La conocí en el Congreso de Colombia cuando ambos éramos parlamentarios, ella por el partido liberal y yo por el conservador. Ya estaba separada de su primer esposo y en aquel momento mantenía relaciones sentimentales con Carlos Alonso Lucio, un ex guerrillero indultado por el Congreso en el período 1986-1990. Carlos Alonso Lucio había pertenecido al grupo terrorista M-19, organización que había hecho del secuestro, la tortura y el asesinato su más visible característica. Ingrid Betancourt, por su parte, se había hecho elegir al Congreso de Colombia distribuyendo condones en las esquinas de los centros comerciales; fue una imaginativa táctica que la hizo muy popular en un país relativamente conservador, aunque con una juventud que despertaba al cambio de los tiempos. Era astuta, francota y frentera, como decimos en Colombia.
Localizados en las dos orillas del espectro político, a Ingrid y a mí nos unía el sentimiento de que estábamos allí para combatir la corrupción donde ella aflorara. Nos dimos mutuo apoyo en innumerables debates parlamentarios y denuncias públicas. Recuerdo que no pocas veces fue a mi casa situada en las afueras de Bogotá a preparar su intervención contra el presidente Samper, elegido con dineros del narcotráfico.
Por aquel entonces yo poseía el expediente completo contra el Presidente y también preparaba mi intervención en un juicio que sería el más importante del siglo y que habría de tener tremendas consecuencias para el Partido Liberal, el partido del Presidente. Ingrid tomó el escenario; corría el año 1996. Su intervención fue corta, aunque contundente, a diferencia de la mía que duró cuatro horas de ininterrumpidas acusaciones, porque ella había decidido tomar sólo un aspecto de los delitos presidenciales. Fue así como nuestra amistad política se estrechó aún más, hasta cuando llegó el año 1998.
El Ejército colombiano había recibido uno de los más duros golpes militares de su historia en el Caguán a manos de la guerrilla. Yo había ido a visitar aquella zona selvática y había conocido de primera mano las dificultades que el Ejército experimentaba en la selva. Por ejemplo, las radios que comunicaban unos cuerpos con otros eran los mismos que se habían usado en la Segunda Guerra mundial, y en aquellos espesísimos bosques donde la voz de un soldado no se oía a más de cincuenta metros, eran perfectamente inútiles. Otro más: la lancha patrullera en la que recorrimos el gigantesco río de la zona se quedó varada y a la deriva por varios minutos, hasta cuando se pudo volver a poner en marcha. El peligro de quedar emboscados en una zona infestada de guerrilla era evidente. Y para redundar: la luz se cortaba a las diez de la noche y la base permanecía perfectamente a oscuras y a merced de quien quisiera atacarla amparado en las sombras. En una palabra, nuestro ejército carecía de medios, aun los más básicos, como los helicópteros artillados, porque estados Unidos no nos vendía aparatos para combatir la guerrilla y los únicos disponibles se destinaban al narcotráfico por acuerdos con ese país.
El debate sobre el desastre militar no se hizo esperar; mi intervención se hizo para apoyar al Ejército nacional y pedir medidas extraordinarias para conjurar el peligro guerrillero. Cuando Ingrid tomó la palabra vapuleó a los militares, cuya cúpula asistía al debate. Los llamó generales de escritorio que engordaban a la sombra de los cócteles, las prebendas, la corrupción, las torturas y la violación de los derechos humanos; aseguró que a ella le causaba el mismo dolor ver a un guerrillero muerto que a un soldado de la patria. Dirigiéndose a mí, me llamó fascista por las medidas de orden público que en las zonas de combate proponía. Luego, tras mi durísima réplica en la que le respondí que yo no tenía confusiones mentales y que sí sabía de parte de quién estaba, nos distanciamos un tanto. Posteriormente, cuando lanzó su candidatura presidencial, comenzó a frecuentar mi casa de nuevo en busca de asesoría en materias económicas. Yo también fui a la suya varias veces porque ya, para entonces, habitaba con su último esposo Juan Carlos Lecompte, un joven empresario.
Recuerdo que en plena campaña presidencial y poco antes de su secuestro, Ingrid vino a mi casa. Habíamos recogido todo. Nos veníamos para España. Así, sentados encima de las cajas, me dijo estas palabras: “Pablo, no quiero ser la última persona que te despida de Colombia; quiero ser la primera que te dé la bienvenida cuando regreses al país”. Y se marchó. No la volví a ver sino hasta ahora, ya libre. Salté de alegría sincera cuando en medio de la suya, dio gracias a los generales por haberla rescatado y devuelto a la libertad en tan limpia operación. También dio gracias a “mi ejército” y a “mi patria”. Confío en que ya no tenga tantas dudas de parte de quién hay que estar.