No todos los musulmanes son islamistas. No todos los islamistas son yihadistas. Pero es un hecho que los yihadistas se han convertido, a ojos de muchos musulmanes, en la auténtica vanguardia del islam.
El islam es una religión: Dios es Alá, que reveló su verdad al profeta Mahoma, el cual dejó impresa la revelación en el Corán. El camino recto que conduce a la salvación consiste en someterse a esa verdad revelada. Islam quiere decir precisamente “sumisión”. Esa religión nace en el siglo VII de nuestra era (cristiana), se extiende rápidamente por el norte de África y por Asia y es profesada hoy por alrededor de 1.200 millones de personas en 57 países. De ese número de fieles, muchos han partido hacia Europa y los Estados Unidos en un proceso sostenido de emigración económica. Se calcula que el número de musulmanes en los Estados Unidos estaría en torno a los 4,5 millones. En la Unión Europea, a fecha de hoy, la cifra se acercaría a los 20 millones. De esa diáspora –valga la judaica expresión-, el principal receptor ha sido Francia, con más de 5 millones de musulmanes entre inmigrantes y descendientes.
Religión y política
En el curso de su historia el islam ha conocido numerosas corrientes doctrinales, frecuentemente vinculadas a trastornos políticos. Las dos corrientes más extendidas son el sunismo y el chiísmo. Ambas arrancan del conflicto por la sucesión de Mahoma a finales del siglo VII. En el plano religioso, el sunismo se caracteriza porque se remite estrictamente al Corán y a la Sunna, es decir, al libro de la revelación y a los dichos y hechos atribuidos al profeta. El chiísmo, por su parte, acepta el Corán y la Sunna, pero la Sunna chií es distinta y, sobre todo, los partidarios de esta facción (“chía” significa precisamente facción”) incorporan a su acervo la autoridad jurisprudencial de los imanes, los guías de la comunidad, en linaje que remite directamente a Mahoma. El último de los grandes imanes desapareció y se ocultó; desde aquel lejano tiempo se espera su retorno. Su lugar ha sido ocupado desde entonces por sucesivos imanes que, por así decirlo, guardan las esencias. Los suníes más radicales sostienen que esto es tanto como equiparar a los imanes con el Profeta, lo cual es blasfemia, y consideran a los chiíes como ajenos al islam verdadero. Por eso suníes y chiíes se hallan en conflicto permanente. Hoy el sunismo es profesado por cerca del 80% de todos los musulmanes; el chiísmo se reduce al 20% y su epicentro es Irán, con grandes comunidades también en Irak y Siria.
El islam no tiene propiamente un clero. Hay fieles que alcanzan unos conocimientos particularmente profundos en materia doctrinal y que amplían sus estudios en los grandes centros religiosos musulmanes –en Arabia Saudí o en Egipto-, lo cual les faculta para dirigir a las comunidades en las mezquitas y predicar a los fieles, pero no son clérigos. Tampoco existe una autoridad religiosa que siente directrices aceptadas por todos o haga evolucionar la doctrina. La única fuente de verdad sigue siendo el Corán y la Sunna, y en principio cualquier fiel está en condiciones de interpretarla. Sobre este paisaje, la rama chií presenta una particularidad y es que posee un cuerpo de “expertos” –aunque no colegiados- capaces de interpretar los signos que envía el imán oculto antes de su retorno.
Ahora bien, el islam no es sólo una doctrina espiritual, sino que es también, y desde su origen, una religión política. Mahoma aglutina a una serie de clanes tribales que renuncian a su singularidad previa para abrazar el nuevo credo. En nombre de ese credo se extienden y ganan nuevos territorios que quedan incorporados a la comunidad de los creyentes por un lazo que no es religioso, sino político. Pero es que, además, Mahoma, el profeta, se inviste no sólo de la autoridad espiritual, sino también del poder temporal. Mahoma murió sin descendencia y sus sucesores consolidaron la comunidad islámica bajo el nombre de califato (“Califa” quiere decir literalmente “sucesor”). El califato es una realidad al mismo tiempo política y religiosa: se atribuye el gobierno sobre el pueblo musulmán y se rige por la ley islámica (la “sharia”). Ha habido varios califatos. El último fue el del Imperio Otomano, oficialmente disuelto en 1924. Este carácter simultáneamente político y religioso es clave para entender toda la historia del islam y, por supuesto, su actual circunstancia.
