El Gobierno se cuidará de que el alcohol del botellón sea de buena calidad y proveerá de condones a los jóvenes, no sea que alguna incauta se quede embarazada o pille cualquier cosa mala. Creíamos que en esta campaña lo habíamos visto todo, pero no: faltaba la promesa de orgías de calidad, como en una caricatura de la demagogia más inconcebible. La ocurrencia va mucho más allá del oportunismo electoral: no cabe mejor ejemplo del concepto que el Gobierno ZP tiene de España y los españoles.
Ojo, en efecto, porque esta demagogia de Bernat Soria va mucho más allá del mero reclamo para un electorado joven y embrutecido. Al revés, estamos ante un nuevo avatar de la eterna España cutre y zafia, ayer de charanga y pandereta, hoy de chunda-chunda discotequero y botellón. En la España soñada de la casta progre, los españoles ya no serán justos y benéficos, como en la alucinación de 1812, sino que sobre todo serán sumisos y cachondones, cual corresponde a un país que ha abandonado la Historia por la puerta de atrás para concentrarse en el confort turístico de la pazzz y el buen rollito. En todos los pueblos ha habido siempre una determinada tendencia a la abdicación, a la renuncia, al abandono, al “pan y circo”. Es el camino que conduce del pueblo al populacho. Normalmente, son tendencias que hay que combatir con energía, porque sus resultados son suicidas. En el caso de España, esa tendencia se ha expresado históricamente a través del “majismo”, “pan y toros”, la caricatura de la decadencia cañí. Hoy esa caricatura no se dibuja con flamenqueo y chambergos, sino con botellón y “bakalao”. Para el político, es fuerte la tentación de ganarse la embrutecida voluntad popular sufragando esas cosas. ZP ha caído en ella, como era previsible.
Además, la propuesta no deja de marcar un cierto rumbo político. Aquí –y en otros sitios- tenemos dicho que ha nacido el Estado-Mamá. Antes, en los tiempos de la socialdemocracia clásica, papá-Estado nos llenaba la vida de reglamentos, impuestos, controles, prohibiciones y supervisiones, y amenazaba con la palmeta al infractor. Ahora, en los tiempos de la “tercera izquierda”, la presión controladora no se ha reducido, pero nos la venden de forma solícita y amorosa y, además, atiende preferentemente a las costumbres: no le des un cachete al niño, no fumes, aborta con protección oficial, edúcate para la “ciudadanía”, no sufras por amor, no enseñes la cruz o el velo, copula con condón, bebe cosas de calidad, etc. Esta caricatura de Estado, que ya no puede garantizar por sí sólo nuestra defensa exterior, ni la seguridad ciudadana, ni los tipos de interés de nuestras hipotecas, sin embargo emplea todo su vigor en imponernos formas de vida, de sentimiento y de pensamiento, y lo hace intercalando un beso entre cada azote. ¿Orgías? Sí, pero higiénicas.
¿De dónde viene este afán por regular la orgía, por controlar lo incontrolable, por vestir a Dionisos con un uniforme de revisor de autobús? Viene de la ideología del 68. Fue entonces cuando se convirtió la religión del placer en plataforma de reivindicación política, bajo la convicción de que la orgía llevaba en su interior una poderosa fuerza revolucionaria. Los lemas “Queremos orgías” y “Gozad sin trabas” son un producto del 68, y de ahí pasaron a la cultura progresista. Después, como sabemos, la reivindicación triunfó sin necesidad de cambiar nada ni de revolución alguna: el capitalismo se bastaba y se sobraba para facilitar a la gente cuantas orgías requiriera, y con más calidad de material que cualesquiera otros sistemas políticos. Así la anunciada revolución por la vía del placer ha terminado, en efecto, destruyendo el sistema cultural y moral, como se proponía, pero reforzando el sistema económico. Es la historia de un fracaso sonrojante. Tan sonrojante que lo camuflan bajo el patético expediente de los “derechos” o la “salud”.
Max Weber, profético, definió así al “último hombre” del capitalismo triunfal: “Especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente”. No se puede describir mejor la imagen de una sociedad sometida a la doble presión de, por un lado, el éxito técnico y económico (habla inglés, aprende informática, gana dinero), y el hedonismo obligatorio del condón subvencionado y el botellón de reglamento. Es la viva imagen de una sociedad que merece, simplemente, ser destruida. Aunque lo más probable es que se destruya ella sola antes de que nadie le levante la mano.
Bernat Soria, filantrópico empresario de demoliciones.