”, falócratas o incluso “cipotudos”. No es falaz el diagnóstico, incomprensible es la diatriba. Entiendo la apología de la vida montaraz que estos autores hacen, su virilidad rural y pura. Si el ideal norteamericano es un self-made-man, su propuesta es pautar. Con su obra y con su acción. Y es en esa praxis del individuo crítico donde está la dignidad de actuar según los propios principios morales aunque estos sean socialmente reprobables. Thoreau lo llamaría desobediencia civil en un libro de título homónimo. Y lo llevaría a cabo al finalizar  su vida en Walden ingresando en prisión. Negándose a pagar los impuestos. La mejor forma de ser americano y demócrata es estar contra lo americano y democrático si se ha traicionado su carácter. En esa proclividad se encuentra la determinación que nos constituye.

¿Qué día perdimos la liberalidad? ¿Cuándo un calificativo del que Don Quijote se decía garante dejó de significar la defensa de la libertad? Incoaba la decadencia. Thoreau era liberal declarado y contaba con una nación incipiente. Se definía así: “Soy un místico, un trascendentalista, un filósofo natural”.  Su revolución no era la revuelta social de las masas que tiñó el viejo continente de rojo en el siglo XX. La suya era revolución individual de cada conciencia.

¿Esta vida quieres? ¿Te gusta así? Cámbiala

¿Esta vida quieres? ¿Te gusta así? Cámbiala. Desarrolla tu proyecto exento de imposiciones. Se ha intentado encuadrar a Thoreau en distintas ideologías como el anarquismo. Mas no se puede encasillar a un librepensador. No se debe. Las ideologías interpretan la realidad con una verdad teórica formulada de antemano. Dogmática. El filósofo observa sin prejuicios y dictamina. El teórico ama la teoría, el filósofo ama la vida. No impone su verdad a los demás. Se lamenta por aquellos que, sin meditarlo, se han condenado. Los invita a renovarse. Su dinamita solo atenta contra las verdades biempensantes que exigen ser aceptadas sin ser sometidas al examen de la razón.

Este momento de fin de una civilización, en plena formulación de los trazos de la subsecuente, quizás sea el adecuado para escudriñar la filosofía thoreauniana. Es una forma de mitigar el miedo a la libertad que, muchas veces, lleva a ocultar la angustia particular en el gregarismo que Étienne de La Boétie definió: “Lo único que los hombres no desean es la libertad, y no por otra razón que ésta: porque, si la deseasen, la obtendrían”. Resulta más grato prescribir fórmulas de cómo cambiar el mundo desde la turbamulta que tomar la determinación de vivir una vida donde los fracasos (y los éxitos) son exclusivamente propios.

La incomprensión de ningún proyecto filosófico carente de aplicación. La necesidad de intervenir ante el oprobio. Su motor de acción. ¿Qué es para Thoreau la filosofía?  Responde: “Ser filósofo es amar la sabiduría y vivir de acuerdo con los dictados de una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza. Es resolver ciertos problemas de la vida, no solo en la teoría, sino en la práctica”. En esa concepción filosófica vida y obra forman un mismo elemento: “Mi vida ha sido el poema que he escrito, pero no podría vivirlo y pronunciarlo”. En la estela de Montaigne escribe sobre su vida al tiempo que la vive. De esta forma la vida se convierte en ensayo y la escritura en poesía: "Todo esto resulta perfectamente claro para una mirada atenta y, sin embargo, la mayoría no lo advierte". Sin esa construcción de individuo crítico somos invidentes a la verdad. Dependiendo de nuestras decisiones nos convertiremos en quienes somos: “Somos escultores y pintores y nuestra materia es nuestra carne y sangre y huesos. La nobleza empieza enseguida a refinar los rasgos del hombre; la mezquindad o sensualidad los embrutece”. Confiere serenidad: “Ningún otro aspecto que podamos darle a la materia resultará al fin beneficioso como la verdad. Solo ella es adecuada. En la mayoría de las ocasiones, no estamos donde estamos, sino en una posición falsa”. Nada es tan enriquecedor: “Dadme la verdad, más que amor, dinero, fama”. Rescoldos latentes de la Sophia Perennis.

Whitman decía que con Hojas de hierba se estaba tocando un hombre. Este aserto solamente es válido en la gran literatura. Como un torrente que nos sumerge. Reproduce la vida de una forma que puede sustituirla. Pero en Don Quijote estaba también la autoconciencia de ese rapto. La virtud del escritor consiste en tener algo que contar y en saber contarlo. El mérito del lector consiste en revivirlo auténticamente. Lo que Walden narra es el experimento vital de una existencia dedicada a la escritura. Las conclusiones que de ella se extraen. Una búsqueda de la realidad pura por el filósofo o poeta. Tras exprimir su vivencia se siente listo para abandonar los bosques. Esto es: desistir del Walden físico para legarle al lector un Walden literario. Un Walden espiritual. Esa es la capacidad de trascendencia de la literatura, de la filosofía trascendentalista y del propio Walden. Mientras haya libros habrá hombres: los estaremos tocando.

¿Para qué vivir si la vida es tragedia y nuestro porvenir es el olvido? Por la dignidad de vivir y preguntarse aun sabiéndose derrotado de antemano. Por crear arte intentando establecer un dialecto con el semejante. Por poner toda nuestra insignificancia en un folio en blanco, y en otro, hasta

Todo escritor es un Ser de Palabra

convertirlo en un conjunto con significado. Por la esperanza de trascender la propia experiencia de la vida, de la literatura, de la muerte. Entonces se puede hablar de un filósofo, de un poeta. ¿Y qué duda cabe de que Thoreau lo era más que nadie? No pretende que nos traslademos a vivir a Walden. Aspira a que al leer las vicisitudes de su experiencia entendamos que hay alternativas. Un camino de vida propio según nuestros principios morales. En su escritura no está la vehemencia del profeta: “No he soñado nunca con una atrocidad mayor que la que yo he cometido. Nunca he conocido, ni conoceré, a un hombre peor que yo mismo”. Sin arrogancia. Se niega como entidad presente al narrar un hecho de su vida pasada. Anclándose. No se puede escribir sin dejar de pagar un precio que es, en cierto modo, el privilegio de vivir. Más tarde acertaría Semprún con su fórmula: “la escritura o la vida”. Se escribe o se vive; mejor dicho: se vive escribiendo. Todo escritor es un Ser de Palabra.

(Continuará.)

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