En una entrevista a un revolucionario del cante jondo, Manuel Molina, ante la pregunta qué era el flamenco, respondió: “un pájaro con las patas mu largas”. Al contrario de la mentira, que las tiene demasiado cortas, el flamenco es, ante todo, verdad. La verdad del pueblo andaluz y, por extensión, de la idiosincrasia de las raíces de España. Y es que, en nuestra patria, gobernada hacia el abismo por una banda de mequetrefes y mentirosos, se hace cada día más necesaria la verdad, una verdad que, cual capote, nos ayude a esquivar los envites sin sentido de los cabestros que pretenden imponernos su embestida. No olviden que, en esta vida, el que no torea, embiste.
Al igual que los toreros, el flamenco, cuando no está en el escenario, vive envuelto en un aura burguesa, la de los artistas. Artistas de los de antes, auténticos, no las mediocridades subvencionadas de hoy día.
Ejemplo de aquellos buenos artistas fue el maestro Juan Martínez, cuya biografía repasó magistralmente Chaves Nogales. Vida que recuerda mucho a la de Juan Belmonte, amena y templada prosa aparte, por lo azaroso de sus vidas, ya que el flamenco y la tauromaquia fueron siempre de la mano.
De este modo, a principios del pasado siglo, y como buen buscavidas, Juan Martínez se trasladó a Estambul primero para recalar después en Rusia, donde se movería a raíz de las circunstancias que le tocó vivir: las de la revolución bolchevique.
Como buen flamenco, a la par que pícaro, fue sobreviviendo, malviviendo más bien, a la revolución y posterior guerra civil entre blancos y rojos, de cuyo testimonio podemos extraer la siguiente conclusión: tanto unos como otros cometían asesinatos a mansalva, si bien los rojos lo hacían con saña. Nos lo cuenta un hombre que lo único que sabe hacer es cantar y bailar, un hombre que no se cansa de repetir que él cuenta lo que ve, porque de política “ni sabe ni quiere saber nada”.
Ejemplo del ensañamiento rojo es el japonés Masakita, malabarista y verdugo, quien, cuando necesitaba guita en sus continuas partidas con Martínez, acudía a la cheka a pasaportar a cuantos infelices encontrara en la lista diaria. Y a llenarse los bolsillos, por supuesto, para, acto seguido, volver a malgastarlo. En definitiva, vivir al día, ya que por aquel entonces el dinero no valía nada. ¡Bendita revolución!
Famélico o entrado en carnes, millonario o en la indigencia, lo que estaba claro es que no podía uno parecer burgués, ya que entonces se encontraba con serios problemas. Relata el maestro que se encontró con unos chequistas mientras iba por una calle de Kiev:
- ¡Burgués asqueroso, te vamos a colgar ahora mismo!
- Yo soy tan proletario como ustedes.
- ¡Mentira!
- O demuestras ahora mismo que se gana la vida trabajando como un obrero o te arrastramos.
- ¿Queréis que pruebe que soy proletario?
- ¡Como no lo pruebes no sales de nuestras uñas, canalla!
- ¡Mirad, idiotas!
Y les mostró, metiéndoselas en las narices, las palmas de las manos deformadas por dos callos enormes. De tocar las castañuelas…
Curioso caso el del maestro Juan Martínez, pero no excepcional, ya que, en cualquier conato de revolución bolchevique, bien el octubre rojo en Asturias, bien el Madrid republicano de los últimos meses del 36, podemos encontrar ejemplos de lo mismo: la desaparición de la sociedad establecida y la imposición del desorden, el descontrol, la anarquía.
Curioso, sobre todo, que, si hoy viviéramos una revolución similar a las anteriores, los primeros en caer serían toda la panda de neoburgueses acaudalados que pregonan y defienden los modismos de izquierdas sin ser conscientes qd ue, de vivir en un socialismo real, ellos serían las primeras víctimas, no ya por parte del pueblo, sino por sus idolatrados líderes, que pondrían pies en polvorosa ante el mínimo conato de ver su estatus en peligro.
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