Lo importante ya no es el 1-O. Lo importante es el 2-O y todos los días siguientes. El Gobierno no puede seguir creyendo que estamos ante una especie de problema local de orden público. Hoy es la hora de hacer política. Ahora bien, esa política tiene muy poco que ver con lo que nuestros mandamases de todos los partidos entienden por tal. En el lenguaje del político español medio, “hacer política” no es otra cosa que el pasteleo y el cambalache, ejercicios frecuentemente indecentes. Pero la componenda o la cesión no son soluciones políticas. No, al menos, si otorgamos cierta dignidad al ejercicio de lo político; si seguimos considerando que la polis que da aquí sustancia a lo político es algo que se llama “España”. Y eso es lo único que ahora debería importarnos.
Grosso modo, lo que el sistema ofrece hoy a los españoles frente al desafío separatista catalán son tres opciones. La primera, la opción del separatismo y la ultraizquierda, es multiplicar los referendos de autodeterminación y disolver España en una pluralidad de naciones. La segunda, la del socialismo y buena parte de la opinión progresista, es acatar parte de las exigencias del separatismo y reconfigurar España como una suerte de ente confederal asimétrico, con unas regiones más beneficiadas que otras. La tercera, la que propone el Partido Popular y gran parte del aparato del Estado, es solventar el trance con el menor daño posible para el repertorio legal, ofrecer a los insurrectos alguna compensación económica aceptable y dejarlo todo como está. En cualquiera de los tres casos, el mal de fondo permanecerá o se agravará. ¿Estas son las soluciones “políticas”? ¿Dónde está aquí la “política”? Y sin embargo, es enormemente revelador que nuestros gobernantes no sean capaces de otra cosa. El verdadero problema está precisamente aquí.
Un problema estructural
Tomemos distancia. Fríamente mirado el asunto, la crisis de Cataluña está resultando enormemente rica en enseñanzas para el español de a pie. Enseñanzas sobre nuestro país, nuestra nación, nuestra propia posición personal en un proyecto colectivo que a todas luces está naufragando. Muchos han descubierto ahora el carácter esencialmente desleal de los separatismos, la fragilidad del marco constitucional, la debilidad estructural del sistema autonómico, los estragos causados por la desnacionalización (léase desespañolización) del Estado, la ambigüedad de las apelaciones a la “democracia”, la gran mentira de los consensos institucionales, las profundas complicidades del mundo de la finanza y de la comunicación con el separatismo, el egoísmo mezquino de las oligarquías del país, el barullo mental de la izquierda con la cuestión nacional, etc. Sobre todo, crece la impresión de que el Estado es inútil. La gente —cada vez más gente— se pregunta por qué la reacción del Estado es tan tibia, tan apocada. Cómo es posible que un gobierno local viole la ley, se jacte de ello, persista en el empeño y nadie lo destituya. Por qué el presidente del Gobierno de España apenas invoca algo tan elemental y comprensible como la unidad nacional de España. Por qué, en fin, un poder legítimo manda tan poco.
Hay quien remite esta evidente quiebra de autoridad a la cobardía personal de Mariano Rajoy. Estaríamos, en fin, ante una cuestión personal. Pero no, no ha sido sólo la cobardía de Rajoy y los complejos del PP. Porque no ha sido sólo Rajoy, sino el conjunto de la clase política, quien ha considerado inaceptable aplicar el artículo 155 de la Constitución para frenar en seco la deriva separatista. Ni ha sido sólo Rajoy, sino también todos los anteriores presidentes del Gobierno, quienes han conferido al nacionalismo catalán la hegemonía en su territorio desde hace cuatro decenios. Ni ha sido Rajoy, sino la judicatura, quien ha tolerado largo tiempo que en Cataluña se vulnere sistemáticamente la ley.
¿Miramos a la izquierda? La izquierda española, a pesar de haber gobernado el país veinte años y mantener extraordinarias cuotas de poder, ha sido incapaz de construirse una idea integral de España. ¿Miramos más? La propia Iglesia católica, que hace aún poco tiempo definía la unidad nacional como un “bien moral”, ahora se inhibe o incluso, en Cataluña, se alinea abiertamente con los separatistas. Los poderes económicos del país, condicionados por sus intereses particulares y por los lazos de la oligarquía industrial y financiera, han frenado una y otra vez cualquier iniciativa de Estado frente al separatismo. Estructuras vinculadas al sistema desde hace cuarenta años, como los sindicatos CCOO y UGT, se han puesto al lado de los separatistas. Los grupos de comunicación privilegiados por el poder con el oligopolio de la publicidad televisiva (Atresmedia y Mediaset) exhiben una sorprendente tibieza con el golpe separatista, cuando no lo apoyan abiertamente. ¿No lo estáis viendo? Estamos ante un problema estructural en sentido estricto. Es el propio sistema el que ha empujado y empuja para que el Estado no pueda emplear en su defensa las armas que la ley le otorga.
