De las naciones grandes (y de las pequeñas)

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Lo que hace grandes a las naciones no es la inteligencia de sus ciudadanos, ni su capacidad para crear riqueza, ni la belleza de su patrimonio, ni el arte de vivir, ni la importancia de su historia, ni siquiera su arsenal militar. Todo eso está muy bien, ciertamente, pero no es lo decisivo. En términos políticos reales, lo que hace grande a una nación es su determinación para sobrevivir en el tiempo, generación tras generación, y hacerlo como comunidad política libre, es decir, sin que nadie externo le imponga su interés. El término “soberanía” significa etimológicamente eso: lo que está por encima de todos. Luego una nación es soberana cuando no tiene a ninguna otra por encima, o sea, cuando ninguna otra le impone sus decisiones.

Naturalmente, la tarea de mantener la soberanía nunca es fácil, primero porque ahí fuera existen otros agentes que pueden entrar en competencia y, además, porque en el seno de la propia nación conviven intereses particulares (territoriales, económicos, etc.) que pueden contravenir el interés general. Por eso, para mantener “por encima de todos” el interés general, las comunidades políticas se dotan de unos aparatos administrativos que se llaman Estados, y éstos, a su vez, tienden a proveerse de estructuras permanentes orientadas a garantizar la supervivencia del conjunto. De esas estructuras, las más evidentes (y necesarias) son la militar y la diplomática: la primera, porque previene cualquier ataque exterior y garantiza la paz interior; la segunda, porque organiza la supervivencia de la nación en su relación ora conflictiva, ora pacífica, con las otras naciones.

Una nación puede permitirse variaciones importantes en su estructura interior: en su forma de organizar el territorio, en su manera de estructurar la economía, en el mapa de derechos ciudadanos… Sin embargo, lo que caracteriza a las grandes naciones es que esas otras estructuras, la militar y la diplomática, apenas cambian con el paso del tiempo, porque generalmente responden a desafíos materiales objetivos: los recursos que tienes y los que te faltan, tu situación geográfica, la cualidad de tu vecino, etc. Todas estas cosas determinan el marco en el que has de hacer sobrevivir a tu nación. Como ese marco es casi siempre inmutable, las decisiones políticas para gobernarlo suelen ser también constantes. La política exterior norteamericana o rusa, por ejemplo, apenas ha variado en siglos. El caso ruso es ejemplar, porque sus líneas políticas ha seguido prácticamente invariables lo mismo con los zares que con los comunistas y después. Al fin y al cabo, uno no elige a sus enemigos, sino que con frecuencia son ellos los que te eligen a ti, como tampoco uno elige en qué lugar del planeta está. Por eso el prestigio político de las grandes naciones suele acabar depositándose siempre en sus servicios del Estado: los ejércitos, el cuerpo diplomático, los servicios de información, etc. Precisamente porque son los que mantienen la continuidad del interés nacional por encima de los cambios políticos internos.

A estas alturas, si ha tenido usted paciencia para llegar hasta aquí, se estará preguntando: “¿Por qué me cuenta este hombre todas estas obviedades?”. Pero justamente de eso se trata.

Hace tiempo que España ha perdido de vista todas estas cosas tan obvias, que son el abecé de la política (de la política de verdad, no de la politiquería de corral). Hace tiempo que España ha entregado en manos ajenas esos resortes esenciales de nuestra supervivencia como potencia nacional. Hace tiempo que no tenemos otra política exterior que la que nos manda una Unión Europea que, a su vez, carece palpablemente de política exterior. Hace tiempo que no tenemos otra política militar que la que nos marca la OTAN, cuyos criterios generales sólo parcialmente corresponden a nuestro interés nacional. En cuanto a nuestros servicios del Estado, es patente su subordinación a los juegos de poder internos del país, que invariablemente son juegos de regate muy corto. Todo eso era obvio, en efecto, hace tiempo, pero nadie le daba importancia. Al fin y al cabo, “Europa” nos protegía y, en último término, siempre había dinero para tapar con billetes cualquier grieta en el muro. Y esto ha sido así hasta que, aquí al lado, un vecino incómodo ha venido a despertarnos de este sueño fofo y pueril de la no-historia. ¿Cómo es posible?, se ha preguntado alguno. La respuesta es simple: ha sido posible porque España ha olvidado cualquier concepto -obvio- de interés nacional. ¿Y cómo no iba a olvidarlo, si incluso la propia idea de España como nación les resulta insoportable a la mayoría de nuestros políticos?

Ninguna nación es grande para siempre, ni tampoco pequeña. Una nación pequeña, por pobre que sea su historia y por escasos que sean sus recursos, puede convertirse en grande si despliega la suficiente energía para mantener un proyecto en el tiempo, si se dota de elites eficientes, si embarca a todos sus nacionales en un sentimiento de servicio al bien común. Inversamente, una nación grande, por brillante que sea su historia y por cuantiosos que sean sus recursos, puede convertirse en pequeña, hasta desaparecer, si renuncia al imperativo esencial de mantenerse en el tiempo, si la mediocridad se adueña de sus elites, si sus nacionales dejan de saber por qué viven juntos, si el propio concepto de bien común se extingue en provecho de los intereses particulares. Hoy España ha entrado ya en este segundo grupo. Marruecos nos lo ha enseñado.

¿Se puede salir de aquí? Sí, claro. Pero el camino sólo es uno: recuperar el concepto de interés nacional, volver a recordar todas esas obviedades. Y es difícil saber si quienes mandan en España están en condiciones de hacerlo. De no ser así, sólo cabría confiar en que los propios españoles derriben a sus elites para garantizar la supervivencia de su nación.

 

© Posmodernia

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