El PSOE es uno de los "partidos dinásticos" del sistema, con el PP. No puede jugar a levantar banderas rojas. Sería como si Sagasta se hubiera hecho anarquista en 1901. Por eso era preciso acabar con Pedro Sánchez. Para salvar tanto al sistema como al propio PSOE. Pero quizá sea ya demasiado tarde. O demasiado inútil.
La crisis del PSOE no es una cuestión de clanes, territorios o proyectos personales de poder. Todo eso está ahí dentro, por supuesto, pero el incendio de Ferraz va mucho más allá. El PSOE no es sólo un partido político. El PSOE –más incluso que el PP- ha sido una de las columnas que han sostenido al sistema de 1978 desde su origen. Es el partido que más años ha gobernado desde la reinstauración de la monarquía constitucional. Es también una extensa estructura de poder, presión e interés que no se limita al campo de la política, sino que amplía su influencia a la finanza, a la judicatura, a la comunicación, a la escuela, a la universidad, a la administración del erario público. Si ahora el PSOE se cuartea, es porque todo el sistema ha entrado en colapso. Y las grietas del socialismo institucional, a su vez, agravarán la crisis general del sistema hasta lo irreparable.
La segunda restauración
El PSOE ha venido cumpliendo una función institucional de primera importancia: representar y, a la vez, neutralizar a la izquierda social, del mismo modo que el PP y antes la UCD han representado y neutralizado a la derecha. En eso la segunda restauración borbónica, la de 1975, se ha parecido bastante a la primera, la de 1874. ¿Hay que recordarlo? La primera Restauración borbónica se construyó sobre la alternancia controlada de dos fuerzas: los conservadores (Cánovas, Silvela, Maura) y los liberales (Sagasta, Canalejas, Romanones). La misión de estos dos partidos –en realidad, una mixtura de grupos de presión y redes clientelares- no era tanto dar vía libre a la democracia como garantizar la estabilidad del sistema institucional. Nada, por otra parte, más necesario en un país que arrastraba medio siglo de golpes militares (generalmente liberales), revoluciones populares y tres guerras carlistas, con el patético colofón de la monarquía postiza de Amadeo I y la esperpéntica Primera República. ¿Cómo poner fin a tanto desatino? Precisamente, organizando la vida política en torno a partidos que neutralizaran la regular tendencia a echarse al monte.
Fórmula mágica del pasteleo borbónico: “Representación + Neutralización”. Ese es el sentido del castizo legado de Alfonso XII a su viuda, María Cristina, en su lecho de muerte: “Cristinita, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”. Ni nuevas aventuras dinásticas –de ahí la alusión “reproductiva”- ni experimentos políticos fuera del gran pacto nacional. Los conservadores daban voz a los sectores tradicionales y católicos, los representaban frente a los militares y burgueses masones; la preeminencia de una corona cristiana les permitió creer en la ilusión de que la revolución había sido vencida. De hecho, nunca más hubo insurrecciones carlistas. Al mismo tiempo, los liberales daban voz a los sectores que se habían sublevado en 1868, a la burguesía progresista, a los herederos de Riego y Espartero; la existencia de un parlamento y de ciertas libertades públicas les permitió creer en la ilusión de que la reacción había sido derrotada. De hecho, nunca más habrá levantamientos liberales. Fuera del sistema quedaban, a la derecha, un tradicionalismo pujante, pero pacífico, y un socialismo revolucionario, pero aún sin fuerza para volver el país cabeza abajo. Sólo el anarquismo pondrá manchas de sangre en el paisaje. Y el equilibrio durará hasta los años 20.
El montaje de los partidos dinásticos funcionó. No era una democracia ejemplar, pero es que su objetivo no era ese, sino proporcionar estabilidad donde sólo había zozobra. Y las fuerzas mayoritarias, relativamente cómodas en un paisaje pacificado, renunciaron a sus aspiraciones máximas. O sea: representación + neutralización.
La segunda restauración, la de 1975, vista hoy con la perspectiva de cuarenta años, ha guardado un esquema bastante semejante. Cambian los protagonistas, pero no el concepto de fondo: representación + neutralización. O sea, el sistema político como frigorífico institucional. Dos grandes fuerzas políticas se han repartido el campo bajo la convicción implícita de que ese era el mejor modo de dar estabilidad a la vida pública (habría que añadir a la nómina a los nacionalistas regionales, pero eso nos abriría otro capítulo). El PP, como antes AP y UCD, ha asumido la representación exclusiva de la España “nacional” apartándola de cualquier veleidad neofranquista. Por eso en España no ha amanecido una derecha nacional como en Francia o en otros lugares. Con ese capital en la mano, la derecha no ha hecho la política que le dictaban sus principios, sino la que le convenía al sistema para su supervivencia, incluso contra las ideas de sus votantes. Tan en serio se lo ha tomado Rajoy que su tarea de gobierno podría haberla rubricado Felipe González en 1994. Y del mismo modo, el PSOE ha sido durante cuarenta años el hogar institucional de la izquierda española, e igualmente ha neutralizado toda tentación revolucionaria: representación + neutralización. No yerra Pablo Castellanos cuando llama a PP y PSOE “partidos dinásticos”.