Islamismo y “guerra santa”
¿Y eso que se llama “islamismo” qué es? El islamismo no define por entero al islam, pero procede de él y sólo por él se explica. Lo que entendemos por islamismo es la pretensión, en nombre de la ortodoxia religiosa, de extender el gobierno de la ley coránica a todas las esferas de la vida (empezando por la política), lo cual, por otra parte, guarda perfecta coherencia con la letra y el espíritu del Corán. Es lo mismo que a veces se llama fundamentalismo o integrismo. En este marco, el yihadismo representa un paso más allá: yihadismo viene de yihad, que es la palabra árabe para designar la guerra santa, es decir, la imposición del islam por la fuerza de las armas. En realidad, yihad significa propiamente “lucha” o “esfuerzo” y es una de las obligaciones capitales de cualquier musulmán. Su interpretación en términos literalmente bélicos es discutible; muchos sostienen que en realidad se trata de una “lucha espiritual” interior. Pero, en cualquier caso, es la interpretación bélica la que ha prevalecido dentro de la propia órbita cultural islámica, máxime cuando el propio Corán abunda en prescripciones de orden guerrero. El yihadista, pues, es un islamista que opta por la lucha armada para imponer su fe. No todos los musulmanes son islamistas. No todos los islamistas son yihadistas. Pero es un hecho que los yihadistas se han convertido, a ojos de muchos musulmanes, en la auténtica vanguardia del islam.
¿Por qué ha crecido el radicalismo –esto es, el islamismo- en la comunidad islámica, tanto en Europa como en los países de religión musulmana? Fundamentalmente, por un choque cultural sin solución posible. El islam, como religión, tiene un problema muy serio: su incapacidad para distinguir entre el poder político y el religioso, entre el mundo de las leyes civiles y el mundo de la fe y la moral. Cuando esa fusión de planos se aplica a rajatabla, el islam queda condenado a no poder vivir pacíficamente sino en sociedades íntegramente musulmanas. Y, desde luego, lo hace incompatible con las sociedades modernas, secularizadas, que descansan sobre una separación absoluta entre orden político y religión.
Las grandes transformaciones
Hasta fecha relativamente reciente, este era un problema secundario porque la población musulmana permanecía en sus países de origen y éstos, en general, mantenían sus estructuras políticas y sociales tradicionales, es decir, islámicas. Ahora bien, después de la segunda guerra mundial cambiaron muchas cosas. El mundo musulmán entró en un proceso de grandes transformaciones que están en el origen de cuanto hoy sucede.
Primera transformación: los viejos imperios murieron y en su lugar aparecieron estados dominados por nuevas oligarquías –algunas, no tan nuevas- que predicaron la modernización de sus respectivos países. El proceso había comenzado antes con la construcción de la nueva Turquía tras la caída del imperio otomano, pero se aceleró sensiblemente a partir de 1940 con el nacimiento del partido Baath –en Siria e Irak- y sus esquemas de “socialismo nacional árabe”, así como con el panarabismo de la inmediata posguerra, cuyo mejor exponente es seguramente el Egipto de Nasser. Esa modernización implicaba con frecuencia el abandono de la ortodoxia islámica como guía de la organización social y política, con la consiguiente irritación de los sectores sociales más aferrados a la doctrina religiosa.
Segunda transformación: el renacimiento de las corrientes fundamentalistas a partir del auge económico de Arabia Saudí. La historia del islam es, en buena medida, una sucesión de movimientos fundamentalistas. En el último siglo, el movimiento predominante ha sido el wahabismo (por el predicador del siglo XVIII Ibn Abdul Wahab), una corriente doctrinal específicamente árabe y suní que reivindica el retorno a la pureza primigenia de los ancestros. Esa corriente recibe el nombre de “salafismo”, de la palabra árabe “salaf”, que significa precisamente “ancestro”. La teoría es esta: todos los problemas de los musulmanes provienen de un olvido de la pureza originaria; por tanto, hay que retornar al principio, al fundamente mahometano de la fe, para salvar al pueblo musulmán. El wahabismo fue algo marginal hasta que el clan árabe Saud, que lo había adoptado como doctrina, se hizo con el poder en Arabia en la década de los 30. El dinero del petróleo hizo el resto: Arabia Saudí empezó a patrocinar mezquitas por todas partes y a formar a “doctores de la ley”, y la formación que recibían era esencialmente wahabista. Al mismo tiempo, en Egipto surgía otro movimiento determinante: el de los Hermanos Musulmanes, que incidía en el mismo planteamiento salafista, es decir, de retorno a la pureza originaria. Frente a la pérdida de valores asociada a la modernización, y agravada por los problemas económicos, por todas partes se empezaba a predicar lo mismo: retornar al islam primigenio.
