Stalin era primario y elemental en materia de sexo, tosco y despótico en materia de afectos, su recorrido sentimental acabó lleno de sangre, como todo en su vida.
Lenin era un materialista; quizá sentimental, pero sin el menor asomo de romanticismo ni de pasión. Mussolini era un amante volcánico; nada romántico, pero puramente pasional. Stalin no se parece ni al uno ni al otro: primario y elemental en materia de sexo, tosco y despótico en materia de afectos, su recorrido sentimental acabó lleno de sangre, como todo en su vida.
Poru origen, bastante mísero, Stalin se parece más a Mussolini que a Lenin: nace en la Georgia rusa, pobre y atrasada, hijo de un zapatero alcohólico que le cubre de golpes mientras la madre, quieta, mira sin actuar. Pero Stalin no afronta esa desdicha con el valor personal de Mussolini, sino que el alma se le va llenando de una suerte de resentimiento universal. Tan sumiso como necesitado, Stalin ingresa en el seminario teológico de Tiflis para hacer carrera religiosa; pero, siempre resentido, allí repudia a Dios padre igual que antes había repudiado al zapatero borrachín. Toda esa lamentable sordidez se prolonga con su matrimonio: se casa en 1903 con una joven georgiana, Ekaterina Svanidze, una muchacha convencida de que ha nacido para servir y que de hecho le sirve como una esclava. Esta primera esposa muere en 1907, apenas cuatro años después, dejándole un hijo: Jacobo. Stalin, según parece, les tenía afecto, pero la muerte de Ekaterina no le turbó: ya entonces estaba entregado en cuerpo y alma a la revolución, o mejor dicho, al poder. Y ninguna de las mujeres que desde entonces van a cruzarse en el camino de Stalin dejarán de ser simples instrumentos de su ambición.
Un peón en la corte de Lenin
Ese fue el destino de Nadia Aleluyeva, la segunda esposa de Stalin. Una mujer muy interesante. Nadia era una de las secretarias personales de Lenin, hija del obrero revolucionario Serguei Aleluyev, que había prestado cobijo a Lenin y a la Krupskaya durante las revueltas de julio de 1917. Se trataba, pues, de una mujer de confianza. Pero es que, el día después de que los Lenin abandonara la casa de los Aleluyev, quien acudió a refugiarse allí fue Stalin. Que no sólo se refugió, sino que además sedujo a la entonces jovencísima Nadia. Nadia era muy bonita; había tenido amores con otros revolucionarios, como Kovarski –un nombre que hay que retener-, pero Stalin le gustó más. La chica tenía apenas dieciséis años. Stalin, treinta y nueve. Ella veía en él a un líder de la revolución; él veía en ella, sobre todo, una voluntad sumisa.
Nadia fue, para Stalin, un instrumento perfecto que le permitía controlar a Lenin. Ocupaba un puesto clave en su secretaría, y además Lenin la apreciaba porque era capaz, eficiente y bonita. De modo que gracias a Nadia pudo conocer Stalin todas las cartas que Lenin dictaba, todos los movimientos del líder, todas sus decisiones, todas sus conversaciones telefónicas. Poco a poco, Stalin fue confinando a Lenin en los muros del Kremlin: gracias a Nadia sabía qué decisiones tomar antes de que Lenin las tomara, y el viejo líder, ya muy enfermo, no estaba en condiciones de contrarrestar ese tremendo servicio de espionaje que Stalin le había colocado en su propio despacho. Nadia, con toda seguridad, pensaba que sirviendo a su marido no sólo no traicionaba a Lenin, sino que servía a la revolución. No tardaría en darse cuenta de que, en realidad, estaba alimentando a un monstruo.
Si en todo dictador anida una voluntad de poder indomable, en Stalin ese rasgo se daba en grado superlativo. Incluso podríamos decir que era el rasgo fundamental, si no único, de su carácter. Era incapaz de cortesías amables como las de Lenin o de efusiones de sinceridad sentimental como las de Mussolini. Tampoco poseía ni la elocuencia seductora del primero ni la presencia imponente del segundo. Todo eso él lo reemplazaba con una ferocidad sobrehumana. Tanto Lenin como Mussolini miraban a largo plazo. La inteligencia de Stalin, por el contrario, jugaba siempre sobre el plazo corto, y no le interesaban tanto las estrategias de fuerza como las intrigas de poder. En este último campo Stalin fue, sin duda, un consumado maestro, y a él aplicó toda su voluntad con una insistencia que con frecuencia se convirtió en saña. Así actuó cuando su objetivo fue aislar del poder a Nadeshda Krupskaya, la viuda de Lenin. La Krupskaya había conseguido que Lenin, en su testamento, declarara que Stalin debía ser apartado del mando. Stalin lo sabía. Por eso, cuando la Krupskaya quiso publicar el testamento de su marido, Stalin se negó. Y no sólo se negó, sino que cubrió de improperios a la viuda y, acto seguido, se encargó personalmente de anular los últimos restos de su influencia política.