¿Dónde está el enemigo?
Armas, sí. Porque esto es un conflicto. No tiene otro nombre. Ahora bien, es un conflicto donde una de las partes (España) se ha negado sistemáticamente a ver a la otra (los separatistas) como su enemigo. Y para tratar de entender un poco de lo que pasa en medio de este embrollo, tal vez convenga recordar los fundamentos. Carl Schmitt decía que lo político, como categoría antropológica, surge cuando aparece un antagonismo entre dos adversarios. En caso de conflicto, la respuesta propiamente humana es precisamente lo político. Por eso el acto central de lo político es siempre identificar al enemigo, es decir, al que amenaza tu posición. Esto no quiere decir que lo político implique necesariamente una agresión, como tantas veces se interpreta de manera equivocada: el inimicus no es lo mismo que el hostis. Simplemente, se trata de saber quién va a ejercer una voluntad contraria a la tuya. Con el añadido de que, como apunta Julien Freund, normalmente es el enemigo quien antes te señala a ti. La visión del mundo liberal, que es de matriz individualista y por tanto suele hacer abstracción de los comportamientos colectivos, tiende a pensar que no, que lo político es pacto, y acuerdo, y concertación. Pero no es verdad. ¿Pacto con quién? En el mejor de los casos, con el enemigo que así deja de serlo, lo cual corrobora la premisa inicial.
La España del 78
Desde esta perspectiva, la España del 78, la España constitucional, no ha sabido designar al enemigo o, más precisamente, ha prescindido de ese requisito esencial de lo político. ¿Por qué? Ante todo, por falta de definición de sí misma. En efecto, desde su mismo origen, y por razones históricas de diversa fuente, la España del 78 no se vio a sí misma como sujeto de su proyecto político. Lo que había que salvar no era tanto la nación como el sistema democrático naciente. Así, todo nuestro sistema se montó sobre la base de que era preciso integrar a quienes nunca habían ocultado su voluntad de romper el propio sistema. Dicho de otro modo: el sistema de 1978 no ha encarnado a la comunidad nacional, a ese agente histórico que se llama España, sino que ha querido ser más bien una estructura de organización estatal capaz de absorber a sus enemigos.
¿Enemigos? Ninguno. Mejor dicho, sólo uno: el “franquismo”, suerte de fantasma difuso que ha jugado el papel de Mal absoluto para la izquierda y los separatismos y que, al cabo, ha sido también adoptado como tal por la “derecha migrante” (esa derecha que no ha parado de migrar hacia el “centro”). Para desdicha general, resulta que esa condena abstracta del franquismo (abstracta porque no había ya un Franco concreto) llevaba implícita una condena de España como sujeto histórico. Esto pueden parecer elucubraciones conceptuales, pero se comprenderá mejor si constatamos el simple hecho de que en España, desde hace muchos años, exhibir la bandera nacional es algo dificilísimo en numerosos ambientes políticos y sociales. Véanse las reacciones del poder, a izquierda y derecha, ante las concentraciones ciudadanas del 30 de septiembre: la reivindicación popular de la nación sólo suscita la ira de la izquierda y la vergüenza de la derecha.
Arrastramos el defecto de que el sistema del 78 nunca señaló como enemigo a quienes programáticamente pretendían destruir el propio sistema. Peor aún, quiso mostrarse al enemigo como amigo. Es la España del “tranquil, Jordi, tranquil” (para uso de las nuevas generaciones, esa es la frase que el rey Juan Carlos le dijo el 23-F a Jordi Pujol cuando éste, inquieto, llamó a La Zarzuela; quién los ha visto y quién los ve…). Ni siquiera en los años más sanguinarios de ETA se quiso definir al enemigo como lo que realmente era —una organización separatista— y se optó por eufemismos del tipo “violento” o “fascista”. ¿Por qué? ¿Por qué se ha negado la obviedad? Porque el sistema necesitaba vivir en esa ficción para legitimarse. Un error que al cabo de cuarenta años ha tenido consecuencias fatales.
Oligarquía y partitocracia
Aquí es necesario hacerse una pregunta esencial, a saber: quién es el sujeto de lo político, a quién corresponde señalar al enemigo, es decir, quién ostenta la representación política de la comunidad. En nuestro país, muy claramente, el sujeto de lo político ha sido una oligarquía que apenas ha conocido cambios en su composición desde los años iniciales de la transición. Por supuesto, todo sistema político es por naturaleza oligárquico en sentido estricto: siempre son unos pocos los que mandan, en todo tiempo y en todo lugar. El ideal es que esa oligarquía esté compuesta por los mejores (aristocracia) y que tanto sus filas como sus objetivos emanen del pueblo (democracia), de modo que los gobernantes encarnen siempre el interés general. Pero todo se viene abajo cuando esa oligarquía deja de atender a los intereses generales para defender su propio provecho como casta de poder. ¿No es precisamente eso lo que nos pasa?
