Las élites occidentales no están equivocadas. Están locas. Someter el cuerpo de un niño sano a cambios hormonales irreversibles no es una idea radical, es un disparate de tomo y lomo. Derribar centrales térmicas y embalses en plena crisis energética y de sequía no es una medida errónea, es un acto demencial. Prohibir los productos contra las plagas mientras anuncias que Europa se dirige a una hambruna no es una mera equivocación, ni siquiera una estupidez; es un atentado contra el más elemental sentido común.
No, nuestras élites no son un grupo de inútiles sin remedio. O no todas. Tampoco son necesariamente malvadas. Simplemente, tenemos la desgracia de sufrir unas élites lunáticas y dementes. Porque el malvado deja de hacer el mal cuando consigue sus objetivos, pero el loco nunca deja de hacer locuras. Y en esas estamos, en una espiral de locura permanente.
¿En qué cabeza cabe, si no, que a las puertas de una crisis económica sin precedentes, un jefe de gobierno salga a la palestra y anuncie alegremente que va a regalar 130 millones de euros del sufrido contribuyente a un tipo cuya fortuna supera el PIB de una potencia petrolera como Kuwait?
Estamos en una espiral de locura permanente
Hace no muchos años, ningún cargo público habría sobrevivido políticamente a algo así (y hace unos pocos más, tampoco lo habría hecho físicamente). Pero ahora se hacen esos anuncios mientras te disparan la cuota de autónomo y suben los impuestos. Y va a peor.
No hay día que no se cometa o se anuncie un nuevo disparate. No hay día que no se rice el rizo del disparate anterior. De hecho, cuando estás intentando digerir su última locura, te aparecen con otra todavía peor. Es como ese reality show que lleva siglos en antena y que se ha emitido en todos los formatos posibles: en una casa, en una isla, en un hotel, debajo de un puente, etc. En él, los productores buscan desesperadamente nuevas fórmulas para escandalizar al público y para ello se dedican a poner a prueba la salud física, mental y emocional de los concursantes, a los que humillan y desprecian incitándoles –cuando no obligándoles– a cometer las peores indignidades.
En el manicomio globalista, esos concursantes somos nosotros, el pueblo llano, la gente normal.
En el manicomio globalista, esos concursantes somos nosotros, el pueblo llano, la gente normal. Hoy toca comer albóndigas de gusano, mañana embarcarse en una relación «poliamorosa» y pasado hacer un cursillo homologado para adoptar un «perrhijo». Como en los realities de televisión, la locura cada vez tiene que ir a más. Porque las locuras anteriores aburren. Es una revolución permanente.
La sola idea de que el hombre puede alterar artificialmente el clima de un planeta –y hacerlo nada menos que por decreto del parlamento– nos indica el nivel de desvarío que se ha alcanzado. Es un delirio de tal calibre que cuesta creer que haya calado tanto, sobre todo en una época que reniega de los dioses y dice guiarse sólo por la razón. Pero así están las cosas. Así piensa una clase dirigente que ha acumulado tanto poder y está tan presa de su soberbia que no sólo ha perdido el contacto con la realidad, sino que nos lo quiere hacer perder al resto por ley.
© La Gaceta de la Iberosfera
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