La desdicha de Nadia Aleluyeva
Mientras tanto, la joven esposa, Nadia Aleluyeva, empieza a sentir una creciente aversión por un Stalin en el que, por debajo del líder comunista, descubre a un hombre salvaje y brutal. La familia Stalin consta ya de dos hijos: Vasili, nacido en 1919, y Svetlana, nacida en 1925, la hija que más tarde se rebelará contra su padre. Todos viven en un apartamento junto al Kremlin. Pero Stalin no lleva exactamente una vida familiar: los fines de semana escoge a unos pocos amigos íntimos y se marcha al campo para beber vodka hasta la saciedad. Esas escapadas rutinarias siempre traen consigo estallidos de cólera. En cierta ocasión, hacia 1926, después de una de esas escenas de furia alcohólica, Nadia coge a sus hijos y se marcha a Leningrado. Stalin la obligará a volver, pero su relación ya está, de hecho, rota.
Los biógrafos de Nadia Aleluyeva sostienen que su creciente distancia hacia Stalin no se debía sólo a las insoportables condiciones de una convivencia imposible, sino también a razones políticas. Nadia era, por decirlo así, una revolucionaria sensible. Ya en 1921 había acudido ante Lenin en persona para protestar por las continuas matanzas de civiles ejecutadas por el Ejército Rojo. También ante su propio marido, Stalin, mantendrá la misma actitud. Su creciente disconformidad con el rumbo de las cosas en la Unión Soviética le conduce a tomar una decisión de afirmación personal: en 1929 ingresa en la Academia Industrial de Novaya Basmannaya para estudiar física, química y matemáticas. Stalin tardó en aceptar la idea, pero, finalmente, Nadia se impuso. Eso sí: el dictador le puso a los servicios secretos detrás de los talones.
En esta Academia de Novaya Basmannaya va a ocurrir un acontecimiento muy interesante que da una idea de cómo era Nadia Aleluyeva. La mujer de Stalin estudiaba allí de incógnito: vivía como una estudiante cualquiera y muy poca gente sabía quién era. Lo cual, ciertamente, le daba mayor libertad de acción. Allí, en las aulas, Nadia organiza un grupo del Partido Comunista. Y traba conocimiento con un joven muy prometedor. Ese joven, aunque tosco y algo bruto, era un hombre brillante, simpático y de inequívoca fidelidad política. Poco a poco, el hombre, que ignora la verdadera identidad de Nadia, empieza a comprobar que desde Moscú se le favorece de manera sorprendente. Y aún más: que su favorecedor es el propio Stalin. El joven no tarda en descubrir quién es Nadia. Ese joven no era otro que Nikita Kruschev, que llegará a ser premier de la Unión Soviética, que emprenderá el proceso de desestalinización de Rusia y que siempre, desde aquellos años de la Academia, contará con la amistad íntima de Nadia Aleluyeva y sus hijos. También cuando el objetivo sea condenar públicamente, en el XX Congreso del PCUS, los crímenes de Stalin.
Ocaso rojo… oscuro
Es difícil saber si entre Kruschev y Nadia Aleluyeva hubo algo más que una amistad muy estrecha. En los primeros años treinta es precisamente cuando Stalin acomete la mayor parte de sus crímenes. Cabe imaginar que Nadia se siente cada vez más alejada de él. Nadia, por entonces, aún no ha cumplido la treintena, y siempre había sido muy hermosa, mientras que Stalin sobrepasa los cincuenta y, desde mucho tiempo atrás, para él no existía otro amor que el poder. El hecho es que, hubiera lo que hubiere entre Nadia y Nikita, éste será llevado sucesivas veces a entrevistarse con Stalin por mediación de la propia Nadia. Y Stalin continúa favoreciendo la carrera política del joven Kruschev, que queda al margen de la gigantesca depuración criminal del líder. El propio Kruschev lo cuenta en sus memorias: mientras sus compañeros de Academia y de Partido van siendo ejecutados como “enemigos del pueblo”, él sobrevive. Y sobrevivirá incluso a la propia Nadia Aleluyeva.
Porque Nadia Aleluyeva murió, en efecto. Trágicamente. Y en circunstancias lo suficientemente oscuras para que sea posible cargar la culpa, directa o indirectamente, sobre el propio Stalin.