La España del 78 es de naturaleza oligárquica. Y esa oligarquía, en España, se ha identificado abusivamente con los partidos políticos, sus esferas de poder y los pactos más o menos estables entre ellas. Es eso que se ha llamado “partitocracia”, con el importante matiz de que la fórmula no designa sólo a los partidos, sino a toda la constelación de instituciones y grupos de poder formales o informales que entran por las buenas o por las malas en la mesa donde se reparte el juego (desde los sindicatos hasta la judicatura, las organizaciones empresariales, los medios de comunicación y la banca, entre otros). Esto no quiere decir que los oligarcas se pongan de acuerdo en todas sus decisiones, sino que se ponen de acuerdo, implícita o explícitamente, en que nadie más entre en el tablero. El pueblo queda fuera del reparto. Ortí Bordás lo explicó muy bien en Oligarquía y sumisión. La democracia propiamente dicha se desvanece.
En la España de la transición, la mayor parte de las grandes decisiones han sido siempre de carácter estrictamente oligárquico, incluso cuando han cobrado la apariencia de democracia: las tempestades socioeconómicas de los años 70 se resolvieron entregando cuotas de poder a sindicatos y patronal en los Pactos de la Moncloa, la eventual agitación separatista se calmó introduciendo a los partidos nacionalistas en la mesa constitucional, y así sucesivamente. Progresivamente se fue construyendo un sistema neofeudal en el que partidos, sindicatos, patronal, banca y, pronto, los poderes regionales autonómicos, con sus nutridas clientelas, han acabado por copar el poder, desde la judicatura hasta la comunicación. Podríamos multiplicar los ejemplos. El poder judicial lo siguen designando los partidos. La privatización de los monopolios púbicos guardó sus respectivas tajadas para las distintas tribus de la oligarquía. La política hidrológica la marcan los intereses regionales. La comunicación social queda en manos de grandes grupos mediáticos con abundante intervención gubernamental, nacional o regional. La política energética la dictan compañías privadas que ya son en gran medida transnacionales. Etc., etc.
Puede objetarse que en otros países ocurre lo mismo —la determinación oligárquica de la decisión— y no por eso se deshacen. Lo cual es cierto, pero aquí reanudamos con la cuestión anterior. Porque resulta que la oligarquía, entre nosotros, no la compone una casta privilegiada que al menos está interesada en mantener la unidad nacional porque le va en ello su propio beneficio, sino que nuestra oligarquía, por los repartos de poder diseñados a lo largo de cuarenta años, incluye también a quienes buscan el descuartizamiento de la unidad nacional. La debilidad del Estado queda en evidencia.
Miseria de la Constitución… y una oportunidad
Como España no es el sujeto político de nuestro sistema, mal puede nadie señalar como enemigo a quien pretende romper España. Y como nuestra democracia es una oligarquía neofeudal que incluye a poderes territoriales exclusivos, mal puede nadie invocar la unidad nacional como horizonte del poder. Nada más elocuente que leer las declaraciones de quienes hoy pretenden oponerse al proceso separatista y constatar qué conceptos invocan: la ley, la democracia, la Constitución… En definitiva, el sistema. Nunca la nación.
Reducir la nación a una Constitución es un absurdo lógico. La Constitución no crea la comunidad política: ésta existe antes, por definición. Hay Constitución porque antes existe una nación que la elabora. Vale decir que no es posible salvar la Constitución a costa de sacrificar la nación. Sería como romper la vasija para salvar el vino. Ahora bien, este está siendo el gran error de la democracia española en general y de los gobiernos de Rajoy en particular. Quizá ahora se entienda mejor lo que queríamos decir hace cuatro años en estas mismas páginas con aquella fórmula de que “Rajoy estaba sacrificando a la nación para salvar al sistema”: en 2011, con una mayoría absoluta aplastante en todos los escalones del Estado, con facultades plenas para aplicar las reformas que España necesitaba tras el paso devastador de Zapatero, Rajoy no sólo se abstuvo de tal cosa, sino que aún ahondó más en las enfermedades que el sistema venía arrastrando desde tanto tiempo atrás. Hoy estamos donde estamos.
