Proseguimos con la tercera entrega de la serie de José Javier Esparza.
El sueño moderno del mundo unificado
Todos los grandes proyectos políticos modernos han aspirado a ese impulso de universalidad, lo mismo en la familia liberal que en la socialista. Esos son los dos grandes brazos que intentaron construir el mundo nuevo en el siglo XX. En el campo socialista, fue la Internacional, la dictadura del proletariado por encima de fronteras y naciones. En el campo liberal fue el Mercado libre como regulador natural de un orden nuevo (también por encima de fronteras y naciones). En los últimos compases de la Primera Guerra Mundial, mientras Inglaterra y Francia aún soñaban con repartirse el mundo según los viejos criterios del imperialismo nacional –se cumplen ahora cien años del tratado Sykes-Picot que dibujó las fronteras de Oriente Próximo-, Washington y Moscú miraban más lejos. La revolución socialista proclamaba su ambición planetaria. Washington, por su parte, alumbraba los "catorce puntos" de Wilson, que en buena medida han sido la semilla de todo cuanto ha venido después. ¿Hay que recordar sus objetivos esenciales? Desaparición de barreras económicas, libertad universal de navegación en los mares, desmantelamiento progresivo del sistema colonial, desguace de los imperios austro-húngaro y otomano (es decir, de las dos pervivencias mayores del mundo antiguo), propuesta de una asamblea de naciones... Los catorce puntos de Wilson fueron la primera formulación de lo que luego se llamaría "nuevo orden del mundo" bajo el signo de la globalización.
Es muy importante subrayar que ese proyecto no dejó de estar vivo jamás. En el periodo de entreguerras, los Estados Unidos lo aplicaron sin embozo en su espacio americano y en el Pacífico, mientras la Unión Soviética discutía si apostar por la revolución permanente a escala mundial o por la construcción del socialismo en un solo país para alcanzar aquel objetivo de la "sociedad planetaria de contables", definido por Marx en libro III de El Capital. El gran obstáculo para el orden nuevo era la política europea, siempre tan apegada a las problemáticas nacionales, pero eso cambió dramáticamente con la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa se hizo la guerra a sí misma. A partir de ese momento, el escenario quedaba plenamente preparado para el gran salto, para la escala propiamente planetaria de las grandes apuestas de poder.
Los acuerdos de Bretton-Woods de 1944, pergeñados tres años antes por Roosevelt y Churchill en la Carta del Atlántico, venían a implantar de hecho las estructuras del orden nuevo. ¿Principios? Una vez más, librecambio internacional, libertad de los mares (una auténtica obsesión norteamericana, y basta ver el mapa para entender por qué), debilitamiento de las barreras nacionales y desarme de los enemigos del gran plan. Eran los mismos principios de 1918, pero esta vez se aportaba una novedad trascendental: comprobado que el marco nacional resultaba inadecuado, ahora nacían instituciones transnacionales para gestionar el mundo global, ese One World que Roosevelt dejó como herencia doctrinal. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial respondían a ese impulso, y la imposición del dólar como referencia internacional de cambio funcionaba como argamasa para consolidar el sistema.
La palabra "sistema" es precisamente la adecuada: a partir de ahora, los Estados se convertían en actores complementarios (cuando no secundarios) y el protagonismo pasaba a una red estrechamente entrelazada de organismos financieros, comerciales, diplomáticos y políticos (y militares) cuya existencia individual reposaba en la existencia de los otros y en el funcionamiento simultáneo del conjunto; la vida de unos agentes quedaba subordinada a la de otros y, a la vez, se convertía en condición para la supervivencia de éstos. No era preciso concebir un "director de orquesta": el orden global quedaba preparado para que todo marchara a la vez y de manera relativamente autónoma. "La unidad del mundo –decía Kundera- significa que nadie puede escapar a ninguna parte". Por eso la palabra adecuada es precisamente "sistema".
Mientras el mundo atlántico construía su propia vía hacia el Estado Mundial, arraigada en la democracia liberal y bajo el liderazgo norteamericano –liderazgo económico, militar y político, todo a la vez-, el mundo comunista trataba de hacer lo propio sobre su particular modelo doctrinal. Aquella situación marcó el acta de nacimiento de la OTAN y de su contraparte, el Pacto de Varsovia. Eran dos gigantes peleándose por el control del mundo, pero bien pronto se vio que al bloque comunista le faltaba fuelle: finalmente el proyecto mundial del socialismo quedó confinado en los límites de dos grandes potencias continentales, la Unión Soviética y China, y el "internacionalismo proletario" nunca pasó de ser retórica para envolver los intereses nacionales (ideológicos, pero nacionales) de Moscú o Pekín. El gran fracaso histórico del "socialismo real" no ha sido, a decir verdad, la inoperancia de su modelo socioeconómico, sino su incapacidad para alcanzar el objetivo mayor del pensamiento moderno, a saber, un orden extendido a escala planetaria.
La caída del Muro de Berlín y el colapso del mundo soviético significaron el triunfo final de la versión liberal, mercantil, del viejo proyecto moderno del Estado Mundial. No serían los soviets quienes realizaran el sueño cosmopolita kantiano, sino las grandes urbes occidentales con sus bancos, su consumo masivo y sus capitanes de la industria. La imagen más gráfica: la del presidente ruso Boris Yeltsin sometiéndose a las "recomendaciones" del Fondo Monetario Internacional y al denominado "Consenso de Washington" en 1991. Si hay que elegir entre la delación y el dinero –decía Calasso-, siempre resulta mucho más amable el dinero. Y eso es exactamente lo que empezó a amanecer al día siguiente de la caída del Muro; ese y no otro es el sentido del hegeliano "fin de la Historia" que teorizó Fukyama y que, después de todo, desde su punto de vista era verdad. Tampoco es casualidad que aquel momento de apoteosis del capitalismo mundial coincidiera con la desespiritualización de Occidente: el viejo discurso de la "defensa de Occidente", preñado aún de resonancias cristianas, se desvanecía a toda velocidad para verse sustituido por un relato esencialmente económico de prosperidad global vagamente envuelto, eso sí, en etéreas referencias a "nuestros valores" y "nuestro modo de vida".
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