La película "Corazones de acero" nos transporta a mayo de 1945. El III Reich está en sus últimas horas, durante las cuales...
«Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían: “Son soldados. Marchan a la guerra”. Y tal vez los niños preguntaban: “¿La guerra?… ¿Qué es eso?”»
Ernst Jünger
En una Europa donde ya no existe el servicio militar obligatorio, en una Europa donde la intervención en misiones de guerra ha quedado reducida a destacamentos de nuestros ejércitos en recados del mundialismo norteamericano, la juventud de hoy no conoce ni el dolor del combate, ni la camaradería al cielo raso.
Lejos quedan las narraciones de los años 50-60 de Hollywood sobre la Segunda Guerra Mundial, muchas de ellas sobre el momento del desembarco, los duelos Rommel-Montogomery, o los episodios bélicos de alta montaña en territorio europeo. Lás ultimas películas que han abordado el último capítulo de la Gran Guerra Civil Europea –como así la ha calificado Ernest Nolte–, han ido directamente a sus momentos finales. El Hundimiento es una de ellas. A muchos asombró un Hitler de carne y hueso en su día a día en el Bunker, fuera de las demonizaciones al uso.
Pero estamos en el siglo XXI y aquella cierta objetividad en la presentación de los bandos en conflicto ha quedado sepultada. No caben héroes cuando el adversario se ha convertido en “enemigo absoluto”. El enemigo no tiene rostro, no tiene historia, no tiene una familia detrás, ni emociones, ni siquiera voz.
La película Corazones de acero nos transporta a mayo de 1945. El III Reich está en sus últimas horas. Ya no tiene aviación. Ya no tiene divisiones acorazadas ni apenas combustible para los escasos efectivos que le restan en la gran retirada desde el Este ante la embestida soviética. El escenario que se nos presenta lo es en territorio alemán, pueblo por pueblo, en luchas casi de guerrillas de soldados que renuncian a rendirse sino es ante la muerte.
Sorprende la absoluta despersonalización del enemigo que hace la película. Los alemanes se convierten en sombras oscuras que corren, en perfiles perseguidos por balas que trazan estelas en la noche, o en pedazos que saltan tras el impacto de los morteros.
Sorprende la apología de crímenes de guerra que hace la película ante el asesinato a sangre fría de un prisionero alemán como “prueba de valor” a la que se obliga a un joven soldado. Escena que encuentra su réplica final en el respeto que encuentra ese mismo soldado namericano por parte de un joven SS.
Lejos queda el triunfalismo moralizante o mesiánico de los americanos en su “Cruzada por la democracia”, en su “guerra para acabar con todas las guerras”. En su afán pretendidamente antibelicista, la película presenta la cruda realidad de unas tropas americanas sucias, incultas, pendencieras, violadoras y etílicas (no muy alejadas de las soviéticas en su avance por el Este, aunque menos letales en su barbarie contra la población civil alemana: al menos los americanos no iban crucificando mujeres por los graneros de todos los pueblos que atravesaban en su camino a Berlín).
Sin buscarlo, Corazones de acero se convierte en la película con la que cualquier iraquí, afgano o europeo liberado mentalmente del mundialismo, se puede identificar: esas tropas que avanzan son las de un ejército de ocupación.