Panem et circenses. Así reza un verso de la décima sátira de Juvenal, que intuyó de manera magistral la estrategia de cónsules y senadores romanos, quienes a falta de políticas cabales, disfrazaban su incompetencia con comida y espectáculos. Trigo y peleas de gladiadores. Ese narcótico era suficiente para manejar las mentes. Un fenómeno análogo se da hoy. Terrazas y comercios. Eso nos ofrece el gobierno. Y alguno dirá que lo hacen para reactivar la economía de un país que subsiste gracias al sector servicios. Es cierto. Pero eso no justifica la decadencia educativa en la que una, vez más, nos sumimos irremisiblemente. Lo que sigue tan solo es un ejemplo, una pequeña muestra que no por pequeña deja de contener la esencia del problema.
Decadencia educativa, literalmente, de hecho. Imaginemos a un estudiante que termina este curso el Bachillerato. Revolotea por las páginas, resolviendo polinomios, analizando oraciones, desentrañando fórmulas químicas. Podemos verlo ahora con una interrogación pintada en los ojillos cansados. No sabe si «cuando llegué a casa» es una subordinada circunstancial de tiempo o de modo. Y llama por teléfono a su profesora particular, a la misma que lo ayudaba antes de nuestro arresto domiciliario. La profesora le explica, amable pero consternada, que solo puede atenderle de manera telemática. El estudiante replica que no dispone de conexión a Internet en su casa. Sus padres todavía no han cobrado el ERTE y han tenido que devolver la factura de la compañía telefónica. La profesora quiere darle una solución. Desearía proponerle que fuera a la academia en la que solían trabajar, que tiene espacio suficiente para albergar a cuatro alumnos con la garantía del respeto a todas las medidas sanitarias. Pero no puede.
Mientras tanto, políticos y expertos en epidemiología se reúnen y con toda gentileza, acuerdan permitir la reapertura de las terrazas y las reuniones de hasta diez personas. Nuestro bachiller todavía no entiende los resortes del análisis sintáctico, pero el tedio le puede. Así que, en atención a la amabilidad del gobierno, queda con sus amigos en una de esas terrazas, habla, ríe y probablemente ignora que una multa de hasta 30.000 euros planea, sombría, sobre la cabeza de su profesora, que no entiende por qué tiene que esperar hasta la fase 2 (signifique eso lo que signifique) para retomar su labor. Quisiera decirle a su alumno que nada tiene sentido. Está mal que el gobierno no priorice la educación. ¿Acaso no hay algo reprochable en el hecho de que alumnos sin recursos digitales no puedan aprender lo suficiente? A su estudiante le vendría bien conocer el significado de la palabra “paradoja”, tropo que recoge la incoherencia de unos gobernantes que consienten que cuatro personas se sienten en la misma mesa de la terraza, pero no en la misma mesa de estudio. Profesora y alumno podrían hablar también de la inseguridad jurídica de los decretos en los que se contienen las leyes que impide las clases en las academias, pero no las clases a domicilio. Mas el pupilo no lo intuye, ocupado como está olvidando por un momento sus problemas con la sintaxis, divirtiéndose con sus amigos después de tanto tiempo confinado.
La narración anterior cuenta una historia que transcurre en decenas de lugares de España al mismo tiempo. Montones de profesores particulares de refuerzo, tan necesarios como los profesores de colegios e institutos, quieren enseñar a alumnos en dificultad y se les premia amenazándoles con una multa. Miles de estudiantes se enfrentan a unos exámenes que decidirán su futuro inmediato en la universidad con la preocupación añadida de que apenas pueden resolver sus dudas. Y dígase lo que se quiera, pero la tecnología no reemplazará jamás a ese profesor que te reprende por haber pagado a algún desvergonzado para que resuelva tu examen aprovechando la facilidad con la que se puede trampear con una prueba online. Quien escribe estas líneas no arrojará la primera piedra, como los sermoneadores moralistas profesionales que circulan por ahí, pero sí tuvo quien le enseñara a pensar por qué las trapacerías durante un examen eran un acto reprobable.
Telemáticamente podrá formarse a alguien más o menos capaz de analizar una frase, pero no de analizar su modo de ejercer la ciudadanía. Y por eso pocos estudiantes se detendrán a pensar que el gobierno, con la astucia y la inconsciencia por banderas, le entretiene con copas y compras. Solo la educación vuelve rico a un país y la mayor de las pobrezas es lo que nos aguarda si no peraltamos la educación, si no le erigimos el altar que necesita. Pobreza intelectual y económica es lo que hay tras el paso a la «nueva normalidad», ese mantra, ese término vacuo y sobreexplotado. Y los profesores lo saben y no pueden más que alzar la voz y decir que el futuro será todavía más difícil, a menos que dejen de sobornarnos a todos con pan y circo.
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