El Tribunal Constitucional ha desestimado los recursos del PP y de un juzgado de Tenerife contra la llamada Ley de Igualdad, que impone cuotas mínimas y máximas de hombres y de mujeres en las listas electorales. El PP denunciaba que esta ley vulnera la igualdad jurídica de los elegibles. El TC ha rechazado ese argumento. Con ello avala una de las aventuras legales más arriesgadas del gabinete Zapatero: la introducción de un criterio de “discriminación positiva” en la organización de la vida pública. Esto significa que el hecho de ser mujer o varón será tan importante para acceder a cargos públicos electos como la experiencia profesional, la formación intelectual, etc. El PSOE se ha apresurado a saludar el fallo como “una victoria de las mujeres”. El TC tiene pendientes dos recursos más de hondo calado: el del matrimonio homosexual y el del Estatuto de Cataluña.
La decisión del TC seguramente es inseparable del contexto político: el hecho de que el Tribunal aún haya de pronunciarse sobre dos cuestiones fundamentales de la legislatura Zapatero –los “gaymonios” y el Estatut- ha despertado las conjeturas más dispares. Por otro lado, esta sentencia sobre la Ley de Igualdad tampoco puede desvincularse de la maniobra socialista para el 8-M, la jornada de reflexión preelectoral, que misteriosamente ha venido a coincidir con el Día Internacional de la Mujer Trabajadora y para el que ya se prevén distintos actos de contenido fuertemente político. En todo caso, el alcance de esta ley y del aval prestado por el TC va mucho más allá del rifirrafe político y obliga a preguntarse de quá estamos hablando exactamente cuando utilizamos términos como “igualdad”.
Equidad contra igualitarismo
La Ley de Paridad, mal llamada Ley de Igualdad, no protege en realidad la igualdad, y menos la justicia. No es una ley que busque la equidad, sino que es una ley dogmáticamente igualitarista. La equidad consiste en dar a cada cual según sus méritos, y tiende naturalmente hacia la justicia. El igualitarismo no busca recompensar el mérito de cada cual, sino que impone para todos un mismo patrón; la justicia no le preocupa en absoluto.
Al amparar la autodenominada Ley de Igualdad, el Tribunal Constitucional ha venido a dar carta de naturaleza a cualquier mecanismo de discriminación positiva, es decir, a la anulación del principio equitativo de igualdad en beneficio de cualquier grupo de sexo, raza o religión al que por ley se quiera privilegiar. Porque no hay ninguna diferencia sustancial entre la arbitraria discriminación positiva de unas mujeres supuestamente sojuzgadas, y la eventual discriminación positiva de musulmanes, budistas, catalanes, manchegos o polacos. Si se acepta que es legal imponer una proporción mínima de mujeres (o de hombres) por el hecho de serlo, ¿por qué no habría de aceptarse cualquier otro privilegio para cualquier otro sector? Así, una medida que supuestamente quiere potenciar la igualdad, termina debilitándola, porque no hay nada más contrario a la igualdad que privilegiar a unos sectores por encima de otros.
El argumento de que esa ley favorece la promoción social de la mujer es engañoso. Primero, porque la ley impone también una cuota cerrada de varones, de modo que una lista compuesta íntegra o mayoritariamente por mujeres (véase el caso canario de Garachico) es igualmente ilegal. En segundo lugar, porque lo que promociona no es el mérito personal de las mujeres, sino su condición sexual, de manera que se prescinde por completo de aquellos criterios objetivos de excelencia que hacen merecida la promoción social y profesional. La experiencia del gabinete Zapatero es suficientemente elocuente: la presencia de ministras-catástrofe como Carmen Calvo, Mª Antonia Trujillo o Magdalena Álvarez ha hecho más por desacreditar a las mujeres políticas que cualquier campaña machista. Inversamente, el mérito público de mujeres como la comunista Rosa Aguilar, la socialista Rosa Díez o las populares Regina Otaola y Esperanza Aguirre no ha necesitado de cuotas obligatorias para manifestarse ante la opinión pública.
La promoción social y profesional de la mujer, eliminando trabas de tipo cultural o de otro género, es un objetivo loable, pero no puede imponerse a base de deteriorar principios esenciales de la organización de la vida pública. El argumento esgrimido por el PP a propósito de la igualdad jurídica de los elegibles, es, diga lo que diga el TC, perfectamente válido: introducir criterios de reducción a cuotas en la elección de los cargos públicos significa que siempre habrá alguien perjudicado por sus cromosomas, ya sea por exceso de mujeres o ya sea por exceso de hombres. Cualquier organización racional de la vida pública debe tender a subrayar el mérito de los mejores. Ya sabemos que esto es siempre relativo, pero, en todo caso, es un principio racional. Lo que no es racional es prescindir del mérito para discriminar según lo que se albergue en la entrepierna.
Hay que dedicar una última nota al Tribunal Constitucional, una institución cuyo desprestigio tiñe con una sombra de duda todas sus decisiones. El TC tiene por objeto defender las garantías constitucionales. Ello debería situarle por encima o, al menos, al margen de los intereses del poder ejecutivo y del legislativo. Pero, en España, la formación del TC depende de los grupos parlamentarios y del Gobierno, es decir, de los partidos políticos, los cuales también determinan la constitución de los órganos de gobierno del poder judicial. Por eso España no es tanto una democracia como una partitocracia, donde los partidos políticos –y especialmente el que gobierna y sus aliados- hacen y deshacen a su antojo, al margen de cualquier criterio objetivo de racionalidad política y de seguridad jurídica. La acreditada probidad profesional de un buen número de funcionarios, tanto en la Administración como en la Justicia, han logrado mantener en nuestro país unas aceptables hechuras de Estado de Derecho, pero el sistema político juega en su contra. Urge una reforma a fondo.