Misteriosamente (quiero decir, sin pretenderlo ni auspiciarlo), durante el último mes me he visto inmerso en un par de discusiones de sobremesa donde personas de opiniones encontradas han especulado con la hipótesis de un pucherazo en las próximas elecciones generales.
Entre quienes lanzaban esta hipótesis no sólo había detractores furibundos del doctor Sánchez, sino también algún experto en procesos electorales que consideraba que la entronización de la tecnología facilitará en un futuro inminente este tipo de manipulaciones. Entre los comensales también había personas que consideraban imposible un amaño electoral de estas características, pues –según explicaban– existen muchos mecanismos de control que lo impiden. Quienes temían la posibilidad del pucherazo hacían especial énfasis en el voto por correo, que al parecer carece de custodia efectiva desde el momento en que es depositado; y señalaban que todos los organismos comprometidos en el recuento son de estricta dependencia gubernativa…
Confesaré que las acaloradas discusiones que se entablaron en estas sobremesas me resultaron muy tediosas. El pucherazo, entendido como alteración del escrutinio de los votos, se me antoja una antigualla impropia de los tiempos de ‘biopolítica’ reinantes;
La biopolítica implanta delicadamente en las conciencias opiniones que los implantados perciben como propias
los fraudes hoy no se cometen en el cómputo de los votos, sino mediante mecanismos mucho más sutiles, tales como la ‘gestión de las opiniones’ y aun de las conciencias. Decía Rousseau que la mayoría no se equivoca nunca; e Ibsen, saliéndole al paso, afirmaba que la mayoría se equivoca siempre. Ambas afirmaciones son paparruchas: la mayoría, en los tiempos de la biopolítica, ni acierta ni se equivoca, sino que se limita a hacer lo que le mandan; o, dicho con más propiedad, lo que la inducen suavemente a hacer, mediante técnicas persuasivas que actúan a modo de lluvia fina o calabobos sobre la conciencia (técnicas que, por supuesto, nada tienen que ver con la burda propaganda electoral a la antigua usanza). Decía el visionario Léon Bloy hace más de un siglo que «el sufragio universal es la inmolación frenética, sistemática y mil veces insensata de la conciencia»; tal afirmación, por entonces muy osada, hoy se ha vuelto una realidad incuestionable. Y para conseguir que las conciencias se inmolen a la mayoría, la biopolítica se infiltra en ellas e implanta muy delicadamente opiniones que los implantados perciben como opiniones propias. Como nos enseña Edward Bernays en su clásica obra Propaganda, «la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un elemento fundamental en la sociedad democrática».
La biopolítica contemporánea no necesita hacer pucherazos para obtener los resultados electorales que interesan a eso que los sajones llaman establishment, un entramado de poderes al servicio del Dinero que elimina por completo la aventura y la indeterminación en los procesos políticos.
El encumbramiento de los irresponsables e inconscientes, la exclusión de los mejores
Las elecciones siempre las gana quien el Dinero determina previamente; y, para ‘convencer’ a los votantes, el Dinero se infiltra en sus conciencias y modela sus opiniones, mediante la creación de climas culturales propicios, mediante análisis demoscópicos extraordinariamente complejos, mediante el patrocinio de los mensajes que le convienen, etcétera. Y si todas estas formas de dominación biopolítica resultan todavía insuficientes, puede utilizar incluso instrumentos más traumáticos, lanzando operaciones de falsa bandera (por ejemplo, provocando adhesiones emotivas hacia políticos que reciben sobres con balas) o acallando escándalos (como hicieron silenciando las correrías de Hunter, el hijito crápula del gagá Biden).
Además de este fraude permanente, existe otro fraude todavía más constitutivo, inherente al sufragio universal directo, que la biopolítica ha sabido explotar a ultranza de forma maligna e implacable. El voto siempre termina llevando –como señalaba Castellani– «a una selección al revés, al encumbramiento casi infalible de los irresponsables y los inconscientes, a la exclusión de los mejores»; porque, allá donde se exalta maniáticamente la igualdad, las masas terminan viendo toda forma de superioridad natural o adquirida como un agravio personal que deben combatir. De este modo, se cumple el terrible designio de Bloy: «Las elecciones constituyen, cada vez más, el testimonio de una aceleración inaudita, fatal, verdaderamente simbólica y profética hacia la pequeñez de espíritu, la bajeza de corazón y la idiotez». Últimamente, esa aceleración hacia la pequeñez de espíritu, la bajeza de corazón y la idiotez ha alcanzado una velocidad vertiginosa que el Dinero sabe utilizar en su provecho, mediante instrumentos de dominación biopolítica que hacen del pucherazo una reliquia tan viejuna como risible.
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