La política tiene sus reglas –selváticas- y la derrota se paga con sangre, pero la derecha se equivoca si cree que su postración depende de tal o cual líder, tales o cuales equipos. Aquí el problema fundamental es que la opinión pública –especialmente la televisada- es mayoritariamente anti-PP, y eso a su vez es consecuencia de la hegemonía cultural de la izquierda, que sigue siendo en España la que decide entre lo correcto y lo incorrecto, la que construye la legitimidad. Frente a eso, la derecha española no tiene nada que decir.
Prescindamos del ‘affaire Rajoy’. Es irrelevante. Resulta francamente dudoso que otro líder hubiera obtenido mejores resultados en estas elecciones. Igualmente dudoso es que haya una alternativa a Rajoy para los próximos comicios. El problema de fondo no es de líderes. El líder, por supuesto, encarna ideas, proyectos, valores, sensibilidades, pero no significa absolutamente nada si tales ideas, proyectos, valores y sensibilidades chocan con un muro de silencio. Tampoco se trata de equipos: éstos pueden hacer mejor o peor política, ser más o menos eficaces, pero no tienen una varita mágica para cambiar el paisaje. Y el problema es el paisaje –y el paisanaje.
En efecto, aquí el problema es que hay una buena porción de la población, de edad mediana, formación universitaria y vida canónicamente burguesa, que se ha visto objetivamente perjudicada por las catastróficas políticas de ZP, que ha perdido nivel de vida, que hoy vive peor que hace cuatro años, y que sin embargo ha votado Zapatero porque la sola idea de votar “a la derecha” se le hace intolerable; porque, para esa gente, la derecha es “el mal”. Será un millón de españoles, quizá dos; son, en todo caso, la clave de la victoria… y de la derrota.
¿Por qué esa “joven burguesía” sigue votando a un partido que no controla la economía, que ha convertido la inmigración en un disparate y la educación en un fracaso, y que alienta rencores sociales incompatibles con el bienestar? Le vota porque es “lo correcto”; porque esas generaciones han crecido educadas en la ideología del progresismo, y ésta tiene un abanderado natural que es el PSOE. Frente a él, todo lo demás es “reacción”. Y si se diera el caso de que uno dudara al votar a ZP, la mera imagen de una derecha en el poder –imagen odiosa donde las haya- paliará el mal trago. Después de todo, hay que estar “con el progreso”. Y éste se halla en la izquierda aunque nada progrese a su alrededor.
La guerra cultural
Es una convicción irracional, sin duda, pero desplegada muy racionalmente. Ha sido el caballo de batalla de la izquierda en España desde hace cuarenta años. En la iglesia, en la universidad, en los periódicos, en las escuelas, en la televisión y en todas partes –por este orden cronológico, más o menos-, ha crecido una cierta visión del mundo escindida entre conceptos de “progreso” y “reacción”, correlativamente “izquierda” y “derecha” y “bien” y “mal”, y eso ha terminado creando un imaginario tan banal y cotidiano como invencible. Frente a esa guerra cultural, la derecha española no ha sido capaz de oponer nada. Por eso está como está.
Cuando se evalúa la debilidad de la derecha en este punto, suele decirse que sus argumentos “no llegan”, “no conectan”. Acto seguido, se aconseja que la derecha oriente su discurso hacia la izquierda: transigir con el aborto, alejarse de la sensibilidad católica, romper con el discurso “tradicional”… Pero esto es un contrasentido, porque una derecha que hiciera suyos los postulados de la izquierda dejaría de ser derecha. Al final, la crítica sobre la eficacia del discurso conduce, o bien a un replanteamiento de tipo táctico, o bien a una ruptura del discurso. Lo primero es puro marketing, es decir, una tirita, y lo segundo es un cambio de sexo, es decir, cirugía irreversible. Ninguna de las dos vías parece especialmente sensata.
Lo que la derecha tiene que hacer no es dejar de ser derecha, sino saber dónde está, qué es, qué tiene que defender y cómo hacerlo. La derecha española, como todas las demás en Europa, es un aglomerado de corrientes muy diversas. Aquí han venido a confluir todas las familias que en distintos momentos de la Historia se han hallado enfrente de la trayectoria nihilista del mundo moderno. Hay una derecha tradicional de base esencialmente religiosa, hay una derecha conservadora de base fundamentalmente moral y nacional, hay una derecha liberal alineada sobre todo en torno a criterios de libertad personal y económica… Estas corrientes son perfectamente identificables en los movimientos de la derecha social y cultural, allá donde existe. Todas ellas votan muy mayoritariamente al PP. Sin embargo, el PP, como estructura, dista de representar adecuadamente a todas estas sensibilidades.
¿Qué han hecho las derechas europeas?
¿Qué han hecho las derechas europeas? Es muy interesante conocer cuál ha sido el camino de nuestros vecinos en este materia. En España tiende a pensarse que “lo moderno”, lo “in”, es redefinir a la derecha en los términos que impone el discurso progresista: laicismo, relativismo moral, multiculturalismo, feminismo de género, etc. Así la derecha “conquistaría el centro”, sea eso lo que fuere. Ahora bien, las derechas europeas han obtenido y siguen obteniendo sonoras victorias precisamente sobre un guión contrario. No han avalado políticas laicistas, sino que han defendido la reintroducción de la dimensión religiosa en la vida social, como dice Sarkozy. No han apostado por el relativismo moral, sino que lo han combatido, como se ve en el caso escandinavo. No han tragado con el multiculturalismo, sino que lo ponen en cuestión. No se han alineado en el feminismo de género, sino que han defendido la condición femenina real, maternidad incluida, como hemos visto en Alemania y también en los países nórdicos. Según los analistas españoles al uso, esa posición debería haber “asustado” a los votantes. Sin embargo, la realidad es que los ha conquistado.
Desde el punto de vista de la representatividad social y cultural, esas derechas tampoco se alinean sobre un único discurso, sino que tratan de exteriorizar la acentuada pluralidad de su base. Un ejemplo paradigmático es la derecha italiana, donde una sola plataforma electoral da cauce a distintas derechas con su propia personalidad. Cuando uno ve la pluralidad de la derecha italiana y la relaciona con el caso español, es imposible no sentir cierta envidia. Por supuesto, el sistema tiene sus inconvenientes: una vez en el poder esa plataforma electoral, es imposible que sus actos de gobierno satisfagan a todas las familias de la casa. Pero en una perspectiva de medio plazo, los beneficios son enormes: los principios que defienden todas esas familias adquieren carta de naturaleza social; se rompe el “cordón sanitario” impuesto por el poder cultural y mediático de la izquierda.
En fin, nunca se ha visto que la derecha gane nada adaptando su discurso a una sensibilidad de izquierda. Esto sólo conduce, más bien, a preparar el camino para que la izquierda gane –y se quede en el poder. Al contrario, los grandes movimientos de opinión que han aupado al poder a las derechas, desde Ronald Reagan hasta Sarkozy, se han basado siempre en una afirmación sin tapujos de los propios principios. Claro que, para ello, es prioritario saber exactamente cuáles son esos principios, identificarlos, formularlos en términos comprensibles para la gente y hacerlos circular en la sociedad. Y aquí es donde el PP, como antes AP, parece hallarse ante un obstáculo insuperable.
Próxima entrega de “Paisaje después de la batalla”:
Por encima de la melée: lo que hay que defender