Suicidio, por supuesto

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A Juan R. Sánchez Carballido, cuyo artículo La sociedad suicida me ha animado a desempolvar estas líneas escritas hace casi un año. Hay asuntos que nunca pierden actualidad, por desgracia.

 

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Sufrimiento

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Las causas de mortalidad más frecuentes en España, atendiendo a la población integrada por menores de 40 años, son las afecciones tumorales, dolencias cardiorespiratorias, siniestros automovilísticos, sobredosis de drogas y suicidio. El año 2005, último del que tenemos datos oficiales, resultó estremecedor al respecto. En 112 poblaciones españolas con más de tres mil habitantes, el primer lugar en este oscuro ranking lo ocupaba el suicidio.

 

En la mayoría de países de Europa, el número anual de suicidios supera al de víctimas en accidentes de tráfico. En 2001, los suicidios registrados en todo el mundo aventajaron a la cifra de muertes por homicidio (500.000) y por guerras (230.000).

 

Hablar de suicidio en los periódicos no parece muy aconsejable, más que nada por no dar ideas a los posibles candidatos a la autoinmolación. Sin embargo, el que la solemne y casi siempre admonitoria autoridad sanitaria, incluido el ministerio del ramo, oculten año tras año el grado de incidencia de este mal, resulta una manipulación premeditada. No tanto se pretende evitar publicidad sobre conductas funestas, reforzadas en la medida en que se difunden a través de los medios de comunicación, como ocultar el sufrimiento psíquico de la población, porque ese sufrimiento, llevado o no a extremos aniquiladores, es el dato más trasgresor, la acusación más implacable contra un sistema que nos llena el alma de ambiciones inútiles, conflictos artificiales y toscos afanes, en tanto se olvida clamorosamente la raíz del insoportable malestar, el cual mata más que la carretera, el terrorismo o la violencia doméstica. Parece inimaginable que el ministro de sanidad compareciese tres o cuatro veces al año (en épocas de transición estacional sobre todo), aportando datos y estadísticas al respecto, igual que hacen la dirección general de tráfico, el ministerio del interior o el instituto de la mujer sobre las lacras antes señaladas. Sin embargo, la realidad, obcecada y paciente, insiste en la evidencia de que por mucho que se practique cirugía estética a las cifras de desempleo, se manipule hasta el delirio el mercado hipotecario y se entrampe el personal hasta la gloria de conducir un monovolumen, se engorde la burbuja de la riqueza exprés o se legisle en beneficio de los colectivos desfavorecidos o marginados, nosotros, los ciudadanos, somos poco felices. A algunos les afecta en grado tan excesivo que, ya saben, se quitan de en medio para siempre.

 

Quienes más se suicidan son los hombres, en especial los separados o divorciados. Lógico. Del divorcio sin culpables hemos pasado, en un pis pas, al divorcio con culpable predefinido, el cónyuge varón, de modo que su ruptura matrimonial lleva implícita el que, necesariamente, ha de perder el cariño de sus hijos, sus derechos como padre, ingresos de mera subsistencia, la estima social y lo que haga falta. Cualquier castigo es poco para el hombre. Siglos de dominación masculina sobre la mujer indefensa, exigen venganza. Y bien se aplican en ello las instituciones feministas (no me he equivocado al escribirlo: instituciones feministas), por vía legislativa o por la fáctica de la minuciosa destrucción personal del condenado.

 

Las mujeres sufren igual que los varones, pero se suicidan menos. Tienen más entereza y están más sólidamente enraizadas en la existencia, eso parece indiscutible. Consumen ansiolíticos, antidepresivos y toda la gama de psicofármacos con especial fruición. Cualquier médico de asistencia primaria sabe que, aparte la panacea llamada ibuprofeno, los medicamentos que más se recetan son los dedicados a combatir, o mejor dicho, paliar, la angustia de la ciudadanía. Las crisis de ansiedad, los ataques de pánico, las fobias hiperagudizadas y las dolencias psicosomáticas, como fibromialgia y fatiga crónica, son tan habituales en los centros de asistencia como las crisis alérgicas. La depresión está perdiendo su categoría de enfermedad para convertirse en un estado de ánimo enojosamente duradero. Por no hablar del consumo de otras drogas que hacen llevadera aunque todavía más miserable nuestra condición de gente atribulada: consumimos alcohol con apetito tudesco, zampamos agónicamente comida basura, nos embrutecemos con la escoria televisiva y recurrimos al sexo (quien pueda), con penosa urgencia en aplacar la ansiedad, el miedo a la muerte que se disfraza casi siempre de miedo a la vida.

 

Hace unos cuantos años me ilustró al respecto, con toda naturalidad, un hombre admirable y sabio cuya opinión siempre he tenido en la mayor estima: mi médico de cabecera. "De todas las personas que ves por la calle, la mitad o más de la mitad van caminando a hacer sus cosas porque han tomado la medicación. Si no la hubiesen tomado, ten por seguro que no pasarían de la puerta de su casa".

 

A la vista de lo que hay, no creo que exagerase. Ni somos felices ni tenemos perspectivas de vivir en aceptable sosiego, y sospecho que esta desazón tiene poco que ver con los indicativos de riqueza y bienestar manejados por los gobiernos y mandamases de nuestra espectacular civilización. ¿Cómo vamos a estar contentos en un mundo donde el individuo y sus posibilidades de ser feliz dependen del euribor, el índice Nasdaq y el incremento del PIB, sagrados talismanes de la satisfacción colectiva y personal?

 

No quiero ponerme catastrofista, pero al paso que vamos, puede que en razonable plazo se haga realidad la conjetura sobre enérgicas comparecencias públicas del ministro de la salud: "Gracias al nuevo carnet sanitario por puntos, esta primavera los suicidios han descendido un 4%". O algo semejante.

 

Si que está visto que no podemos con nuestra vida. Más Valium, es la guerra.


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