Conviene separar las cosas, tan densa y viscosamente mezcladas en un debate que, sin claridad, no va a ninguna parte. Una cosa es el modelo de reproducción social, otra es la libertad de costumbres, aun otra distinta es el mundo de las expectativas individuales de bienestar afectivo, y todavía otra diferente es el mundo de las prescripciones religiosas y morales. En rigor, ninguna de ellas debería ser campo de acción del político. Y en todo caso no debe serlo la familia, institución sin la que ninguna sociedad humana puede sobrevivir. Porque la familia es, antes que ninguna otra cosa, eso: una institución que garantiza la supervivencia de una comunidad. Esto no es “cosa de curas”. Es cosa de todos.
En realidad la cuestión es muy simple. Ninguna sociedad sobrevive si no se reproduce, esto es, si no tiene hijos. El ámbito natural en el que las personas tienen hijos, los crían y guían su crecimiento es la familia; esto es así desde que hay hombres sobre la tierra, y por eso hay un derecho de familia en la vieja Roma, por ejemplo.
El concepto de familia, y en su interior el concepto de matrimonio, retratan esa realidad natural, primaria, elemental: una mujer y un hombre establecen un vínculo y tienen unos hijos. Es verdad que a lo largo de la historia han existido tipos muy diversos de familias, diversidad que obedece a razones culturales, sociológicas, económicas, etc. Pero esa diversidad nunca ha discutido el carácter heterosexual por naturaleza del matrimonio y la familia, precisamente porque su fin implícito es la reproducción.
Como la constitución de una familia es algo que trasciende el interés individual de los cónyuges, porque hay hijos por medio, conviene establecer condiciones que protejan la solidez del vínculo. De hecho hay países –Rusia o Polonia, por ejemplo- donde el derecho de familia se ha desgajado del derecho civil, para subrayar que su casuística no se reduce a un juego de intereses individuales. Y por eso, porque la familia trasciende el interés individual, las legislaciones suelen imponer un cierto número de limitaciones a su ruptura, es decir, al divorcio.
Dado que la familia es una institución con valor en sí misma, a los padres se les reconoce la potestad sobre los hijos, potestad correspondiente al deber de mantenerlos. Por eso es nocivo que los niños sean arrancados de sus hogares, y también por eso se reconoce a los padres el derecho a la educación moral de sus hijos, tal y como dicen la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 26,3) y la Constitución Española (art. 27,3). Eso quiere decir que en materia de formación moral, religiosa, etc., el derecho de los padres prevalece sobre cualquier otro mientras sus hijos son menores de edad.
El modelo del nihilismo
Una sociedad puede sobrevivir perfectamente con un número limitado de parejas homosexuales; también puede sobrevivir perfectamente sin ellas. Por el contrario, ninguna sociedad puede sobrevivir sin un número elevado de familias; si no hay tales, la sociedad caduca por falta de reproducción. Así las cosas, es de sentido común que eso que se llama “normalidad social”, es decir, la idea que una sociedad se hace acerca de cómo debería ser, privilegie el estatuto de la familia. Fuera de esa “normalidad” existen excepciones que una sociedad organizada necesita regular, pero si se pierde de vista ese carácter excepcional, entonces a todo se le confiere el mismo valor, y cuando todo tiene el mismo valor, entonces es que nada vale nada; a ese proceso se le llama nihilismo.
El concepto de familia que el Gobierno ZP ha predicado en esta legislatura es un perfecto ejemplo de nihilismo por la vía de transformar lo excepcional en normal. No toma pie en la familia real, la que existe, la que hay, la que todos los días forman millones de personas en todas partes, esa institución natural, sino que arranca deliberadamente de la voluntad de negarla, de transformarla en otra cosa, sobre la base de aspiraciones individuales que, en todos los casos, son ajenos al propio concepto de familia.
Todos podemos estar de acuerdo en respetar a quienes deciden observar una conducta erótica o afectiva de tipo homosexual; ese respeto puede perfectamente incluir la regulación de derechos socioeconómicos en caso de convivencia dependiente. Pero de eso a inventar un “matrimonio homosexual”, y presentarlo como equivalente del heterosexual, hay un trecho demasiado largo. El único resultado de esa operación es que el matrimonio natural deja simplemente de existir como categoría propia. Es interesante recordar que en sociedades antiguas donde la homosexualidad no representaba un excesivo obstáculo moral, como la griega o la romana, a nadie se le ocurrió establecer un “matrimonio homosexual”. Es que la sexualidad de los individuos es una cosa, y la organización de la sociedad es otra muy distinta.
Del mismo modo, todos podemos estar de acuerdo en la necesidad de regular las condiciones en las que un vínculo matrimonial pueda disolverse. Tal regulación existe incluso entre quienes consideran (consideramos) que ese vínculo es un sacramento; con más razón deberá existir para quienes lo ven como un contrato civil. En todos los casos, parece juicioso que la legislación se ocupe de resolver situaciones personales que llegan a convertirse en un verdadero infierno. Pero, una vez más, hay un trecho demasiado ancho entre esa regulación y lo que ha hecho el Gobierno ZP con su ley del “divorcio exprés”, que en la práctica significa establecer la posibilidad de romper el matrimonio a las primeras de cambio y a petición de parte. Con un vínculo así fragilizado por el interés individual, el valor del matrimonio se reduce al mínimo, se estimula la irresponsabilidad de los cónyuges y, por supuesto, la familia como institución pierde valor.
Todos estamos de acuerdo, por último, en que el Estado debe hacerse cargo subsidiariamente de la educación de los hijos, y en que la obligación docente del Estado es una buena cosa, aunque sólo sea porque la gran mayoría de las familias no está en condiciones de hacerlo por sí misma. También es razonable que esa educación oficial incluya formación sobre el sistema general de convivencia, las leyes, la urbanidad, etc. Pero de nuevo hay un enorme trecho entre eso y la imposición de “Educacón para la Ciudadanía”, una asignatura obligatoria de carácter ideológico-moral que priva a los padres de un derecho unánimemente reconocido y además lo hace en términos que distan de suscitar un mínimo consenso social. Si a los padres se les niega el derecho a decidir la formación moral de sus hijos, la familia vuelve a ser, una vez más, golpeada.
Por todas estas razones, la legislatura Zapatero ha sido absolutamente nociva para la familia: porque la golpea en puntos esenciales. Frente al concepto de familia natural, el zapaterismo no ha planteado como modelo alternativo más que una visión estrictamente individualista, egoísta, de la estructura social; un individualismo de “derechos” de nuevo cuño que se presenta, por otra parte, avalado por la fuerza coercitiva del Estado. Peligrosísima mezcla: gentes sin más raíz que su ombligo, sostenida por la fuerza pública. Es la pesadilla moderna: individuos entregados a sí mismos bajo un Estado controlador, y en medio, nada, ni personas ni comunidades, es decir, ninguna verdadera libertad.