Maestros para pensar

George Orwell: el que no cerró los ojos

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: George Orwell.

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El siglo XX fue el de las grandes ilusiones y el de las grandes decepciones. Muchos prefirieron cerrar los ojos y callar la boca. Otros, quizá los menos, no. Entre esas excepciones figura el inglés George Orwell: socialista de convicción, tuvo el valor de reconocer el carácter criminal del comunismo soviético. Y de su experiencia dedujo dos obras que siguen vivas hoy por su carácter anticipador: Rebelión en la granja y 1984. El carácter clarividente de estas obras hace que Orwell nunca pase de moda.

De señorito a mendigo

Se llamaba Eric Arthur Blair y era hijo del imperio colonial británico. Su padre, funcionario de la Corona, dirigía el departamento de opio del Gobierno indio; su madre tenía ascendencia inglesa y birmana. Él mismo nació en la India, en Moithari, en 1905. Ese origen será fundamental en el rumbo que tomará después su vida. No lo fue en su infancia, sin embargo: trasladado a Inglaterra con su madre y hermanas cuando contaba dos años, se educó en escuelas británicas hasta completar su formación. Y muy buenas escuelas, por cierto: inteligente y trabajador, el pequeño Eric Blair consigue becas para estudiar sucesivamente en Saint-Cyprian, Wellington y Eton, la flor y nata del sistema de enseñanza.

Con esos antecedentes, la vida del joven Blair parecía abrirse a un futuro prometedor, pero fue todo lo contrario. Como su familia no podía costearle estudios universitarios, deja Inglaterra y se alista en la policía imperial en Birmania. Será una experiencia atroz, que reflejará en sus libros Los días de Birmania y Disparando a un elefante. Indignado por los abusos de la fuerza colonial, deja la policía, vuelve a Inglaterra, trata de ganarse la vida como puede y… no puede. Vive literalmente en la indigencia. Acude a París, a casa de una tía suya, para tratar de abrirse campo en el mundo de las letras, pero sin éxito. Su existencia mendiga quedará puesta por escrito en Sin blanca en París y Londres, que es su primer libro importante. Hace de todo: maestro de escuela temporal, asistente en una librería de viejo, lavaplatos en un hotel. Finalmente, vuelve a casa de sus padres en 1929, derrotado, tuberculoso y sin un penique en el bolsillo.

Su vida se encauzó relativamente en los primeros años treinta. Obtuvo un puesto de profesor en Hayes, un suburbio al oeste de Londres. Empezó a escribir en el New Adelphi. Es en este momento, 1933, cuando adopta el nombre literario de George Orwell y aparecen publicadas sus primeras obras. Se casa con Eileen O’Shaughnessy y la pareja adopta un niño. Y entra en contacto con los círculos de la izquierda del Partido Laborista, que entonces eran mucho más radicales que hoy. A petición de esos círculos escribe Orwell una especie de ensayo-reportaje, El camino a Wigan Pier, que era una denuncia de la situación de los obreros en el norte de Inglaterra. George Orwell ya era un hombre innegablemente de izquierdas. Era 1936. Y en España estallaba la guerra civil.

La decepción roja

Para buena parte de la izquierda europea, la guerra civil española, hábilmente manejada por la propaganda, fue un momento supremo: la gran defensa del pueblo trabajador contra la oligarquía conspiradora y fascista. Orwell, como muchos miles de europeos, se enrola en las Brigadas Internacionales para luchar en las filas del Frente Popular. Y la experiencia española será decisiva para el autor, porque aquí descubre la verdad. Orwell se alista en Barcelona en diciembre de 1936. Se le envía como miliciano a las fuerzas del POUM, el partido comunista que rivalizaba con el estalinista PCE.

Orwell asiste a los grandes procesos revolucionarios de socialización que el POUM y los anarquistas estaban llevando a cabo. Eso es lo que cuenta en su ensayo Homenaje a Cataluña. Pero, al mismo tiempo, descubre las manipulaciones del Partido Comunista, su dependencia total de la Unión Soviética y las mentiras de la propaganda de guerra. Mayo de 1937 marca el punto de inflexión. Es la fecha en la que el Frente Popular, siguiendo órdenes de Moscú, ejecuta la brutal represión sobre el POUM y, después, sobre la CNT. Orwell mismo a punto está de ser asesinado en Barcelona. Herido en el frente de Huesca, pone tierra de por medio y vuelve a Inglaterra. Su visión sobre el mundo ya no será la misma.