¿Qué ocurrió? Tras su paso por la Academia, Nadia había creado en torno a sí un auténtico núcleo familiar. En él no estaba Stalin, pero sí el hijo del primer matrimonio del dictador, Jacob. Éste, probablemente avergonzado de su padre, había intentado suicidarse. Stalin comentó sarcásticamente: “Vaya, no acertó”. Nadia, horrorizada, acogió a aquel hijo que no era suyo y que apenas tenía siete años menos que ella. Las fotos de Nadia demuestran cómo poco a poco va apoderándose de esta mujer una tristeza infinita. Sigue siendo una activa comunista, pero su activismo se orienta cada vez más, y cada vez más peligrosamente, a la crítica de su propio marido. En el otoño de 1932 estalla la tragedia. Nadia ha pronunciado en su Academia una conferencia donde critica muy ásperamente la colectivización forzosa impuesta por Stalin. Por menos de eso, varios miles de miembros del Partido Comunista han sido fusilados. Kruschev, consciente del peligro, hace desaparecer la transcripción de esa conferencia. Pero ya parece claro que Nadia está dispuesta a todo.
Ese mismo mes de octubre, Stalin condena a muerte a un viejo conocido de nuestra historia: Kovarski, aquel que había encontrado refugio, casi veinte años atrás, en casa de los Aleluyev, como Lenin y como el propio Stalin, y que había tenido amores con la entonces jovencísima Nadia. Ésta, enterada de la noticia, le pide a Stalin que le perdone la vida. Stalin gruñe: “¿Acaso es tu amante para que te preocupes tanto por él?”. El dictador rojo ordenó su ejecución inmediata.
Pocos días después, el 7 de noviembre, Stalin preside los desfiles del XV aniversario de la Revolución; Nadia no está en la tribuna, sino confundida entre la muchedumbre. Ambos acuden a una fiesta, la noche siguiente, para los jerarcas del Partido. Allí Nadia se suelta la lengua y prorrumpe en críticas agrias contra la política de su marido, que está arruinando Rusia. Stalin responde en tono muy violento. Nadia abandona la mesa y se dirige a su casa. Allí escribe una carta. Luego se escuchó un disparo.
La última carta de Nadia Aleluyeva desapareció para siempre. Alguien la encontró junto al cadáver, la leyó y la destruyó. Según su hija Svetlana, aquella carta no era sólo una confesión de frustración personal, sino también un testimonio de decepción política que situaba a Nadia en la orilla de los críticos del comunismo staliniano.
Si la muerte de Inessa Armand, doce años atras, coincidió con el recrudecimiento de la represión política bajo Lenin, la muerte de Nadia va a coincidir con el recrudecimiento de la represión política bajo Stalin, cuyas víctimas pronto se contarán por millones. No es fácil saber si la muerte de Inessa trastornó a Lenin hasta el punto de provocar una matanza, pero sí sabemos que la muerte de Nadia afectó a Stalin hasta el extremo de que muy pocos días después, en una reunión del Politburó, se puso en pie y presentó la dimisión. “Tal vez me haya convertido en un obstáculo para la unidad del Partido”, dijo. Es evidente que esa confesión sólo podía haberle sido sugerida por la misteriosa carta póstuma de Nadia. Pero ya no quedaba nadie en el Politburó para aceptarle la renuncia: Lenin, Trostski y la Krupskaya estaban fuera de combate, muerto el primero, anulados los otros dos. El Politburó confirmó a Stalin. Y éste se entregó a una serie salvaje de matanzas en cadena que no excluyeron a los amigos y familiares de Nadia, a cuyo entierro el dictador ni siquiera asistió. Sólo uno, ya lo hemos dicho, sobrevivió a las purgas: Kruschev, el hombre que había amado a Nadia Aleluyeva y que, durante el resto de su vida, protegerá a sus hijos, y en particular a la rebelde Svetlana.
Hay en las ´Memorias´ de Kruschev un párrafo que puede significarlo todo o nada. En cualquier caso, es un adecuado colofón para cerrar la terrible historia de Nadia Aleluyeva. Dice así: “Siempre –escribe Kruschev- había sentido yo gran estima por Nadeshda Aleluyeva, la madre de Svetlana. Luego Nadia se suicidó. Murió en circunstancias misteriosas. Aunque no se sabe cómo ocurrió, fue por algo que hizo Stalin, y Svetlana debía saberlo. Incluso existía el rumor de que Stalin le había disparado un tiro. Según otra versión, que me parece más verosímil, Nadia se suicidó por un insulto que ofendía su honor como mujer”.
Así, entre esa duda, desapareció Nadia Sergueievna Aleluyeva. La última mujer en la vida de Stalin. El dictador le sobrevivió más de veinte años. Murió en marzo de 1953, envuelto en una fiebre paranoica que le llevó a ejecutar a médicos acusados –falsamente- de envenenar a jerarcas del Partido y que le impulsó incluso a asesinar a su propio personal de servicio. Dicen algunos que Beria, el siniestro jefe de los aparatos represivos del régimen, envenenó al desquiciado dictador. Sea como fuere, Stalin apuró una larga agonía antes de rendir la vida en marzo de 1953. Para entonces la estrella ascendente del mundo soviético ya era Nikita Kruschev, que no tardó en ordenar la ejecución de Beria. Quizá con un recuerdo para Nadia Aleluyeva.
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