El PSOE, partido dinástico
El PSOE no es un partido revolucionario. No puede serlo porque es un partido del sistema. De hecho, es el principal “partido dinástico” de esta segunda restauración que normalmente llamamos “transición”. El PSOE metió a España en la OTAN, negoció las condiciones de ingreso en la Comunidad Europea, pilotó el subsiguiente desmantelamiento de la industria nacional (“reconversión”, lo llamaron) y la jibarización del sector agrario, organizó la transformación de los monopolios públicos del franquismo (CAMPSA, Telefónica, etc.) en oligopolios privados, creó su propia élite financiera, inauguró la superconcentración bancaria, apadrinó –de consuno con el PP- el control del poder judicial por los partidos, el reparto oligárquico del poder mediático y el desembarco de los políticos (sindicatos incluidos) en las cajas de ahorros, aplicó las primeras reformas laborales de corte liberal y también los primeros recortes de pensiones… Pudo hacer todo eso, que era lo que el sistema buscaba, precisamente porque su función ha sido representar y neutralizar.
Nuestra izquierda siempre ha dicho, con bastante petulancia, que el gran mérito de Fraga fue “llevar a la derecha española a la democracia”. En realidad, con más razón puede decirse lo mismo de un PSOE que en 1976 todavía apostaba por la ruptura revolucionaria. Hasta que Felipe dijo aquello de que “hay que ser socialista antes que marxista”. Nos acordamos, ¿verdad? El PSOE terminaría aportando al primer español que ocupaba la secretaría general de la OTAN. Y después, comisarios para la superburocracia de la Unión Europea, y asientos en la banca transnacional, y consejeros en las grandes empresas privatizadas, y derecho de pernada sobre el presupuesto público, y créditos blandos e incluso condonaciones para la deuda del Partido y bula de indulgencia para la corrupción… ¿A qué cree Pedro Sánchez que se refería Susana Díaz cuando dijo aquello de que “el PSOE es algo más que su militancia”? Y Susana tiene razón.
Todo eso cambió con Zapatero, ciertamente. No en el plano de las políticas “sistémicas”, donde el PSOE siguió a pies juntillas los intereses de la “nueva clase” transnacional, pero sí en el de la percepción de la función del partido dentro del orden político nacional. Zapatero rompió los pactos implícitos de la transición. Señaló a la “derecha” como enemigo absoluto mientras flirteaba con el separatismo catalán y negociaba con el terrorismo vasco. Quiso expulsar a media España de la vida pública mediante una brutal ofensiva de sustracción de legitimidad (la ley de “memoria histórica” es el ejemplo máximo). La operación puede entenderse en el contexto europeo de unas socialdemocracias que se habían quedado sin discurso: “a falta de lucha de clases, construyamos otras luchas”. Pero los efectos de semejante ocurrencia sobre el paisaje político español han acabado siendo devastadores: por así decirlo, se abandonaba el campo de la razón práctica –campo en el que los socialistas, es cierto, bien poco podían inventar ya- y se pasaba al de las pasiones, los sentimientos, los afectos y los odios. Hemos asistido a una primitivización galopante del discurso político. En el caso concreto del PSOE, hemos visto cómo un partido con abundancia de millonarios pretendía hacerse pasar por revolucionario. Era inevitable que le surgiera por la izquierda una contestación “cátara”, una izquierda que pedía más pureza. Podemos es hijo del zapaterismo. Es vino rancio en odres nuevos, pero al menos –piensan muchos- resulta más presentable que el viejo botijo lleno de lascas de la segunda restauración. “Que no, que no nos representan”, gritaban aquellos muchachos. Y sin representación, no hay neutralización.
