Cada 1.º de abril se rememora el fin de la Guerra Civil Española, y aunque dicha fecha hace mucho tiempo que no es partícipe en los medios sensacionalistas del país que nos acoge, un servidor se propone traerle unas curiosidades al respecto.
Durante la contienda, y podemos generalizar que, en el primer tercio del siglo XX, coexistían en el mundo taurómaco tres tipos de lidiadores: los ricos, los pobres y, caso aparte, Rafael el Gallo. Vayamos por partes.
En primer lugar, los toreros de parné, aquellos que figuraban en las primeras líneas del escalafón de entonces, aquel en el que no había nadie, como decía el Guerra. Me refiero a toreros como Domingo Ortega, Marcial Lalanda, el Niño de la Palma, Cagancho o El Estudiante, entre otros. Toreros de primer nivel, terratenientes que veían sus dehesas y ganaderías amenazadas ante la llegada de la República, algunos de los cuales, sin embargo, se vieron obligados por determinadas circunstancias a realizar el paseíllo en las Ventas, puño en alto, en agosto de 1936, tal y como puede verse en la imagen que acompaña estas líneas. Tras lo cual, la mayoría de ellos aprovecharán para pasarse a la zona nacional o exiliarse, como el caso de Cagancho.
En un punto diametralmente opuesto encontramos a subalternos y novilleros a los que les costaba, como a la inmensa mayoría de españoles, llegar a fin de mes. Algunos de estos lidiadores de segunda formarían la famosa 96.ª Brigada Mixta del Ejército Popular republicano, entre los que cabe destacar a Litri II como jefe de la brigada, a Fortuna Chico como comandante de batallón y a Parrita como capitán de compañía.
Caso aparte merece el incalificable Rafael Gómez Ortega, quien, en verano de 1936, vivió encerrado en una fonda de Madrid, sin inmutarle el lio que había en las calles.
En otoño toreó en Castellón, Linares, Jaén y Barcelona, esta última corrida a petición de los organizadores de festejos de la CNT para sacar dinero para el sindicato y repartir la carne de los toros tras la corrida.
El resto de la contienda lo pasó en Madrid, en una pensión sita en la calle San Jerónimo, desde donde Rafael acudía al café Suizo a hacer tertulia como si no hubiese guerra.
Dado que la contienda se alargaba, su mozo de estoques, Serrano, abrió un colmado, Los Hércules, cuya propiedad le atribuyó a Rafael, por lo que se le conocía en Madrid como El colmao del Gallo. En un Madrid sitiado, la idea de abrir un despacho de bebidas y comidas no deja de ser, como mínimo, un disparate, propio de tantos que atesora el Divino Calvo a lo largo de su vida.
Nada mejor para resumir su personalidad que un comentario que se dice que efectuó en la estación de Atocha al ver con asombro que un batallón de infantería embarcaba en un tren de mercancías,:
—Pero… ¿qué pasa…con tantos sordaos?
—¿Qué quiere usted, maestro, que pase? ¡La guerra!
—¿La guerra? Pero los moros, ¿se han sublevao otra vez?
Las cosas del Divino Calvo, las cosas de los artistas.
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