A veces, para entender los mecanismos mentales del masoquismo, trato de meterme en el pellejo de un constitucionalista chorlito. Pienso, por ejemplo, en las sentencias que ha evacuado el llamado Tribunal Constitucional contra los estados de alarma decretados por el Gobierno, en las que se reconoce expresamente que restringieron o anularon ilegalmente «derechos y libertades fundamentales». En este punto, metido en el pellejo de mi personaje, me digo: «¡Qué suerte tengo de vivir en un Estado de Derecho donde la acción discrecional del Gobierno es sometida a control!». Pero enseguida reparo en la cruda verdad: las sentencias del llamado Tribunal Constitucional, que simulan ser una condena de las ilegalidades perpetradas por el Gobierno, son más bien una ‘despenalización’ de las
mismas. En realidad, esas sentencias han servido para legitimar el abuso de poder, garantizando que no tenga consecuencias, garantizando por tanto que el gobernante pueda ejercerlo del modo más tiránico, sabedor de que todos sus actos quedarán impunes. La democracia era esto.
Con razón los medios sistémicos han concedido una atención tan remolona y displicente a la última sentencia del llamado Tribunal Constitucional. No lo han hecho, como piensa el constitucionalista chorlito, porque constituya un varapalo al Gobierno; lo han hecho porque no conviene que los constitucionalistas chorlitos se percaten de que dicha sentencia no es otra cosa sino la despenalización del ejercicio tiránico del poder. Los medios sistémicos saben que las cartas están trucadas; y actúan al modo que los padres actúan con los niños, ocultándoles la verdad sobre los Reyes Magos.
La democracia era esto. También, por cierto, el empobrecimiento de los salarios, la subida salvaje de los impuestos, el peaje en las autovías, la expectativa de una jubilación cada vez más tardía, los precios prohibitivos para los bienes de primera necesidad. La democracia era desmantelar nuestra industria y nuestra agricultura, para depender de materias primas controladas por especuladores transnacionales que ahora, cuando nos saben genuflexos, deciden disparar los precios o desaprovisionarnos. La democracia era convertir, con la excusa del cambio climático, la carne en un artículo de lujo para élites e imponer una dieta de gusanos a la plebe (que, además, habrá que cocinar durante el conticinio, para que no se dispare la factura de la luz). La democracia era volver al subdesarrollo y al empobrecimiento, pero con garantía ecológica.
Y, por supuesto, la democracia era también impedir que los niños puedan ver anuncios de chocolate y galletas, mientras en la escuela y en Netflix les enseñan las delicias del cambio de sexo y les ayudan a hacerse pajas con perspectiva de género. La democracia era llevar una vida de ratas; o peor que las ratas, que al menos pueden reproducirse. Claro que, al menos, nosotros podemos en cambio seguir votando a los causantes de nuestros males, cosa que en cambio les está vedada a las ratas.
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