Tercera transformación del mundo musulmán: a partir de los años sesenta y setenta, millones de musulmanes abandonan su lugar de origen para buscar mejor fortuna en las sociedades occidentales. Argelinos y marroquíes en Francia, pakistaníes en Reino Unido, turcos en Alemania… Toda esa población islámica va a arraigarse en sociedades completamente ajenas al mundo cultural musulmán: origen cristiano, separación neta entre Iglesia y Estado, leyes puramente civiles, libertad de culto, creciente libertad de costumbres, etc. La atención espiritual a estas comunidades emigradas se organiza con frecuencia en torno a mezquitas subvencionadas por el petróleo saudí y recae muchas veces en predicadores formados en el espíritu wahabista. Por esta vía el salafismo empezó a propagarse también entre las comunidades musulmanas de Europa. Recordemos su tesis central: la única solución para el musulmán es retornar a la máxima pureza original de la fe. Puede imaginarse el efecto de sus prédicas en el ánimo de unos fieles insertos en sociedades tan radicalmente ajenas al imaginario musulmán.
Del salafismo al terrorismo
Con frecuencia se dice que el gran hito en el radicalismo islámico fue la revolución iraní de Jomeini, que creó la primera república islámica en torno a la sharia. Lo de Irán fue ciertamente muy importante, pero hay que subrayar que, al tratarse de un país chií, sus efectos sobre el resto del mundo musulmán fueron muy limitados. Más decisivo fue el encuentro de wahabistas saudíes con salafistas de otros países en la guerra de Afganistán contra la Unión Soviética, en los años 80. Fue ahí donde nació Al Qaeda, la red terrorista del millonario saudí Osama bin Laden. Al Qaeda se convirtió en una suerte de espejo para millares de musulmanes suníes en todo el mundo. Los grupos salafistas se extendieron por todas partes con un discurso homogéneo y con acentos mucho más políticos que religiosos: el pueblo musulmán es sólo uno –la umma, la comunidad de los creyentes-, su forma natural de organizarse es la sharia –la ley islámica-, la decadencia del islam en el mundo moderno no tiene otra alternativa que el retorno a la pureza originaria –salafismo- y para llegar a tal fin es imprescindible hacer la yihad –entendida como guerra santa- contra Occidente, que es el enemigo principal.
En la reconstrucción del imaginario salafista faltaba un elemento: recuperar el califato. Ahí es donde ha entrado el Estado Islámico, nacido de la red de Al Qaeda, pero de la que se separó con un planteamiento estratégico distinto: si Al Qaeda proponía la guerra en un frente que está en todas partes y cuyo centro no está en ninguna, el EI aspira a la creación de un espacio político concreto, material, a partir del cual volver a andar el camino. La capital del estado Islámico es Raqqa, en el norte de Siria: la misma ciudad en la que comenzó, en el año 657, la división del islam en varias sectas.
El radicalismo de Al Qaeda y la abierta barbarie del Estado Islámico son muy minoritarios en el seno de la comunidad musulmana, incluso el salafismo es una corriente poco extendida en la base de los fieles. Sin embargo, estas exacerbaciones del “discurso” islámico tienen a su favor tres bazas que no es posible ignorar. La primera, que sus posiciones teóricas son absolutamente irrebatibles para cualquier musulmán: como se remiten a la pureza originaria, que es la única base formal de la doctrina, nadie podrá condenarlos como “heréticos”. Por cierto que ese “retorno al origen” se extiende incluso a las prácticas más salvajes del estado islámico: muchas de las cosas que hacen –como entrar en un pueblo, decapitar a todos los hombres y vender como esclavos a mujeres y niños- aparecen literalmente en las historias del islam de los primeros tiempos.
La segunda baza es su carácter panislamista: en rigor, el islam no conoce naciones ni estados, sino que la auténtica comunidad político-espiritual es la umma. Así, cualquier ataque contra cualquier país musulmán es, de hecho, un ataque al conjunto de la comunidad. Cuando Occidente cree librar guerras “nacionales” contra un régimen o un país (Irak, Afganistán, etc.), el salafista interpreta que en realidad es una guerra contra el islam en su conjunto.
Y la tercera baza que juega a favor del salafismo violento es su público objetivo: una comunidad musulmana efectivamente en crisis, que encuentra muy difícil sobrevivir con su fe y sus costumbres en sociedades cada vez más secularizadas e incluso antirreligiosas, y además en franco retroceso socioeconómico. El paisaje se acerca demasiado a esa desesperanza en la que anida el mensaje redentor del retorno a la pureza primigenia.
Así las cosas, la cuestión que se le plantea al mundo musulmán es la siguiente: acertar a separar eficazmente los elementos religiosos de los políticos. Hay numerosas corrientes partidarias de reconsiderar el papel del islam en sociedades que no forman parte de la umma y adaptarse a ellas. Muchos otros, sin embargo, consideran que desde los propios presupuestos del islam es tarea imposible. El reputado arabista francés René Marchand sostiene que el error es nuestro por considerar el islam como una religión más, cuando en realidad se trata de un credo tan religioso como político. En eso reside su carácter explosivo.
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