La tentación radical
Vayamos ahora a Pedro Sánchez. Este caballero es un típico producto del PSOE zapateriano. Lleva viviendo de la política desde que tiene 26 años y su mundo es el PSOE desde el año 2000, desde aquel congreso que eligió a Zapatero, precisamente. Pedro Sánchez es un hombre crecido en esa atmósfera, completamente ilusoria, que pretende envolver en banderas rojas a un partido dinástico. Le falta experiencia para entender que la posición del PSOE no puede ser esa y, visto lo visto, le falta seso para comprender que la ambición personal tiene un límite fatal: la ambición del grupo. Acorralado por la herencia ominosa de Zapatero, por la destrucción de elites relevantes dentro del partido (ZP lo dejó hecho un erial), por el desvanecimiento del discurso socialista (incapaz de precisar un modelo económico o un modelo territorial más allá de la retórica), por el crecimiento de una ultraizquierda incontrolable y por la pérdida galopante de votos, todo ello aderezado sin duda por rencores personales que algún día alguien tendrá que explicar, Pedro Sánchez ha apostado por una política de ruptura que en la práctica supone llevar al extremo la cizaña sembrada por Zapatero: antes náufrago que ver a la derecha en el poder. Pero, oiga: ¿qué derecha?
Es difícil saber si Sánchez cree realmente que la salvación del PSOE y la suya propia está en la izquierda o si todo es, simplemente, una maniobra de supervivencia personal. Es difícil saber si Sánchez se ha tragado el cebo podemita de ser “el Tsipras ibérico”, como se tragó Largo Caballero el del “Lenin español”, y si acaso terminará entregando a las Juventudes a Moscú (o a donde sea), como Carrillo en el 36. Sería llamativo en alguien que hace sólo cuatro años era la esperanza blanca de la socialdemocracia. Pero eso, en todo caso, importa bastante poco. Lo que cuenta son los hechos, y los hechos son que la negativa de Sánchez a permitir que el PP forme gobierno en minoría parlamentaria, después de dos victorias electorales consecutivas del centro-derecha, ha conducido a la ruptura definitiva del sistema.
Por supuesto, nadie en el PSOE se lo reprocharía si el fruto de esa estrategia de bloqueo hubiera sido un aumento de votos que permitiera cobrarse el poder. Pero es que no: en diciembre de 2015 Sánchez tuvo los peores resultados de la historia del PSOE desde aquel 12,5% de Largo Caballero en 1933, y no los mejoró en junio de 2016. Sorprendentemente, el análisis de Sánchez parece haber sido este: “No hemos sacado más votos porque no hemos sido suficientemente rojos”. Y cuanto más insiste en esa estrategia, más votos pierde en beneficio de la ultraizquierda de Podemos. Las elecciones regionales vascas y gallegas han sido la puntilla. La conclusión es evidente: a Sánchez se le ha ido la cosa de las manos. Hoy el PSOE está a punto de dejar de ser un partido dinástico. Y eso es una catástrofe no sólo electoral.
Seamos claros: el PSOE no puede dejar de ser un partido dinástico porque todo el poder real que aún le queda –no sólo en lo político, sino también en lo financiero, lo judicial, lo mediático, etc.- depende precisamente de que permanezca dentro del sistema, esto es, dentro del reparto efectivo de poder arbitrado desde 1978. Salirse de ahí es tanto como abanderar un suicidio colectivo. Es como si en 1901 el viejo Sagasta, llevado de un trastorno senil, hubiera decidido que el verdadero lugar del Partido Liberal Fusionista no estaba en la componenda monárquica, sino en las barricadas, con los anarquistas y con el entonces naciente PSOE. Sin duda muchos de sus seguidores (o sea, “la militancia”) habrían bailado de gozo, pero el partido, sencillamente, habría estallado en mil pedazos. Pues bien: la actual crisis del PSOE tiene mucho de locura de Sagasta. Era inevitable que resucitara Felipe González para volver a poner las cosas en su sitio y recordar, sin necesidad de explicitarlos, los pactos fundacionales de la segunda restauración: “Cristinita…”.
La quiebra del sistema
El verdadero problema, con todo, es que esta crisis pone en riesgo al sistema en su conjunto, ya bastante baqueteado por la corrupción institucional y la incapacidad para dar respuestas nacionales a la crisis global. Cuando a una tenaza se le rompe un brazo, es toda la herramienta la que se hace inútil, y no sólo la mitad. Eso es lo que convierte a la crisis del PSOE en mucho más que un enojoso episodio interno de un partido atribulado.
