Juro que no lo conocía. Juro que sólo hoy, después de haber publicado ayer mi entrevista sobre los dioses y lo sagrado, he descubierto este artículo de Gabriel Albiac en ABC. Es increíble: parece como si nos hubiésemos concertado para decir cosas tan parecidas. «¿Por qué —se pregunta Albiac— va a perder un chaval su tiempo en cosas falsas, esto es, en literatura? Por eso, precisamente, queridos niños. Porque son falsas: maravillosamente falsas» Y más adelante: «Eso hemos perdido: no la creencia, lo sagrado. Que es algo que poco tiene que ver con creencia alguna. Lo sagrado: cuya función no es eclesial, ni siquiera religiosa».
En fin. Quienes hayan leído lo que escribí ayer entenderán lo que quiero decir.
J. R. P.
«Pero llegamos tarde, amigo…». En el albor del siglo XIX, Friedrich Hölderlin anota esa ausencia, sobre la cual alza la más honda de sus elegías, ‘Pan y Vino’: la lucidez de aquel a quien le es dado ver extinguirse un mundo, el suyo. Y sabe que no habrá otro: «demasiado tarde».
En estos días extraños que preceden a la Navidad, he vuelto a Hölderlin. Y, de su mano, a aquellos griegos que lo supieron todo como nunca nosotros lo sabremos: bajo manto de eternidad. «¡Dichosa Grecia, morada de los celestiales!». Imágenes del cielo adriático: busco en la biblioteca a Anaxímenes. ¿Hubo jamás una astronomía más bella? «Anaxímenes dice que los astros están fijos como clavos en lo cristalino», transmite Aecio.
Un colador de diamantes celestes: semiesfera de cuarzo negriazul, por cuyos mínimos poros se cuela la luz pura del otro lado, el de los dioses: tal son las estrellas.
Tantas veces he comentado esa belleza en clase… Y tantas he sonreído al joven listo que objeta con condescendencia: «ya, pero eso es falso». ¡Ah, los benévolos reproches de los jóvenes! ¿Por qué va a perder un chaval su tiempo en cosas falsas, esto es, en literatura? Por eso, precisamente, queridos niños. Porque son falsas: maravillosamente falsas. Y sólo en la paciente artesanía de lo que burla a la realidad brilla, en algunas muy raras ocasiones, la belleza. A veces, muy, muy raras, pero a veces.
Y ese esplendor de noches estrelladas ha vuelto a mí en la música de dos maestros del siglo XVI: español uno, Cristóbal de Morales; inglés el otro, William Byrd. Ambos trocando en canto un relato sagrado. «Falso», diría el avispado alumno. E inmerecidamente bello. ‘O, Magnum Mysterium’: la historia desmesurada del Dios que es hombre «yacente en un pesebre». Literatura: metáfora cuya perennidad dice sin equívoco su grandeza. Y a la cual la música de los dos renacentistas trueca en milagro, más asombroso que el que su texto narra.
Hemos perdido el mundo, nuestro mundo: el de los dioses
Hemos perdido, como Hölderlin, el mundo, nuestro mundo: el de los dioses, a cuya medida se configura un mundo. Nadie escuchará —o casi nadie, en las vísperas navideñas, a Morales o Byrd, o a Victoria, o a Palestrina. La estúpida jovialidad de las pachangas caribeñas, que saturan nuestras machaconas máquinas de hacer ruido, lo impide. Como un muro de sordera inmaculada. Eso hemos perdido: no la creencia, lo sagrado. Que es algo que poco tiene que ver con creencia alguna. Lo sagrado: cuya función no es eclesial, ni siquiera religiosa. Lo sagrado, que es añoranza de un absoluto con cuya ausencia el tiempo hiere al hombre.
Un mundo se está extinguiendo, sí. Tal vez se extinguió ya y no nos dimos cuenta. Y en ese mundo habitaba la belleza. Pese a todo. Hölderlin, Anaxímenes, Byrd, Morales, Victoria… También para sus nombres llega el tiempo de la nada: éste. ¿Valió de verdad la pena? «Llegamos tarde, amigo».
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