La experiencia de la guerra de España cambió a Orwell. Había descubierto dónde estaban realmente las grandes amenazas para la libertad, y también las mentiras de los supuestos redentores. Y la guerra mundial, que empezó inmediatamente después, terminó de definirle el paisaje. Orwell, 35 años y una salud destrozada, pasó la guerra en Londres, en los servicios de seguridad civil de la capital, mientras vivía de sus colaboraciones literarias y de su trabajo en el Servicio Oriental de la BBC, enviando mensajes a la población de las colonias británicas para que apoyaran a los aliados. Lo que por entonces le pasaba por la cabeza, lo escribió en su Diario de Guerra 1940-1942. Pero lo más importante son los libros en los que iba a plasmar los grandes peligros que se cernían sobre el mundo: Rebelión en la granja y 1984.

Las grandes alegorías

Rebelión en la granja es una alegoría deliberada del despotismo soviético. La historia es bien conocida: en una granja, los animales se rebelan para acabar con la explotación humana. Expulsados los hombres, sin embargo, los cerdos se autoproclaman líderes de la granja y terminan imponiendo una dictadura más despótica que la anterior. El principio “Todos los animales son iguales”, que justificó la revolución, se transforma ahora en este otro: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Rebelión en la granja es una caricatura del sistema soviético, pero su mensaje va más allá del comunismo: es una prevención contra todos aquellos que suprimen la libertad en nombre de la libertad, y un llamamiento a la necesidad de establecer limitaciones al poder.

Respecto a la otra obra, 1984, es quizá la que más proyección de futuro ha tenido, por su capacidad para anticipar cosas que Occidente ha conocido después. Esta novela, que originalmente se titulaba El último hombre en Europa, construye un mundo donde toda libertad ha desaparecido bajo la presión de un poder omnipresente y, eso sí, con ínfulas filantrópicas. La lengua ha sido modificada según criterios políticos: nace así la llamada “neolengua”, que es la que marca lo que se puede y no se puede decir. Para asegurar que nadie se salga del orden se ha constituido una policía, la policía del pensamiento, cuya función ya no es vigilar el orden público, sino, más aún, controlar el mundo interior de las personas, sus pensamientos privados. Los ministerios del orden nuevo en Oceanía –que así se llama el país donde se sitúa– son cuatro: el de la Paz, que se encarga de mantener la guerra; el del Amor, que gestiona la tortura y los castigos; el de la Abundancia, cuyo fin es lograr que la gente viva siempre al borde del nivel de subsistencia, y el de la Verdad, cuyo fin es deformar y manipular la Historia para que todo coincida con la verdad oficial que predica el Estado.

Verdaderamente, en el mundo de 1984 hay demasiadas cosas que se parecen mucho a ciertos excesos contemporáneos. Orwell supo anticipar hasta qué extremo la manipulación de la Historia o las limitaciones sobre el lenguaje iban a ser rasgos característicos de un mundo donde el poder adquiría formas nuevas. Las demás comparaciones, las dejamos en manos del lector. En todo caso, lo que queda es una clara advertencia sobre las artes que empleará el totalitarismo del futuro… quizá no tan futuro.

El final de la segunda guerra mundial anunciaba una posguerra caliente. El totalitarismo hitleriano había sucumbido, pero el totalitarismo comunista había conquistado media Europa. Orwell conocía perfectamente el significado de eso: la libertad estaba seriamente amenazada. Muchos intelectuales y artistas seguían engañados, obstinados en cerrar los ojos a la realidad. El peligro era grande. Y entonces Orwell hizo algo que luego se le reprocharía mucho: entregó a una amiga suya, Celia Kirwan, que llevaba una sección de propaganda anticomunista en el Ministerio británico de Exteriores, una lista con treinta y siete escritores, actores y periodistas caracterizados por sus inclinaciones procomunistas. Entre los nombres de esa lista, algunos personajes tan conocidos como Michael Redgrave y Charles Chaplin. Debió de ser un trago amargo, pero Orwell sabía lo que hacía: estaba frenando la penetración del estalinismo en Europa.

Aquello fue, seguramente, lo último que hizo Orwell en vida. Su tuberculosis se agravó muy seriamente. De un hospital a otro, consciente de que la vida se le acaba, en octubre de 1949 contrae matrimonio con Sonia Brownell y acto seguido pide que se le entierre conforme al rito anglicano, la fe de sus padres. Murió el 21 de enero de 1950, a los 48 años de edad.

¿Por qué, en fin, reivindicar hoy y aquí a George Orwell? Fundamentalmente, porque él abrió los ojos donde otros los cerraban, y él habló donde otros callaban. Enfrentado a un dilema atroz entre sus ilusiones y la realidad, Orwell tuvo el valor de escoger la realidad. Lo hizo a través de dos obras, Rebelión en la granja y 1984, que van mucho más allá de la memoria personal para convertirse en clásicos del siglo XX. Y como testamento dejó un mensaje que hoy nos interpela con urgencia: la peor tiranía será aquella que, en nombre de una libertad abstracta y sin carne, anula nuestra libertad de personas, nuestra libertad de carne y hueso. Ahora, miremos alrededor.

© La Gaceta

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