En términos de teoría política, aquí está precisamente la clave de todo: la España democrática ha renunciado deliberadamente a definirse como nación, es decir, como un agente político singular de naturaleza histórica, con un pasado que define su identidad y un natural proyecto de supervivencia en el futuro. En vez de eso, nos hemos construido una especie de manto neutralizador de toda voluntad colectiva. Manto que se justifica a sí mismo con el argumento de que “aquí cabemos todos”, pero cuya naturaleza real apunta más bien a paralizar cualquier impulso nacional español. De algún modo, es como si el Sistema del 78 hubiera certificado nuestro propio “fin de la Historia”. España como proyecto nacional –y no hay en realidad más proyecto que la supervivencia histórica- agoniza. “Murió de sí misma”, podrá sentenciar mañana el poeta.
Es una evidencia que caminamos hacia un nuevo proceso constituyente. Todas las grandes cuestiones que han afectado a nuestra democracia se han resuelto siempre por vía oligárquica y ahora no será de distinta manera. Con toda seguridad veremos movimientos diversos para recomponer el reparto de juego, ya sea de forma expresa a través de una reconfiguración confederal del Estado (una idea que nuestros oligarcas nunca han abandonado desde que la formalizó Herrero de Miñón) o de forma tácita mediante cesiones concretas que permitan salvar la ilusión de la “España constitucional”. Después de todo, ¿acaso no coincide eso con el desvanecimiento de las soberanías nacionales en provecho de un “horizonte global”, mundialista, que está siendo la fuerza mayor de nuestro tiempo? Lo veremos, sí. Y todos nos dirán que eso es lo más “democrático”. Y un pueblo español ostensiblemente domesticado aplaudirá sin entusiasmo, pero sin dolor, la extinción de hecho de su propio país. Al final resultará que Ortega —el de la España invertebrada— tenía razón cuando describía nuestra historia como un vasto proceso de integración, primero, y de desintegración después.
Con todo, este naufragio no deja de ofrecer oportunidades inesperadas. Cuanto más se oscurece el paisaje, más nítidas se hacen sus líneas. Ahora en realidad sólo hay una pregunta: ¿queremos que España siga existiendo como agente político en la Historia, sí o no? Ya sabemos quiénes contestan “no”. Lo que no sabemos del todo es quiénes están dispuestos a contestar “sí”. Hay quien dice que esto no tiene marcha atrás. Pero no, claro que hay marcha atrás. O por mejor decir: claro que es posible cambiar la dirección de los acontecimientos. Lo que hoy vivimos es el fruto de cuarenta años caminando en un determinado sentido. Es perfectamente posible caminar en el sentido contrario. Es cuestión de voluntad. Voluntad política en sentido estricto. Ha sonado la hora de la política, sí. Pero de la política de verdad.
Si la respuesta a la pregunta sobre la supervivencia de España es “sí”, el objetivo sólo puede ser uno: ya no salvar el Sistema del 78, muerto y enterrado estos días en Barcelona, sino refundar la democracia española en sentido nacional. De entrada, recuperar la credibilidad del Estado, lo cual hoy pasa necesariamente por aplicar estrictamente la ley a quienes la han violado, por severas que puedan ser las consecuencias (peor sería la inhibición), e intervenir aquellas instituciones subordinadas que se han levantado contra el ordenamiento común. Acto seguido —y esto es fundamental— señalar claramente al enemigo, que es el separatismo: no los territorios, ni las identidades culturales locales ni las instituciones regionales singulares, sino aquellos que usan todo esto para construir un proyecto político opuesto al proyecto nacional español.
No es posible seguir pensando que el separatismo cabe dentro de la democracia española. Y si no cabe dentro, hay que echarlo fuera. Esto, naturalmente, no es sólo una cuestión de códigos legales, sino sobre todo una tarea de cultura nacional: hay que volver a explicar a los españoles —a todos— por qué somos una nación y por qué estamos juntos, lo cual pasa necesariamente por un proyecto bien vertebrado de comunicación, cultura, educación e integración social, pensado a veinte años vista. Como la perspectiva es de ciclo largo, es imprescindible sumar voluntades. Es decir, que los poderes que han venido monopolizando el ámbito de lo político desde hace cuarenta años deben renunciar a sus privilegios de casta y abrirse a que el sujeto político de la nación vuelva a ser la nación, el pueblo. La reforma integral de la democracia española es tan imprescindible como su renacionalización. No estaría mal volver a vivir un harakiri de la oligarquía como el de las Cortes del franquismo. Y con todo eso hecho, tal vez sea posible reconstruir España.
Es todo eso lo que hay que hacer a la vez. Una tarea enorme. Es posible que aquí no queden ya energías ni voluntades dispuestas para semejante cosa. Pero ¿no queríais un gran proyecto nacional? Pues bien, helo aquí: reconstruir esta ruina. Buen horizonte para unas generaciones jóvenes que no tienen por qué resignarse a esta putrefacción. ¿No es estimulante? Sobre todo: cualquier otra cosa sólo podrá significar la extinción de esta España que ya agoniza.
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