El brazo derecho de la tenaza institucional que sostiene al sistema de 1978 sigue funcionando bien: el PP mantiene neutralizada a la derecha social a pesar de que su política de impuestos exorbitados, aborto libre, matrimonios homosexuales, mantenimiento de los pactos con ETA, debilidad calculada con el separatismo catalán, politización de la justicia y limitación de la pluralidad mediática (paremos aquí la lista) viola todos y cada uno de los principios de sus votantes. ¿Quién va a protestar? Nadie. No hay ya poderes fácticos –es decir, poderes de hecho- con capacidad de alzarse: ni masas de pequeños propietarios (ahora los propietarios son pocos, grandes y, muy frecuentemente, de izquierda), ni Iglesia (demasiado ocupada en parecer lo más progre posible), ni ejército (más dispuesto a combatir en Afganistán que en Barcelona). La aplastante hegemonía mediática “progre”, sostenida y multiplicada por el PP de Rajoy y Soraya, contribuye a imponer en la sociedad la idea de que no hay vida moral fuera de la izquierda. Y eso, al PP, le viene bien: mantiene a la derecha social estabulada y callada. Representación + neutralización. Y así seguirá siendo si Rajoy no comete el error de meter en España un millón de inmigrantes o de flaquear demasiado ante el separatismo catalán.
El brazo izquierdo, por el contrario, está hecho pedazos. Todos los partidos socialistas europeos están conociendo una severa crisis tanto ideológica como política (porque todos ellos han sido, a su modo, “partidos dinásticos” en sus respectivos países), pero el PSOE es sin duda el más frágil porque ya no es capaz de controlar los procesos de radicalización que él mismo ha desencadenado y, aún peor, buena parte de su clientela está dispuesta a dejarse seducir por la sirena de la ruptura. Hablemos en serio: ¿qué política económica podría hacer el PSOE que fuera sustancialmente distinta a la que ha hecho el PP? ¿Qué repertorio que no le alejara de las instrucciones de Bruselas y de los intereses de los bancos y fondos que tienen en sus manos la deuda pública española, superior a nuestro PIB? No hay salida. Al menos, no dentro del sistema. Como no hay salida, y los socialistas lo saben, el partido ha optado por radicalizar su discurso buscando en la retórica extremosa del “no, no y no” una última bandera que la izquierda social pueda reconocer. O sea, representar sin neutralizar. Pero al no neutralizar, se corre el riesgo de que la izquierda social vaya a buscar representación en otra parte. Es lo que está pasando. Al aprendiz de brujo, por definición, se le escapan las fuerzas que conjura. Así Zapatero y así Sánchez.
¿Y ahora qué? Imposible saberlo. Lo único seguro es que esta ruptura va a ser prólogo de nuevas convulsiones. Hipótesis vertiginosa: que esta segunda restauración termine como la primera. La izquierda dinástica de la primera restauración entró en crisis cuando dejó de representar a la izquierda social y, por tanto, perdió la posibilidad de neutralizarla. Hubo un hecho decisivo que fue el asesinato de Canalejas –un tipo de primera, por otro lado- bajo las balas de una pistola anarquista. A partir de ese momento, el viejo Partido Liberal terminó convertido en una cáscara vacía en manos de un oligarca como Romanones. Eso rompió la tenaza. La crisis fue tan grave que se hizo preciso llamar a un espadón, el general Primo de Rivera, para que pusiera orden (con la entusiasta colaboración del PSOE, cabe recordar). Pero para entonces la izquierda social ya estaba fuera del sistema y se reconocía mucho más en el magma republicano, que es lo que terminó aflorando en 1931. Hoy no caben “espadones” –no hay-, sino que el espíritu del tiempo empuja más bien hacia los “billetones”: tipos como Monti o Macron, capaces de mantener la apariencia de democracia bajo el gobierno de la finanza global. Pero en las actuales circunstancias, con el sistema entero quebrado, es difícil pensar que esa izquierda vaya a dejarse “neutralizar” por mucho aborto y mucho matrimonio gay que le pongan como señuelo. La derecha, por cierto, también haría mal en “neutralizarse”. ¡Pero es tan cobarde…!
Las tenazas se han roto. Corroídas por el tiempo, tal vez, o por las circunstancias. Eso es todo. Y aquí cabe una última reflexión. El sistema de 1978 estaba pensado para aplicarse a un cuadro que era el de la oposición derecha/izquierda sobre el eje del mercado libre y las libertades públicas, pero ese paisaje quedó atrás hace mucho, mucho tiempo. Hoy, 2016, el paisaje es el de la pugna entre la construcción de un mundo global y, enfrente, la resistencia que le puedan oponer las soberanías nacionales y populares, y eso es transversal a derecha e izquierda. Ahora bien, en España, ni nuestra derecha ni nuestra izquierda han dado todavía el paso para entrar en el nuevo escenario. El sistema del 78 tampoco, por supuesto, acomodado como parece a la corriente del “mundo global”. Pero cuanto haya de venir, lo hará por esa vía nueva, que es ya el aire de nuestro tiempo. Abrir ventanas.© Gaceta.es