Las viejas guías turísticas, las de los años treinta a cincuenta, tienen una diferencia fundamental con las de nuestra época. Cuando los viajeros de 1950 iban a París, por poner un caso, en sus páginas se les informaba de los hoteles, los restaurantes, las salas de fiesta y las curiosidades de la capital de Europa, pero el aspecto esencial, el que le daba prestigio a la obra, era la información cultural: edificios significativos, salas de conciertos, cines, museos y, dentro de los éstos, una reseña cuidadosa de todo lo que hay que ver. Generalmente, esos datos se recopilaban por expertos o escritores de un nivel cultural alto, formados en los liceos franceses o los gimnasios alemanes de los años veinte y treinta, donde no hacía falta ser universitario para alcanzar un nivel humanístico más que pasable. Por eso, cuando llega el verano y planeo mi viaje anual a una ciudad con paisaje de esclusas, casas con gabletes, parques con hayas, escudos hanseáticos y cielos encapotados, suelo echar mano de una pequeña colección de las Guías Azules de Michelin de los años sesenta, espléndidos volúmenes de tapas duras que amarillean gloriosamente en las baldas de mi biblioteca.
Cuando leo estos viejos libros, sé perfectamente qué es lo que guardan Brujas, Amsterdam, Delft o Lübeck. Sin embargo, para comprobar si los hoteles que figuran en las listas siguen existiendo o si los restaurantes recomendados tienen fe de vida, debo complementar mi información con los datos actualizados de las guías modernas. Por eso tengo que acudir a las redes para ver qué es lo que recomienda Youtube, por ejemplo, cuando planifico unos días en Hamburgo. No faltan los vídeos en los que una jovencita posgraduada nos informa en un inglés que apesta a Berkeley de lo que hay en la ciudad. Nos lleva a restaurantes donde nos ofrecen gastronomía de fusión o pasta y pizzas. Nos enseñan el barrio vanguardista y moderno de la capital del Elba, donde todos los modos de vida alternativos y la gente cool tienen su nicho. Nos muestran muy al sesgo las viejas colecciones de la Kunsthalle (¿para qué perder el tiempo con las antiguallas de Friedrich?) pero se extasían ante los montajes de la vanguardia contemporánea. Luego, un paseíto de turista morboso, puritano y feminazi por las luces rojas de la Reeperbahn, y más cerveza y más fusión y más hoteles bauhaus. Hamburgo, por lo visto, está en Alemania, pero el guía audiovisual no se ha tomado ni una salchicha ni ha paseado por la bella Elbchausee y apenas ha caído en la cuenta de que la ciudad sufrió un bombardeo brutal en 1943, tiene que ser la ruina de la enorme iglesia de San Miguel la que se lo recuerde. Ni el soberbio museo etnológico (hoy en vías de extinción o de degradación gracias a las minorías de ofendiditos) ni el de historia de la ciudad (uno de los mejores en su género del mundo) merecen una visita. El papanatas posmoderno, sin embargo, no puede dejar de extasiarse ante la horrible fachada de la Filarmónica del Elba, un bodrio que multiplicó sus gastos de construcción en un 1000% y que por fin se acabó hace dos años. Ese mismo papanatas, sin embargo, ignora completamente que Hamburgo fue la ciudad de Brahms, de Mendelsohn, de Telemann o de Carl Philipp Emmanuel Bach. Eso sí, ningún guía posmoderno puede dejar de señalar que cuatro macacos de Liverpool dieron allí los primeros pasos de la aculturación pop, que en menos de cuarenta años ha reducido a los jóvenes de Occidente a la categoría de analfabetos virtuales y salvajes efectivos.
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